Por Gustavo Flores Quelopana
Past –President de la Sociedad Internacional Tomás de Aquino
El Colegio de Profesores de Lambayeque y la Universidad Nacional Pedro Ruíz Gallo han organizado el presente ciclo de conferencias de extensión cultural para los docentes, y me ha propuesto en esta ceremonia, por intermedio del amigo y licenciado Marco Tineo, decir algunas palabras sobre la grave y decisiva cuestión “Qué significa ser maestro en el Perú”. Ante tan elevado encargo, alcanzaré a señalar en reconcentradas ideas, algunas convicciones que he adquirido en mis reflexiones.
En un país como el Perú, que viene experimentando en la última década un crecimiento económico sostenido pero que aun arrastra problemas de corrupción, injusta distribución de la riqueza, analfabetismo, desigualdad social, inseguridad, narcotráfico, terrorismo, entre otros, se necesita de un estamento magisterial lúcido y comprometido que asuma su misión como un apostolado sublime y no como el último recurso de su subsistencia.
Para ello se requieren esclarecer tres puntos. El primero concierne a la expresión “Ser maestro en el Perú”, el cual da por supuesto que ya se sabe lo que es ser “maestro”. El segundo, atañe al papel de la educación en la transformación social del país. Y el tercero, corresponde al rol que desempeña una acertada doctrina pedagógica.
Una primera distinción
Para comenzar hay que hacer una distinción de principio entre “instructor” y “maestro”. No hacer su distinción nos conduce hacia toda una clase de distorsiones que influyen decisivamente en la calidad académica de la labor educativa. Instructor es aquel que enseña o instruye en una disciplina determinada, con menor o mayor solvencia intelectual. En cambio Maestro es aquel que es guía moral e intelectual de su generación o de un grupo determinado. De manera que se puede ser un gran profesor en su materia pero eso no significa ser un maestro.
El maestro no es necesariamente el genio, aunque por lo regular suele serlo, es más bien el prodigio, el polígrafos, suele consagrar la admiración de su grupo, se perfila como figura intelectual de nota, suelen llevar a la práctica su espíritu de innovación, es meditativo, posee una enorme sed de conocimientos, una formidable capacidad de trabajo y es por lo regular persona de principios. El profesor suele concentrarse en el dictado de su curso, en cambio el maestro enseñando poco enseña bastante. Razón tenía Arturo Graf cuando afirma que: “Excelente maestro es aquel que, enseñando poco, hace nacer en el alumno un gran deseo de aprender”.
Quizá aquí quepa hacer una distinción adicional entre talento y genio. El talento es heredable, y la familia Bach así lo testimonia, pero el genio es único e irrepetible, y esto se confirma en la maravillosa música de Juan Sebastián Bach. Es cierto que para llevar al genio por buen camino hay que ser metódico, organizado y perseverante, pero estas cualidades no producen el genio mismo. Mientras que el hombre de talento hace lo que puede, el hombre de genio hace lo que debe. Así, la sabihondez no caracteriza al genio sino al talento echado a perder.
Por otro lado, el genio implica esfuerzo sostenido para no quedarse en esbozo, conciencia del propio valor, terreno propicio para la inspiración, técnica, paciencia y sumisión. Se sabe de la precocidad del genio poético, matemático, musical, deportivo, etc. en cambio el genio científico demora más y el genio filosófico es más tardío aun. A todo esto viene la interrogante aparentemente ociosa ¿existe el genio educativo? Y es evidente que sí. Figuras como Rousseau, Tolstoi, Tagore, Pestalozzi, Froebel, Dewey, Montessori, Binet, Piaget, entre otros, lo demuestran. Bien dice Juan Ramón Aznar: “Sólo hay una manera de ser maestro: ser discípulo de sí mismo”.
La corriente de investigación que estudia el peso de los factores genéticos en comparación con los ambientales como condicionamiento del éxito en los estudios ha constatado, sin desconocer las diferencias intelectuales innatas, la influencia de los factores socioeconómicos y culturales del ambiente
En la psicología pedagógica comparada se puede distinguir entre el instructor de coro, que meramente repite el programa escolar; el instructor de talento que busca individualmente nuevas rutas de enseñanza; y el maestro, que se distingue no solamente por su afectividad hacia el alumno y carisma espiritual, sino que tocado por el don del genio señala con su personalidad creativa una nueva orientación educacional y valorativa. La psicología pedagógica comparada se enrumba, de este modo, a complementar un doble camino, por un lado, se dirige a cómo atender y cómo entender al educando, y por otro, a cómo atender y cómo entender al educador. Esto último busca cómo ayudar al docente a despertar sus energías creativas para asumir una pedagogía superior.
