Danilo Sánchez Lihón
“y el ebrio,
entre la sangre humana
y la leche animal”
César Vallejo
1. En la leña
ardiente
En abril la tierra rejuvenece. El sol luce radiante en las copas de los árboles, en el blanco de las paredes y en el verde de los maceteros del patio donde las flores estallan en vivos colores. Y lo primero que hace mi madre es poner a hervir la leche para el desayuno. Pero siempre tiene algo qué hacer y me llama:
– ¡Hijo, ven! Párate aquí y cuida que al hervir la leche no se derrame.
– ¿Recién la has puesto en el fuego, mamá?
– ¡Recién! Pero mira cómo está la candela, como un toro bravo.
– ¿Es leña seca, mamá?
– Sí. ¡Está que estalla como fósforos! Por eso, con el cucharón anda moviéndola así la olla. ¿Ves?
– Pero si se derrama es culpa del humo y la leña, ¿ya mamá?, porque no me dejan ver.
– ¡Nada de excusas! Para eso te estoy poniendo yo aquí. Para eso con el cucharón no dejes que la espuma se levante. Y sácate el abrigo que se te puede quemar. ¡Además, aquí hace calor!
– Y si grito, ¿la leche se detiene?
– Deja de hacer chistes. ¡Tienes que estar revolviendo la leche en la olla! ¡Y no te distraigas ni un segundo!
2. Negras
y cárdenas
Es la voz de mi madre que me aconseja y hasta regaña por culpa del hervor de la leche. Y me reprende por adelantado. Y tiene razón.
Porque la verdad es que siempre que esto me encarga, la leche termina precipitándose en bocanadas de espuma hacia la leña ardiente.
Y esto no es porque me distraiga sino porque me concentro demasiado en ver cómo la leche hierve.
Y es que me fascina verla revolverse con sus mantos y pañuelos ondeantes de fino encaje, formando valles, praderas y hondonadas completamente albas.
Urdiendo geografías que aparecen y desaparecen, que se hacen y deshacen, momentos antes de hervir violenta y rozagante. Y ver el contraste, al levantar los ojos, de la leche blanca con el verde de la primavera y su esplendor en todo lo que brota.
Tanto que termina arrojándose por el borde de la olla. Y nadie se enteraría si es que la candela misma no lanzara su grito delator y lastimero.
Ahora estoy de pie frente al fogón en donde la leña levanta una llamarada, ora roja y azul; ora verde y amarilla, ora morada con fintas doradas; ora negras y cárdenas. Y ora de todos los colores como un arco iris que explosionara.
3. Círculos
de collares
En este instante, chisporrotean ya fuertes las lenguas de fuego que lamen los vientres oblongos de las ollas donde mi madre ha puesto a cocinar otros alimentos como choclos, pero entre ellas está la inmensa olla de fierro en donde la leche aún permanece quieta.
Es todavía una superficie blanca e inexpresiva con una orilla azulina que roza con el enlosado interior del recipiente.
Pero digamos que pronto me quedo absorto de ver hacia un borde de la circunferencia cómo empieza a formarse un collar de perlas mínimo en base a burbujas que se multiplican primero por cuatro, luego por ocho, por doce, por ochenta, por trecientos, por mil, por cien mil.
Y luego hacen millares de ocho, millares de a ochenta, millares de a millares de filas que giran, cobran vida, circulan en redondo, se adelantan, se revuelven y marcan el paso a un lado.
Y hacen su propia geografía azorada y bullente en un vientre que se hincha y se revuelve hacia uno y otro costado sin amilanarse por más que yo le ponga mi mirada extasiada y alerta.
Mientras más se avivan las llamas las burbujas que ya son unas grandes, otras medianas y otras minúsculas, empiezan a correr en círculos de collares concéntricos y transparentes.
4. Conflagración
cósmica
Y, si se los mira bien, pasan del blanco al perla. Y luego recorren todo el arco iris de colores y la rosa de los vientos. Dentro está todo el universo, el cielo como el infierno. Contienen la luz del sol, de la luna, de las estrellas, de los luceros, y los cielos constelados. En cada burbuja está la ventana con su tamiz, el borde del tejado, el alero y el cielo límpido o anubarrado.
¡Aquí la gloriosa espuma emerge florida y salvaje! ¡Pujante e indetenible, lanzando su inatajable aleluya! Pronto se ha abultado tanto con las burbujas que instauran colinas, bajíos, ágiles e impetuosos mares y dunas, llanuras y hondonadas con bosques, ríos y lagunas encantadas y estupefactas.
Por algún costado se desliza el manto regio de alguna princesa que se casa casta y pura. Otro es el manto de un soberano implacable. Otra orla es el manto de la Virgen que ha de abogar por nosotros en nuestra muerte detrás de esta luz indecisa pero bella.
