domingo, 20 de marzo de 2011

TODAS LAS SANGRES Y LA PICHUICHANCA - POR WALTER VIDAL TARAZONA

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TODAS LAS SANGRES Y LA PICHUICHANCA

Por Walter Vidal Tarazona

Todas las Sangres, novela de José María Arguedas (1964) nos muestra una sociedad en descomposición debido al violento desencuentro de la modernidad con el mundo andino ya revuelto en sus contradicciones. Los personajes: todas las sangres. También hay otros personajes andinos, no menos importantes que los humanos, que intervienen en la novela: los gorriones, las calandrias, los gavilanes, el cóndor y otros animales no racionales. Unos hablan en su lenguaje, otros simplemente cuentan con su presencia.

En el siguiente pasaje, importante escena casi al inicio de la obra, un gorrión “habla” en su lenguaje propio.

(los subtítulos, nos corresponde, así como el resaltado en azul, del texto)

La Pichuichanca y la muerte de Andrés Aragón de Peralta

Andrés Aragón, “El gran viejo loco”, o “El patrón grande o gran señor” (para los indios), decidido a suicidarse, había subido a la torre de la iglesia, desde donde, a modo de despedida, hacía sórdidas acusaciones a la sociedad, principalmente a sus hijos.

Para algunos señores (no indios) aquel espectáculo era “El castigo del cielo”, para otros “la voz del infierno”. Doña Adelaida limpió el rostro del anciano Andrés con un pequeño pañuelo, luego ambos bajaron a las gradas del atrio de la iglesia, donde estaban “los señores” (los indios estaban abajo, en la plaza), los alcaldes y los comuneros, los mestizos, sólo faltaban los gringos de la mina o empleados de ella (el consorcio aún no había “comprado” la mina a don Fermín, el hijo del terrateniente Andrés Aragón), pero la empresa extranjera tenía infiltrado al ingeniero Cabrejos por allí.

La escena de la plaza finalizó cuando el cura se dirigió al público, principalmente a los hermanos (hijos del hacendado Andrés Aragón), diciendo lo siguiente: “Ha sido un testamento público, señores. En su delirio el Caballero ha establecido una voluntad; emplazó a los señores autoridades a que atestigüen también”.

El viejo, ya sosegado, se dirigió lentamente, calle arriba, a su casa, como “un cóndor flaco”, cuando unas “mariposas rojinegras volaban del huerto hacia la calle: agitaban sus alas silenciosas en la paz del mundo”. Lo esperaba Anto, su criado, heredero de la finca, quien lo llevó por el largo corredor del patio y cuando se dirigían a la puerta del dormitorio, se escuchó con gran claridad el canto de un gorrión […] Volvió a cantar el pájaro, con gran alegría; su voz hizo revivir las alas amarillas del papagayo, y llevó al dormitorio del anciano el hálito feliz del campo, la imagen de las pequeñas casas del pueblo y de los bosques […]”.

- “Me está despidiendo del mundo ese pajarito”, le dice a su criado Antón . “[…] echarás trigo al techo para darle mi recuerdo a ese pichilanka” (gorrión); luego cerró los ojos y bebió el veneno. “Sobre la cruz de la casa, otro gorrión cantaba con el piquito hacia lo alto, muy erguido y gallardeando.” “El sol quemaba el polvo de la calle; los gavilanes que volaban lentamente sobre el aire del pueblo recibían también en su cuerpo negro todo el sol, y se movían en silencio bajo el azul profundo del cielo.

Los vecinos que acudieron a la casa hacienda para testimoniar sus condolencias a los deudos, poco a poco, fueron desapareciendo. Los deudos escucharon el canto tiernísimo y potente de un gorrión.” Anto se santiguó y dijo:

- “ese canto dice que el alma del gran señor ya está caminando bien. Un perro lo guía: la comunidad le ha puesto ojos grandes y pies delgadito. El podrido puente del destino del gran señor no caerá, y después su perrito le llevará por siglos… ¡Eso sí, no sabemos dónde!”

“[…] el gorrión volvió a cantar”…

- “Le ha despedido del mundo este pajarito, al gran señor. Le ha consolado antes del venero”, dice Anto.

- “El pichitanka [gorrión] canta para el vivo que oye. Tú oyes más, don Fermín [el minero, hijo de Andrés] no oye” –responde Rendón.

“Anto, mostrando un gavilán negro que daba vueltas en el cielo, exclamó “¿ahí está volando la muerte de los caballeros grandes!”.

Ciertamente, con la muerte del hacendado, se inicia el derrumbe del mundo feudal andino, como se apreciará al final de la obra.

La calandria y la sangre de Nemecio Carhuamayo

Esta escena se produce en el corredor y patio de la casa hacienda de La Providencia, de propiedad del ahora gran hacendado Don Bruno, hijo del finado Andrés Aragón.

