Danilo Sánchez Lihón
"Y hay quien adora su huerta,
su terreno,
su gente, su caballo, su perro."
Luis Valle Goycochea
1. Camino
de Santiago
¡Todos tenemos nuestra casa y hasta nuestro pueblo adentro, en el alma!
Hace poco encontré a Javier –mi primo– y me dijo:
–
Sólo sueño en nuestro pueblo y en la época de nuestra infancia. He
consultado con un curandero y me ha dicho que para sanarme tengo que
volver a nuestro pueblo.
Y me pregunta:
– ¿Será? Tú, ¿qué dices? –Me insiste.
Yo, ¡qué podría decirle! ÉI regresará. De eso estoy seguro.
En
cambio, yo escribo estos relatos y exorcismos sobre Santiago de Chuco,
que es unidad con la metáfora "Camino de Santiago", como escribió
querendoso y refiriéndose a mi tierra mi paisano y gran hombre, don
Samuel Mendoza, quien lo aludió de este modo:
Siguiendo
en la tierra la dirección de esa nebulosa se llega a Santiago. Esa nube
longilínea suspendida en el espacio sideral y que viene siendo desde la
noche de los tiempos una maravilla pirotécnica con que se festeja la
obra del creador, porque su pasmoso movimiento de rotación y luz
lactecente constituyen bajo el lente telescópico un espectáculo
inefable.
2. Tremendo
y abismal
De allí que mi propósito al escribir estas páginas en primer lugar es consolarme.
Y de repente ayudar a que la gente quiera a su pueblo, a su tierra y a su gente.
Que
nos volvamos buenos recordando nuestra infancia. Por eso, lo que
escribo casi siempre y constantemente rememora costumbres y sucesos que
me acontecieron de niño.
Y
que los registro porque son parte de mi vida y de aquella que más
valoro, pese a lo humilde y desasida que parezca, o que fuera.
Aunque
he viajado por todo el mundo, en travesías que han abarcado todos los
continentes, en cruceros vertiginosos y por aeropuertos super
sofisticados nada se compara a lo que viví en mi tierra.
Así: ningún viaje más tremendo y abismal que el que hice de niño en el trayecto que cubrió de Santiago de Chuco hacia Trujillo.
Tenía
ocho años y a mi lado a mi madre y hacia el otro a Juvenal, mi hermano
mayor, a quien íbamos a dejar internado en la Gran Unidad Escolar San
Juan, cuando apenas él había cumplido los 10 años.
3. Afianzar
una identidad
Tres
días estuvimos atascados en las jalcas, para luego sobrevivir a una
catarata que se llevó la carpa del camión donde viajábamos.
Los puentes sobre el río Moche, que cruzamos, quedaron grabados en mí como los verdaderos puentes.
Y el río de aguas barrosas y agitadas hasta ahora representa el concepto que tengo de lo que es, y debe ser, un río.
No sentí lo mismo ni siquiera al cruzar el glorioso George Washington Bridge sobre el soberbio Hudson River.
Y la puesta del sol para llegar a Trujillo se ha quedado en mí como el crepúsculo infinito.
También
debo confesar que he vivido muchos años atrapado en el prejuicio de que
recordar es atraso, como si ello fuera vivir de espaldas al sentido
natural del vivir, que debe ser cara al futuro.
Pero ahora considero que cuando se vuelve al pasado con amor y sin despotricar del presente se afianza una identidad.
4. Chispas
de luz
E
identidad es la base para construir un porvenir sobre una roca sólida y
con las alas desplegadas que nos permitan ir y volver de todo infinito y
hacia toda eternidad.
Así, atesoro en mis recuerdos los trastos, minucias y bagatelas de mi casa de infancia que muchos años estuvo cerrada.
Enseres ya devorados y hundidos por el tráfago de los años.
Chucherías, nonadas, cachivaches; pero para mí: quimeras, milagros y talismanes en mi nostalgia.