¿Cómo puede haber tanta maravilla escondida? Y, ¿cuáles son las verdaderas joyas de la naturaleza y el mundo? ¿Son acaso los tesoros de los reyes en sus sarcófagos? ¿O un collar de burbujas de la leche cuando hierve, que se envisten de todos los colores y tamaños, que aparecen y desaparecen? Donde la espuma es una geografía infinita. A la vez un paraíso terrenal y una conflagración cósmica.
5. Un encaje
de plata
De pronto las burbujas se convierten en un océano impetuoso. Donde desde el centro emerge un volcán incontenible de lava blanca y de una fragancia que conturba. Es un olor embriagante que te arroba y te sumerge en sueños de encontrar mundos virginales e inocentes. Es un olor que te hace cerrar los ojos hechizado y como si te dieran a beber un brebaje.
En eso me despierta el chisporroteo estruendoso para mi responsabilidad de vigilante inamovible. De los carbones ardientes que han recibido oleadas de leche espumosa, desbocados por todo el contorno de la olla se desprende un olor a naturaleza desflorada, emitiendo un clamor y un chirrido no sé si de gozo o de pena.
– ¡Ya se derramó la leche! –Grita mi madre desde no sé dónde–. ¡No te dije que la cuidaras y que no te distrajeras!
– Mamá, ¡pero si estoy aquí delante de la olla
Pero ya ha sido tarde, como siempre, cuando he introducido el cucharón cómplice en su éxtasis conmigo.
Bocanadas de espuma han ido a parar a las cenizas pasando por la hornilla hasta mojar los carbones en un no sé si juego, protesta o auto inmolación.
El blanco purísimo ha dejado un encaje de plata y diamantes en el tizne de la superficie de la olla.
6. El fuego
se aviva
Y esta es otra maravilla de bordado divino sobre el negro sufrido, que me apuro en limpiar y deshacer, porque no encuentren evidencias del delito cometido. Y porque no se me perdona, aunque trate de explicarles la belleza de esta orla sagrada que debe ser el retazo de la túnica de algún Dios que vagabundea por los caminos ahora floridos.
Es así que restregó rápidamente con un trapo para que mi madre no vea que quizá una taza entera o más ha sucumbido en el desierto o en el páramo de cenizas y en la playa de mi divagación.
Pero la leche que se arroja sobre los carbones ardientes desprende un olor a chamusquina, a virginidad deshojada, a mundos perdidos, a sacrificios humanos en aras de todo o de nada, que los hombres que añoran su tierra huelan desde las lejanías más distantes. Y regresen sea como sea a los pagos donde nacieron.
Pero pese a esta alta misión también sirven para delatarme ante la justicia humana, o quizá hasta divina. Como es la de mi padre quien desde el segundo piso ya sabe que otra vez me distraje.
Quizá porque le ha llegado el olor a ambrosía de la leche en la leña, y es por eso que siento sus pasos que bajan apurados por el escalón.
Y luego aparece por la puerta que da al patio, preguntando:
7. En mi aldea
entrañable
– ¿Qué ha pasado con la leche? ¿Se ha derramado otra vez?
– Sí, papá. –Confieso avergonzado. Y no sé qué ve en mi mirada que siento que se apiada de mí y que es lo que ahora me hace llorar en sueños.
– Le he dicho y aconsejado que esté atento, pero aun así se distrae. Y miren hasta la ropa la tiene tiznada.
– Mamá, ¿has visto acaso que de aquí me he movido? ¿O que he jugado?
– ¡Pero de qué vale que estés aquí parado si no miras ni haces nada porque no se derrame!
– ¿Has visto mamá que acaso yo he apartado mis ojos de la leche?
Y siento que, así como la leche, hierven y se derrama el manantial que hay en mis ojos. Y allí descubro maravillado otro asombro, cuál es el color de nuestras lágrimas. Y el del lenguaje cuando recién allí me explico el proverbio que dice: “¿De qué vale llorar sobre la leche derramada?” Que creo que ese dicho horrible lo han urdido al ver a muchos niños como yo que fueron puestos a vigilar maravillas pensando que son hechos ordinarios, y que le han costado sus lágrimas y sus suspiros.
Pero en la hornilla en donde la leche ha sucumbido ya está puesta una cazuela donde el fuego se aviva para freír salchichas, chorizos o rellenos de chancho, con los cuales mi madre, sabiendo que me gustan, en silencio quiere consolarme. Y con lo cual se urde otra metáfora, porque la leche combina con dichas frituras en estas mañanas radiantes y en mi aldea entrañable.
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