Danilo Sánchez Lihón
Cambiar el mundo
amigo Sancho, que no es locura
ni utopía, sino justicia.
Miguel de Cervantes
1. Con nuestras
manos
Recuerdo
madre, cuando yo era niño, la vez que hicimos un camino para que la
gente pasara por una calle sin veredas, que solía hacerse un lodazal
desde una a la otra pared y desde una a la otra esquina con las lluvias
de febrero, de marzo y de abril.
De
noche, tus hijos cargábamos piedras y te las íbamos pasando mientras
tú, ya sin pañolón, que habías tirado hacia un costado, te inclinabas
hacia adelante.
Y
ponías paso a paso sitios en donde asentar los pies, que luego
rellenábamos con piedras grandes y después con otras pequeñas, hasta
hacer un sendero seco, alineado y parejo.
Ahí
mismo trazabas las dos aceras, los bordes de las acequias por donde
debía correr el agua para que nunca más se empozara, deslizándose ahora
obediente y apacible, yendo calle abajo, alcantarillado que también
íbamos empedrando con nuestras manos pequeñas junto a las tuyas precisas
y compasivas.
Al otro día veíamos con gusto cómo la gente humilde, y también la otra ufana, soberbia e indiferente, lo usaban con holgura.
2. No es una
o dos
Pero
igual, lo usan ya los niños, los ancianos, las mujeres, los varones y,
en general, todas las personas que transitan por estas veredas. Calzadas
que desde entonces ya son tuyas y nuestras por llevarlas incrustadas en
nuestra alma, por haberlas hecho unidos y confidentes, mamá.
–
¡Qué raro! –Dicen unos, parándose al borde de la acera reciente que
tientan con los pies para saber que si está firme y no son sueños–.
¡Ayer todo esto era un pantano! Y, sin embargo, ahora está empedrado.
Además, con una acequia continua por donde corre el agua transparente.
¡Qué raro! ¿Quién hizo esto? ¿El Municipio? ¡No! Hubiera tardado meses.
Un mes en traer los materiales; otro mes se hubiera labrado piedra tras
piedra obstruyendo la calle. Otro mes hubieran revisado y cuestionado
los planos.
Y así pasa otro transeúnte. Y lo mismo, habla en voz alta:
–
¿Dónde estoy? ¿No estaré soñando? ¿He pasado ayer por aquí? ¡Claro que
he pasado! O, mejor dicho: ayer no pude pasar, mojándome hasta los
tobillos. Y ahora no solo puedo, sino que me detengo a meditar. ¡Qué
raro! ¿Qué está ocurriendo aquí?
3. Hundidos
los pies
–
¿Qué? ¿En la noche alguien haya hecho esto? ¡Imposible! ¡Cómo va a ser!
¿Y en este frío que cala los huesos? ¿O tengo fiebre y ya estoy
desvariando?
Así dialogan consigo mismos la gente, y no es una o dos personas sino muchas las que pasan y se detienen.
Ven la calle empedrada donde antes era un pantano y hablan sorprendidos.
– ¿Quién lo hizo?
–
¡Tú, mamá! Tú, con tu parvada de chiquillos que te seguimos a todas
partes entusiastas y convencidos de todo lo que emprendes.
Tú
siempre adelante, a veces oculta en la oscuridad, como esta vez en que
yo solo veo tus brazos desnudos en pleno frío, estirando el cuerpo para
dejar caer la piedra en pleno barro con agua estancada, con tu falda
arremangada, hundida hasta las pantorrillas dentro del limo helado, que
solo tu alegría convertía en pedestal o peaña. Y tú el bronce y la
estatua que se esboza, erige y permanece ya para siempre imborrable.
4. Seguros
y confiados
– ¿Y por qué no llamamos a papá para que nos ayude?
– ¡No! –Dices, tajante–. ¡A él déjenlo leer! Para eso hemos salido, para que no le hagan bulla.
Recién
ahora lo advierto: En el fondo, haciendo estos caminos en la tierra, le
estabas protegiendo para que él los haga en la educación, en el
magisterio, en el arte y en los sueños.
– ¡Alcancen más piedras! –Exclamas.