Lamentablemente la orientación mercantilista de la actual sociedad globalizada ha provocado una grave tergiversación en dicho proceso. Tanto es así que la llamada educación de las competencias, el proceso de certificación profesional, los métodos y estrategias de investigación científica, y el empleo de recursos extraordinarios para estudiar maestrías y doctorados ha perdido su ideal humanístico para degradarse y convertirse en meros medios para rentabilizar más la profesión.
Y la educación, deja de ser un apostolado cuando de fin en sí mismo es convertida en un medio para un fin externo. En la vida de las aulas no hay fuerza más disolvente y antipedagógica que enfrentar a un profesor sin auténtica vocación. Para transformar la educación hay que estar insuflado de esa fuerza divina que nos hace ver en cada pupilo un mármol a esculpir. Ante tantas dificultades que agobian el docente de hoy se enfrenta el desafío de recuperar el deseo de enseñar y de seguir aprendiendo para seguir enseñando.
Más aun, se da el caso terrible de que contingentes generacionales enteros escogen la carrera magisterial por ser la de más fácil ingreso a la universidad y el camino más breve para conseguir una pensión del Estado. Esto significa que la orientación vocacional y profesional del magisterio ha ido en retroceso y se ha convertido en una simple elección estratégica de sobrevivencia. La vocación del pedagogo nunca como ahora ha estado más huérfana de maestros y más poblada de gente sin verdadera vocación por la enseñanza.
De ahí que la llamada aula virtual se haya convertido para los docentes no en una herramienta de investigación, sino en un medio para enviar documentos, avisos y copiar información. La actitud del docente hacia las Nuevas Tecnologías de la Información y Comunicación (TIC) es por lo general pasiva, acrítica y repetitiva (Calatayud Salom, La formación del profesorado ante el reto de las nuevas tecnologías, Congreso internacional sobre el profesorado ante el reto de las nuevas tecnologías en la sociedad del conocimiento, 2005).
La simplificación y esquematización de los contenidos temáticos junto a la empequeñecida capacidad expositiva del docente son las primeras víctimas del proceso telemático. El resultado ha sido una legión de profesores que leen mal y muy poco, investigan menos, escriben incorrectamente y hablan deficientemente. Bien decía Domingo Sarmiento: “Los discípulos son la biografía del maestro”.
Todo esto nos lleva al reconocimiento que el término maestro ha sufrido un menoscabo sociológico a favor de su masificación, se ha degradado y corrompido. La precariedad del salario no es una excusa para amodorrase en la rutina y anquilosarse en el conformismo cognoscitivo. Pues, en la dificultad se labra el carácter.
Obviamente, que la proletarización del profesor ha ido en desmedro de su auto-perfeccionamiento. No cuenta con horas de investigación y las horas de estudio personal son dedicadas para llevar a casa exámenes a corregir y clases a preparar. Y en este punto es necesario reconocer que se requiere de una reingeniería estratégica que permita al maestro gestionar mejor su talento para aumentar su valor intelectual y pedagógico. Hacer una gestión de calidad en la escuela como un modelo que se oriente hacia el mejoramiento de su competencia profesional en vez de ser un corrector de exámenes (resulta útil consultar: Mark Scott, El proceso de creación de valor en la empresa, Deusto, 1999). El proceso de creación de valor en la escuela atraviesa por la necesidad de estudios serios que demuestren el impacto que desde el punto de vista cultural, económico y político produce en la escuela el ambiente externo.
De este modo, graduarse en la carrera magisterial no nos hace maestros sino docentes, profesores o meros instructores. Tanto es así que en la historia tenemos una insigne lista de maestros que jamás han pertenecido al gremio educativo, mientras que otros sí. Ser profesor es una meta que se alcanza con el tiempo, pero ser maestro es un ideal que se persigue siempre y sin descanso. Si se persigue alcanzar la calidad académica en el proceso educativo hay que mirar más lejos y más profundo.
Pero hasta aquí hay que retener esta primera distinción entre “instructor” y “maestro”. El instructor pone el acento en la enseñanza y en la trasmisión de conocimientos, el maestro enfatiza su misión de apostolado viendo primero al ser humano para llevarlo hacia su propio descubrimiento interior y al deseo del aprender. El instructor da prioridad a la disciplina externa y a la memoria, el maestro ilumina la disciplina interna y la personalidad reflexiva. El uno es rutinario, el otro es espontáneo. El instructor enseña un oficio, mientras el maestro es el que enseña a vivir con libertad creadora y autoperfección espiritual.