-“Habrá mita, iréis por turnos de doscientos cincuenta a trabajar en las minas de mi hermano” - hablaba Bruno mientras los comuneros seguían de rodillas- “¡Levántate K´oto!” – gritó, de repente, y todos los indios se pusieron de pié. “En la mita irán con Nemecio Carhuamayo, mi primer mandón y con Federico Olivas, segundo mandón. No hablará ningún colono con los peones y obreros de mi hermano, bajo pena de azote…”

“Una tropa de loros pasó, muy alto, gritando profundamente y waronk´s muy negros, de cuerpo lúcido, zumbaban cerca de los maderos que sostenían el techo del gran corredor.” Adrián K´oto, desviando la vista hacia el nevado, se animó a dirigirse al amo Bruno:

- “Padrecito […] Hijo de Dios, werak´ocha patrón […] concédeme la bondad de tu corazón y danos licencia para vender algo de nuestros animales a nuestros hermanos comuneros de Paraybamaba. Ellos no son colonos, pero hay lágrimas de niños y mujeres en sus calles, en su iglesia; ya no les alcanza el alimento; la tierra se ha empequeñecido…”

El rostro de Don Bruno iba encendiéndose de ira:

- “Sigue” – le dijo, sin poder ocultar su enojo.

- “La tierra se ha empequeñecido en Paraybamaba, Padrecito Don Bruno, hijo de dios: las madres están matando a sus hijos recién nacidos porque los mozos están escapándose a la costa, a tierras desconocidas. Colonos de Providencia les daremos lana, ovejas, para que vendan…trigo para que coman.”

- “Los colonos no venden. ¡Los colonos no tienen nada K´oto! Todo es de mi pertenencia. ¿Quién te dio licencia para ir a Paraybamba? […] ¡Nemecio! Sube –ordenó al mandón [se supone él fue quien le dio licencia] –Ahora tú –le dijo a Olivas, el segundo mandón – Diez [latigazos] –le ordenó-. Cinco en la cabeza, a este miserable, traidor, inútil –dijo, señalando al primer mandón.”

Nemecio Carhuamayo, con la cara sangrando, permaneció muy erguido, con los ojos pendientes de la frondosa copa del pisonay (árbol frondoso de flor colorada).

“Al último azote, una calandria se posó en la más alta rama; voló como flameando su pecho amarillo. Cantó dulcemente bajo los cielos.”

Adrían K´oto solicitó “licencia” para hablar:

“- ¡Inocente don Nemecio Carhuamayo! ¡Como la voz de la calandria! Más todavía. Mujeres de Paraybamba han pasado el río. Chorreando agua llegaron a mi casa. Pidieron misericordia. Están matando a sus hijos recién nacidos, hijo de dios. Oye, oye tranquilo al Señor Crucificado, patrón de tu hacienda; en tu corazón escúchalo. ¡Ahí está la sangre inocente de don Nemecio! Ya le está cayendo al pecho. Paraybamba no es corrompido, sufre.”

“[…] La voz de la calandria, que volvió a cantar, fue oída por Don Bruno. Repitió el canto varias veces seguidas y refrescó algo la ira que iba caldeando cada vez más al señor de la hacienda.

“[…] La solitaria calandria voló del pisonay; la luz del nevado sonreía en sus plumas amarillas y negras que aleteaban en el aire. Cubrió el patio, todos los cielos, con su canto en que lloraban las más pequeñas flores y el torrente del río, el gran precipicio que se elevaba en la otra banda, atento a todos los ruidos y voces de la tierra. Pero su vuelo, lento ante los ojos intranquilos del gran señor a quien lo interrogaba un indio, iluminó a la multitud. Ni el agua de los manantiales cristalinos, ni el lucero del amanecer que alcanza con su luz el corazón de la gente, consuela tanto, ahonda la armonía en el ser conturbado o atento del hombre. La calandria vuela y canta no en el pisonay sino en el pecho ensangrentado de Carhuamayo, acariciándolo; en la frente insondable del patrón que repentinamente se estremece, en los ojos de los colonos que miran a don Nemecio con serenidad firme y triste. Se ha ido la calandria.”

“- ¡Carhuamayo! […] Eres inocente. Te pido perdón, como hijo de Dios, ¡Y tú! –le dijo Bruno, volviéndose hacia Olivas- . ¡Fuera de Aquí! […] Yo no te dije que le sacaras sangre. Lo hiciste por tu cuenta, desgraciado […] Carhuamayo, mi primer mandón, va a vigilarte, K´oto. Te doy licencia para que vendas a los paraybambas ganado y alimentos […] puedes darles fiado. Que no sufran más que nuestro Señor, si eso es posible”

“Los gavilanes, que vuelan más bajo que los cóndores”…

San Pedro fue una villa opulenta de mineros ricos. Ahora los “señores” (vecinos del pueblo) se han empobrecido. El pueblo se ha arruinado lentamente, más como consecuencia de la decisión política de cambiar la capital de la provincia a un pueblo despreciado. Casi todas las tierras son de don Fermín Aragón, minero, hermano de Bruno. Sin embargo, don Fermín no podrá defender su mina: terminará vendiendo al consorcio extranjero. La gran minera, finalmente, se impondrá a sangre y fuego.