– ¡Ya no hay más!
–
Entonces vamos a traerlas de esas calles de arriba. Por ahí están
tiradas. Y estando regadas la pobre gente y hasta los animales se
tropiezan en ellas.
Y
allá subimos contigo y bajamos cada uno con la más grande en los
hombros. Pero se han plegado a la faena varios otros muchachos sin que
los llamemos ni digamos nada, solo conmovidos por lo que nos ven hacer.
Al
amanecer la calle ya es una vía transitable. Caminos que nadie sabe
cómo han surgido de la noche a la mañana, pero que ahora los siguen
pasando seguros y confiados.
5. Trazar
una senda
Así,
nos enseñaste a cómo conducir el agua de las lluvias y tempestades,
como a convertir lo dañado en una oportunidad de probar nuestro
entusiasmo, nuestra alegría y hasta nuestro valor.
Así
nos enseñaste a no ser resignados, fríos ni indolentes. A corregir lo
que está mal, a convertir lo duro en amable, lo escaso en abundante y a
hacerlo en motivo de alegría. Y a hacerlo todo con nuestras propias
manos.
A
no quejarnos, a no echar la culpa a otros ni afanarnos en pensar a
quién correspondía hacerlo. Y algo que desde entonces para mí es clave: a
reconocer la energía oculta que hay en los niños que es la reserva
moral felizmente de todos los pueblos del mundo.
Y
en ello radica uno de los secretos de la grandiosidad que siempre tiene
una madre, cuál es la inspiración que ella recoge y del coraje que a
ella lo inspira el contacto con sus hijos que para ella siempre serán
niños.
Pero más aún: a cómo hacer rutas y senderos posibles en esta vida.
Y a servir, sin que se sepa quién había hecho el bien de trazar una senda donde antes había un fangal y una ciénaga.
6. Por
aquí
Recuerdo
también, aún con miedo, que a los conejos que criamos en casa no les
quedaba ya comida para esta noche ni menos para el día siguiente. ¡Y
chillan desesperados de hambre mirándonos suplicantes!
Entonces,
con el sol ya oculto, te echas el pañolón a la espalda, me coges de la
mano y nos vamos a traer hierbas del campo. Y esto ocurre a una hora en
que ya se anuncian las sombras de la noche.
Dejamos
las últimas casas al final del pueblo. Y vamos por unas chacras
sembradas de trigo, maíz y cebada. Pasamos “La Pera” y avanzamos en
dirección a la quebrada que hay al pie de “Las Tierras Amarillas”.
Por
aquí hay unos estanques que se llenan de berros, hierbabuena y
azucenas. Aun así. Por más que buscamos no encontramos forrajes que
pudieran servir como alimento que comieran los conejos.
Pero, al fondo hay una poza grande y misteriosa, de aguas verdosas y quietas.
Todos los grillos cantan a esta hora haciendo intrincada y conmovida la penumbra ya reinante.
7. El titilar
de las estrellas
Al
borde de ese gran estanque, cubierto por la maleza, y subiendo ya por
la falda del cerro, ¡divisamos ya a oscuras una mata coposa de acelgas!
¡Pero
es monte y todo allí está mojado y resbaloso por la lluvia! Y abajo
quieta y misteriosa yace la laguna encantada. Entonces tú, agarrándote
de unas ramas titubeantes, te empinas más y más. Y casi tu cuerpo está
suspendido sobre las aguas fantasmales.
Yo
temo, angustiado, que te caigas y te pudieras hundir en ese espejo
insondable y no aparecer dejándome solo en el mundo. Pero vas arrancando
una a una, ¡y cómo puedes!, todas las acelgas; que las vas tirando y yo
las voy recogiendo hasta llenar dos enormes canastas.
Y
con ellas regresamos abrazados, ya contentos, conversando y teniendo
como fondo el chasquido de los saltamontes, el gorjeo ya en sueños de
las aves dormidas y el croar acompasado de los sapos y las ranas.
Y
jugueteando con nuestras manos libres tratando de rozar las lucecitas
de las luciérnagas y el titilar de las estrellas en el cielo severo
reflejado ya amable y apacible en el fondo de nuestros corazones.
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