Danilo Sánchez Lihón
…y el valor
de aquel pan inacabable.
César Vallejo
1. El sabor
de las plantas
¡Ah! ¡Senderos y cuestas por donde no habré avanzado con los brazos llenos de hatos de shiraques y yerbas santas!
Eran para atarlos a esas varas larguiruchas, reconocidas en la casa como: “escobas de barrer el horno”.
Aunque
recién lo eran cuando ajustábamos en ellas las hojas de esas plantas
capaces de resistir los carbones encendidos al rojo vivo sin quemarse.
Y
arrastrar los brasas y los trozos ardientes de leña, sacándolos de las
junturas que hacen los ladrillos de los cuales está embaldosado el piso
de aquel crisol que literalmente estalla.
Y
refleja su ardor hasta el corredor de la casa que luce su atuendo de
novia a la espera de decir su promesa, por el hecho de que hoy día se
amasa.
En
razón de este hecho es mi función ubicar, desprender y cargar con los
shiraques y yerbas santas, por lo que me guardarán para mí el primer
pan.
El que sale embadurnado aún de ceniza y que tiene el sabor duro de las plantas con que el horno ha sido barrido.
2. Derramada
la miel
Esta
primera tanda de pan se separa, sin juntarla, de las otras, porque
tiene aún todas las presencias naturales del horno, como la ceniza y los
carbones muertos incrustados debajo de los dorsos de la masa que no
lleva manteca para que sea duro, limallas que después desaparecen en las
siguientes horneadas.
Luego
de la primera saca pronto se introduce el pan blanco, se ennegrecen los
bizcochos, se cuecen los panes de yema, se doran las rosquitas, los
pasteles y semitas; como al final se dejan bajo su bóveda los chiclayos
endulzados, una fuente de camotes y otras veces un lechón bien aderezado
que pasan allí la noche.
Para
ello se cuida que las puertas del recinto queden bien cerradas, sujetas
y ajustadas por afuera con las mismas palas de hornear, bien templadas
con el punto de apoyo que puede der una mesa o el ángulo de una pared, a
buen recaudo de los gatos que merodean con la boca hecha agua.
Al
día siguiente encontramos derramada la miel de las calabazas reventadas
o la grasa de los lechones en las baldosas, hecha un charco exultante
en el piso de ladrillos del horno, que así se cobra con algo de miel el
haber contribuido con su ardor y dedicación consuma a que luzca lo
cocinado como cabalmente debería lucir.
3. Volver
por el camino
Pero,
¿cómo ha empezado la faena de amasar y hornear hoy día? Ha sido en el
desayuno, cuando mamá ha dicho, sentada cerca al fogón, con su rostro
feliz, bello y sonrosado como lo tiene ella y es mi orgullo y adoración:
– ¡Este sábado que es feriado y no van a la escuela sería bueno que amasemos el pan!
Y
es su voz que va repasando punto por punto si hay leña, si hay huevos,
si están sanas las muchachas que ayudarán en el tableado. Y todo lo
calcula y lo prevé minuciosamente, mientras la miramos.
–
¡Ya! ¡Yo hago los bizcochos! –Se alegra mi tía Carmen cuando la
decimos–. Entonces hay que llevar a moler el trigo al molino. –Agrega mi
tía alzando sus ojos lentos desde la taza de toronjil.
– ¡Ahí tenemos trigo bueno, trigo para hacer pan de yema!
–
Que vaya el Fredito y la Amelia a molerlo, aquí no más en el molino de
“La Colpa”. –Se entusiasma mi tía Carmen que es mamá de Amelia, mientras
el sol del mediodía aún brilla en el patio.
–
Ahorita he visto que ha pasado el primo Pablo Segura con su burro de
vuelta a su casa. Hay que avisarlo para que nos preste y llevar la
carga.
4. Carbones
al rojo vivo
– ¡A ver, voy a verlo!