Que
fueron tocados en mi niñez y que debieron ser sortilegios para haberse
quedado vivos, durante tantos años en el fondo de mi alma atribulada.
Así:
El
soplador del fogón: un tubo de metal con un huequito al final, por
donde a veces, después de un soplido –y al aspirar aire para seguir
avivando el fuego– sorbía yo las cenizas que se atoraban en mi garganta
¡y tenía que probar el dulzor del árbol o la madera ya quemada y hecha
carbón!
5. Rastrojos
o cañas
O
la plancha de fierro que calentábamos, asentándola sobre una parrilla. Y
que puesta en la ventana nos espolvoreaba en la cara sus chispas de
luz.
Aunque útiles para la realidad, si se los mira bien: ¡zarandajas, fruslerías, niñadas! ¡Pero en mi evocación prodigios!
La
escalera de callapos amarrados con soguilla, de donde lanzábamos al
viento: aviones de papel, una pestaña amarrada a un cabello anhelando
que se cumpla un deseo, o burbujas hechas con lavazas de jabón y
sopladas con rastrojos o cañas de trigo.
En realidad, ¡qué valen!, y menos para ti lector caritativo.
¡El
diablo de zapatero que le pedíamos prestado al tío Leoncio!, para
chancar algún clavo que nos salía por dentro de la suela del zapato.
El frasco de goma arábiga con la cual nos apelmazaban el cabello, y su olor a playas y mares encantados.
El
peine desvelado en la repisa, cuyos dientes saben más que nadie de los
sueños e ilusiones que alentaba nuestra pobre fantasía.
6. La piedra
con hoyo
El cedazo de la abuela para cernir alverjas. O la máquina de moler café, una tabla con su tolva de lata y manivela.
Grata y afable, porque venía a la hora en que mi madre ofrecía lonche, y mi padre nos encargaba traer alfajores y bizcochuelos.
La
armella de la puerta, que donde esté debe estar fría; aunque con un
temblor oculto tras el metal indolente, donde tiene que estar impreso el
temblor de mis venas y la adoración de las yemas de mis dedos.
También la barreta grande y la otra pequeña. Las palomitas de cobre para sujetar las puertas, para que no las golpee el viento.
La piedra con hoyo donde tomaban agua y se sacudían las alas los pajaritos de la tarde.
El tumi de la tía Miguelina que nos prestaba para hacerle tajos a los panes, antes que Iluden y entren al horno.
El perol para freír ñuñas y cachangas.
¡Las tres piedras para hacer el fogón!
7. Flor
intachable
¿Si
yo allí amé? Infinitamente, hasta caer vencido de adoración. Y es que
las niñas más bellas del mundo son las de mi pueblo. Y creo que cada
hombre de la tierra donde nació tiene el derecho de decir lo mismo.
De
niño y adolescente yo era intrépido en todo, pero en al amor soy un ser
más bien estupefacto, pasmado y lleno de asombro; ante el cual pierdo
la noción de estar en esta realidad.
Por
eso, nunca estrujé nada. Todo fue mirarnos. De allí que me duelan tanto
las miradas. Y me parezcan tan hondas e indestructibles. Y la mirada de
aquellos ojos negros que aún hasta hoy me hieren.
Quizá
por eso sean las espadas que llevo clavadas en el alma. Quizá por eso
sea este arraigo. Quizá por eso sea que el amor es para mí una flor
intachable.
Las imágenes que de esa niña llevo, si la muerte lo destruye todo, no lo alcanzará a destruir jamás, porque es sagrada.
Y
siempre me he preguntado adónde van esos amores mudos que se elevan con
aleteos fugitivos, sin encuentros ni palabras cotidianas. Y sé que la
colina más enhiesta y hermosa del universo es donde están enterrados
pero palpitantes. Y en la cual se nos permitirá arrodillarnos antes de
morir, ¡si no es allí el mundo adónde vamos!
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