En suma, retengamos sólo un punto, a saber, que el verdadero docente no sólo es aquel que imparte una materia, sino aquel que vive dentro de sí el proceso de aprendizaje como una auténtica aventura de la mente y del corazón humano.
Una segunda distinción
Es cierto que la sociedad le debe mucho a quien, en condiciones difíciles y siempre desafiantes, debe trasmitir experiencias, preceptos y costumbres de vida a las generaciones que le corresponde capitanear. Mucho le debe la sociedad al maestro que sí nos suele dar lecciones de fortaleza.
El Estado, que nos representa a todos, y el Gobierno, que administra este Estado, tienen directa responsabilidad en las condiciones en las cuales el profesor desarrolla su loable tarea. Incluso ahora se cuenta en el Perú con nueva Ley de Educación descentralista, para que los recursos del Estado vayan hacia la escuela pública a mejorar sus condiciones materiales, aunque el presupuesto destinado para el sector educación en el 2009 no alcanzó el 25 por ciento recomendado internacionalmente. Y todo ello está orientado también a brindar a los maestros las mayores alternativas de desarrollo personal.
Esto nos llevaría a una segunda afirmación que se ha dado generalmente por aceptada y cierta. Y esta es que la educación representa la transformación social del país. Y esto es un sofisma que lo podemos apreciar en primer lugar en la grave crisis mundial que atraviesa la educación en los países más desarrollados del Primer Mundo.
Allí la extraordinaria calidad del material didáctico y medios técnicos han sido rebasados por el clima social de indiferencia hacia lo educativo y el aprendizaje. La ola de crímenes y suicidios en las escuelas públicas nos hacen recordar las palabras del pedagogo Iván Illich, el detractor de la escuela, cuando decía que éstas son instituciones deshumanizadas (La educación sin escuela, 1975). A lo cual sólo cabría añadir que son instituciones deshumanizadas porque todo el aparato social se encuentra desquiciado por la codicia y el exitismo.
Por consiguiente, elevar la condición de vida del educador y de los educandos no lleva necesariamente a elevar la calidad del proceso educativo si junto a ello no engarzamos todo un conjunto de nuevos valores humanísticos. Es decir, que la inversión en capital humano mediante la ampliación y elevación de la escolaridad es fundamental pero ello no debe hacernos olvidar que la educación también se extiende al proceso formativo no institucionalizado y sin atender ésta última todo el proceso formativo escolarizado se puede echar a perder.
Así, en los países más prósperos del planeta los índices educativos de violencia, gansterización, suicidio, alcoholismo, drogadicción y analfabetismo funcional son los más dramáticos de la historia de la humanidad. Nunca como antes el hombre ha tenido tantos medios a su alcance para desarrollar una verdadera educación y a la vez nunca como ahora se ha encontrado tan gravemente amenazada. Lo que nos lleva a desmentir un persistente mito sobre la educación, a saber, que ésta es un instrumento de la transformación social.
Aquí hay que hacer una segunda distinción. Una cosa es el desarrollo educativo y otra cosa es el desarrollo social. Incluso es necesario reconocer que con los medios masivos de comunicación se presenta el nuevo fenómeno de que la Gran Escuela es la Comunidad. El insigne maestro peruano Emilio Barrantes (Breviario de Educación, 1993) puso en su tiempo mucho énfasis en destacar que la educación va más allá de la escuela y comprende a toda la sociedad. En este sentido, no es difícil darse cuenta de que una comunidad arraigada en los falsos valores del éxito, el mercantilismo, el consumismo y la frivolidad constituyen una poderosa fuerza anti-educativa que contrarresta todo lo bueno que puede se puede enseñar en las aulas.
En otras palabras, la problemática educativa exige no limitarse al examen de los problemas internos de la escuela (enfoque intrainstitucional) para tratar las relaciones existentes entre ésta última y las demás instituciones educativas (análisis interinstitucional). En estos tiempos de profunda crisis institucional en todos los ámbitos no hay que descuidar el enfoque de orden macrosociológico en el contexto educativo. La escuela acusa de modo decisivo y manifiesto los condicionamientos socio-económicos y culturales que la rodean y la impregnan, de ahí que hay que tener en cuenta las relaciones existentes entre la escuela y la sociedad.