“Los gavilanes, que vuelan más abajo que los cóndores, daban vueltas sobre los techos de teja opaca de las casas, sobre la gran plaza seca, donde un grupito de arbustos sufría de sed y de aislamiento […] Dicen los indios que [el gavilán] es el espíritu y el cuerpo del Apukintu”.

Los vecinos llamaron a cabildo. Brañes, el más pobre de todos los “señores”, con camisa de tocuyo, que en vez de pasar desapercibida, se distinguía mejor, pidió la palabra, para decir que ha vendido a Fermín casi toda su propiedad. Asunta, sorprendiendo a todos, replica “No le ha quitado la tierra. Estáusted sembrando, y si usted ahora lleva camisa de tocuyo es porque prefiere enterrar la plata”…

Mientras tanto, en la hacienda de don Bruno, se estaba produciendo, también, una más fiera reunión de los pocos hacendados que quedaban. El anfitrión, dirigiéndose a Cisneros, le increpó: “[…]Aunque rico propietario, debido a recientes invasiones a las tierras de los comuneros, usted es indio… A mí me temen y me obedecen: soy señor desde mis antepasados más lejanos, a usted sólo le odian”…

“La calandria que prefería el pisonay del inmenso patio se posó en la más alta rama, y cantó.”… “Aprenda de la voz de ese pajarito –le advirtió don Bruno- El señor misericordioso lo envía a dulcificar mi gran casa vacía. (“Habrás escuchado en el camino de mi hacienda a mis palomas y a mis calandrias. Ellas me aplacan a veces, la ira. Pero Fermín ha perdido en la capital corrompida la gracia de oírlas”, repetía a su cuñada Matilde).”

El tercer visitante, que no había intervenido, ni se había puesto de pie, dijo: “Bueno, caballeros, en nombre de la sana razón, les ruego sentarse”. Era un hombre viejo, vestido a la antigua, su potro negro, era la más fina de las bestias en que llegaron los hacendados. “Señor Bruno –continúa este viejo- yo tengo fama de cruel, quizá hasta de feroz […] pero jamás, jamás los he castigado injustamente […] les doy tierras suficiente y les permito criar un poco de ganado, que me lo venden […] Usted, con todo respeto sea dicho, ha quebrantado la costumbre […] permitiéndoles negociar con personas ajenas.”

“El patrón es, como dueño, libre de proceder en su hacienda según su voluntad, luego puede dar las licencias que estime convenientes, siempre que no perjudique directamente a los colindantes”, replicó don Bruno. “Nos perjudica”, interviene enérgico Aquiles, el visitante más joven. “[…] Lo acusaremos a usted de fomentar el comunismo… -advirtió el joven, señalándolo con el dedo”. Don Bruno se echó a reír con verdadero regocijo.

La calandria voló en ese instante a otro árbol más alto; sus dulces alas fueron vistas por los cuatro hombres; pasó casi rozando el techo, como acariciando el aire del corredor que en ese instante respiraba con ira el joven Aquiles.

“[…] se ríe usted porque no conoce el mundo actual moderno del Perú”.

Los kukuchapesk´o y los pukupukus

Los kukucha-pesk´o y los pukupukus también intervienen en Todas las Sangres. El kukucha-pesk´o (pájaro ratón), una especie de ruiseñor andino, de color pequeñito y muy inquieto, prefiere cantar bajo la sombra de los aleros de techo. “Su voz, la más viva y dichosa que se oye en los Andes tibios. No llora, no se enternece; juega como las cascadas blancas de los pequeños ríos, como las flores apenas visibles de los cerros sin árboles, cuando el viento sopla sin violencia.”

Así, después que Bruno disparó en la frente de suotra querida, por defender a Vicenta, su engreída y preñada mujer, un kukuchapek´o “entonó su variadísima melodía, muy cerca.” “Ahí está el canto alegre. El mundo da su perdón –dijo Facunda.” Bruno sintió que las manos de Vicenta lo calmaban, conducían suavemente el canto del kukucha-pesk´o a sus ojos, el regocijo puro, desconocido, a su conciencia.

Mientras tanto, en otro escenario, el de los tres visitantes que salieron desairados de la casa hacienda de Bruno, un pukupuku, pájaro nocturno, típico de la alta estepa, empezaba a inquietarse.