– Si no es de él de repente nos presta la comadre Laurita.
– ¡Cualquiera que encontremos! También he visto pollinos en la tienda del señor Urquizo.
– Si es de alguien que está subiendo camino a Pueblo Nuevo podemos rogarle que nos lleve el costal.
– Claro. Pero qué bueno sería también hacer roscas blanqueadas. Allí he juntado huevos.
– Hasta chiclayos tenemos. ¡Echaremos siquiera unos dos al horno!
Y a cada hora surgen más y más buenos propósitos que ya empezaron a alborotar la casa.
Estamos
a jueves. Mientras llega el día la tarea es preparar uno y otro
elemento necesario para el amasijo: lavar bateas, ordenar latas, tener
listos los manteles.
5. Arroyos
y puquiales
Llegado
el día a mí me corresponde cumplir varios trabajos. El primero,
asegurar que estén listas las escobas de shiraque y yerba santa para
barrer el horno.
Pero,
además, tengo que ir por el concho de chicha, que es el rezago que
queda al fondo de la botija, y que son residuos de la chancaca, de las
cáscaras y raíces fermentadas de la jora, que nos sirve de levadura para
hacer lludar la masa de harina, mezclada con agua, sal y manteca.
– Buenos días señora Betzabé. Véndame concho de chicha, para hacer pan en mi casa.
–
¡Buenos días niño! Tú mismo saca, hijito, con ese cucharon. Pero no
metas la cabeza a la botija sino con el olor te vas a emborrachar. Y no
vas a poder llegar a tu casa en tu sano juicio. Y ni siquiera
agarrándote de las paredes caminar.
Tengo
que ayudar también a arropar la masa que empezará a lludar en las
bateas, levantando los manteles de vez en cuando para aspirar el aroma
de la harina en donde está viva la presencia de los campos fragantes con
sus arroyos y puquiales, como también del sol y la luna enamorados.
6. El tulipán azul
de las cercas
En su aroma están los trigales que se mecen hermosos y suaves en las colinas al compás del viento.
Están las parvas en donde la espiga de trigo se desbarra y ventea para que el grano se separe.
Está
el tulipán azul de las cercas. Están los caminos llenos de tantales que
se cubren de rojos suganes. Y se perlan del amarillo de las plantas de
mostazas.
Y
de pencas desde donde surgen los magueyes con su flor escarlata
alucinada. Y el amanecer de esmeralda que aparece en el horizonte. Y que
solo puede salir porque se prende a sus ramas.
En
esta masa que lluda está ya mezclada la manteca del chancho esponjosa. Y
que de tan blanca que era en las ollas de barro que lo guardan, se ha
ido poniendo amarillenta y rancia.
Y que así sabe mejor, con algún rasgo rojizo que nos indica que en algún momento fue sangre, pulso y latido.
¡Y vida en el cuerpo tembloroso y lleno aún de pasión del porcino que lo produjo!
7. Sabor
de la leña
–
Y ahora hijito amontona la leña al pie del horno. ¡Y ya enciéndelo! ¡Y
no te quedes así mirando la manteca como si no hubiera nada qué hacer!
Y
la leña espinosa se la va introduciendo en la fogata que se ha
levantado al centro de la cúpula, iluminada de luces como para una
coronación de reyes.
A
la cual hay que taparle las pequeñas puertas. Hasta sentir que el horno
está a punto. Y al abrir la portezuela ver las leñas esparcidas, hechas
carbones ardientes en el piso.
Y que semeja cual una ciudad onírica y vegetal que arde con las luces encendidas en todas sus calles, plazas y avenidas.
Ahí es cuando hay que entrecerrar los ojos porque el olor, el humo y el calor nos ciegan.
Por
eso el pan que comemos trae todo el aroma y sabor de la leña de
eucalipto impresa en el alma del pan donde sobrevive eternamente.
Y más cuando se ha hecho pasión y nostalgia en nuestros corazones atribulados.
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