“Cuando por la noche salen a cantar estos pukupukus, sus nidos se van como helando, mientras ellos emiten esa voz tristísima con la que el colono esclavo y todo hombre sufriente se compara en centenares de huaynos; porque el pukupuku canta de hora en hora, como un péndulo que midiera (sic) y ahondara (sic) la desolación, allí en el lugar donde es mayor que en ningún otro sitio del mundo: la estepa y las cumbres de los Andes peruanos[…]”

La mula de Cisneros hizo correr a dos pukupukusque desocuparon sus nidos. “He hecho correr a un pukupuku –dijo, espoleando a su mula- Va a cantar más temprano todavía. Dicen que es triste su canto. Yo no lo siento.”

El desenlace

El Ing. Cabrejos, que trabajaba en las minas de don Fermín, era agente secreto del Consorcio Wisther-Bozart. La esposa de Fermín sospechaba su deslealtad. Fue despedido por sabotear la mina de Fermín. Finalmente terminará asesinado por Asunta.

Los gavilanes seguían balanceándose en el cielo: se elevaban y descendían hasta los basurales del pueblo. En el silencio que el sol y el mal presagio imponían, las alas de los gavilanes vibraban en el oído de la gente, cortaban el tranquilo espacio.

Vamos a morir, dicen todos, la mina nos va quitar La Esmeralda. “No hubo necesidad de tocar las campanas para convocar a otro cabildo. El automóvil y los camiones cargados de guardias ingresaron al pueblo haciendo sonar las bocinas… Los “señores” y las mujeres veían con gran terror. -¡Métale metralla a esas campanas del carajo! Dos hombres apuntaron a los arcos y dirigieron varias ráfagas hacia la torre.

“Las palomas volaron: pero no se fueron en línea recta: dieron una vuelta sobre el techo de la iglesia y desaparecieron. Los gavilanes continuaron brillando con luz amarillenta [...]

Llegaron las autoridades y la multitud. Subieron las gradas los regidores y el teniente alcalde que cargaban al anciano Bellido, que se desangraba. Dejaron al herido sobre la mesa…

“La mina nos ha quitado nuestra tierra. Ya no tenemos pueblo. Hemos quemado la iglesia.¡llévenos por Dios a cualquier parte!”, gritaba la gente que huía del pueblo y se iba a cualquier parte, lejos.

“[…] un cóndor, un cóndor enorme descendió hasta rozar casi los arbustos, con sus alas. Su cuello blanco, su collera nívea, iluminó todo el cielo […] los pocos gavilanes rodearon al cóndor y empezaron a acosarlo. Se lanzaban sobre el gigante y lo picoteaban. El dio unas vueltas a poca altura, tranquilo, sin rabia, arrastrando su gran sombra sobre la tierra y fue elevándose después. Movió la cabeza para mirar a todas partes. Los gavilanes se quedaron el gran altura, no pudieron alcanzarlo y volvieron al pueblo, filudos pero empequeñecidos.”

El protagonista y las flores del pisonay

Rendón Willka, acompañado de un mozo, salió a recibir a los guardias. El capitán subió las gradas: “Busco a Rendón Willka”, dijo. “A su mandar, señor. Yo soy”, contestó el indio.

-¿Y tú? ¿No tienes miedo? -¿Por qué, señor? Yo tranquilo –Te voy a fusilar. ¿Sabes? ¿No tienes miedo? –Nadies tiene miedo en Providencia, contesta Willka -¡Sargento! Lleve a este indio joven contra la pared. Lo voy a fusilar.

Pablo (acompañante de Willka) fue conducido por dos guardias hasta la pared. El sargento trajo a cuatro hombres y a una mujer. “Voy a fusilar a este hombre”, les dijo. “Por qué”, preguntó la mujer. “Yo he venido a matar comunistas”, replicó el sargento. “¿Matar comunistas? Ándate a otro lado, señor, aquí no hay eso que buscas.” “¡Te voy a fusilar, india!”. “Para qué fusilar”, responde ella.

Demetrio Willka escuchaba con tranquilo regocijo las respuestas de la mujer. “ya pueden fusilarme”, pensó.

“La mujer cayó sobre el cuerpo del mozo. Estiró sus brazos, como para avanzar hacia el pelotón, y se derrumbó con el rostro al aire […] Las flores del pisonay fueron arrastradas por el viento. Y todos vieron que eran opacas y sedosas junto al color de la sangre de esa mujer con hijos. El árbol cabeceó con el viento; y él, sí, agitándose, solo, en el patio inmenso, lloró largo rato. Todos lo vieron hacer caer sus flores calientes sobre el empedrado y despacharlas, rodando, hacia los dos muertos.”


José María Arguedas - Óleo: Bruno Portuguez - Foto: Nalo Alvarado Balarezo

Fuente:

Walter Vidal Tarazona



Poeta y narrador ancashino

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