Sigue siendo válido el diagnostico del fundador de la sociología de la educación, Emilio Durkheim, al demostrar que el sistema educativo dependía de la sociedad global (Educación y sociología). Esta dependencia genérica en relación con la sociedad fue precisada por Weber en el sentido de que la educación se dirige a formar a los hombres conforme a las exigencias de la estructura de poder, donde el ideal educativo será respectivamente el del iniciado, el hombre culto o el del especialista (El político y el científico). Esta concepción dicotómica fue llevada al extremo por el marxismo que esquematizó el proceso educativo en la contraposición neta entre explotadores y explotados y la caricaturizó volviéndola en instrumento de represión social (Freire, Pedagogía del oprimido). Estos tres enfoques son profundamente distintos pero coinciden en considerar a la educación como una variable dependiente (de la sociedad entera en el caso de Durkheim, de la estructura de poder para Weber, y de la relaciones de producción en Marx).
Aunque luego sobrevino el enfoque estructural-funcionalista que tiende a configurar la relación entre educación y sociedad según el principio de interdependencia. Sin embargo, este enfoque ha sido criticado recientemente por la insuficiencia de sus análisis respecto a los procesos de cambio social, su matriz ideológica conservadora y su énfasis excesivo en los roles, todo lo cual lo llevó a perder de vista al hombre como unidad integral. Un último intento en este sentido ha sido probado por el profesor Edgar Morin con sus estudios sobre la complejidad (E. Morin, Los siete saberes necesarios para la educación del futuro, UNPRG 2007). Y si algún reparo hay que hacer a su interesante propuesta es que se limita a buscar la armonía humana en lo inmanente sin considerar su necesidad de trascendencia. Así el enfoque integral del hombre queda recortado y sin capacidad de respuesta para la cultura de la increencia actual. No obstante, a pesar de la importancia del enfoque integral la educación en América Latina sigue privilegiando la postura estructural-funcionalista en su nueva versión de desarrollo de las competencias.
La crisis actual de la escuela se refleja en que de un sistema formativo centrado en la familia, propio de la sociedad preindustrial, se pasó a un sistema formativo centrado en la escuela, propio de la sociedad industrial, pero a medida que las crisis y tensiones de agudizan se hace evidente que la escuela pierde su función formativa monopólica y aumenta un auténtico fenómeno de paraescolaridad en la sociedad postindustrial. Actualmente está en cuestión que el espacio educativo por excelencia está en la escuela y a duras penas mantiene un poder certificatorio. Lo que está cambiando es la realidad de nuestro sistema formativo hacia un contexto policéntrico.
Por ello, es necesario reconocer dos cosas. La primera, que es un compromiso excesivo que sobrexige a la educación el encargarle la tarea de la transformación social. A lo mucho puede cambiar al individuo. Cada vez es más evidente que la escuela por sí sola es menos capaz de garantizar los procesos formativos de las generaciones jóvenes y no jóvenes. En todo caso la educación no debe limitarse a los procesos formativos institucionalizados sino que ha de interesarse también por los procesos no institucionalizados. Y en segundo lugar, para cambiar a la sociedad hay que tomar en cuenta muchos otros factores extraeducativos. Insistir en que sólo un Estado que cautele la distribución justa del capital puede proporcionar al niño, joven y adulto una auténtica educación y devolverle al maestro su papel de líder de su comunidad es un sofisma en la compleja sociedad contemporánea (Véase M. Mead, Educación y cultura, 1962).
Jorge Basadre en La Promesa de la Vida Peruana vio con meridiana claridad, lo que en la actualidad ya se acepta universalmente como índice de desarrollo humano. Esto es, que se requiere de élites espirituales con una triple visión: administrativa, económica y sobre todo humana. El problema actual es que no hay elites, han sido absorbidas por la sociedad de masas produciéndose la barbarización cultural. No sólo hay rebelión de las masas sino que hay deserción de las élites. Y para empeorar la situación se suele confundir el crecimiento económico con desarrollo humano. Quizá la más palmaria representación de esta distorsión lo encontramos en el presente neoliberalismo del Hiperimperialismo globalizado (Véase mi libro: La globalización del Hiperimperialismo). Los mercadólatras, recientemente remecidos por la crisis norteamericana de las hipotecas en el 2008 y la crisis griega del 2010, persisten en su empeño de convertir al hombre en un medio para el gigantesco mecanismo impersonal que lo enajena (Véase: Justo Franco Falcón, El auge y la crisis de la economía de los Estados Unidos de Norteamérica, en: Revista Pensamiento y Acción, Universidad Ricardo Palma, Setiembre 2008, pp.85-96).
Al Dr. Leopoldo Chiappo, recientemente fallecido, le gustaba insistir en que el hombre actual ya no vive enajenado sino que vive cosificado. Pues, el hombre enajenado aun se rebela contra su alienación, en cambio el hombre cosificado ni se da cuenta de ello y vive orondo y lirondo en su enajenación. Y esta situación cosificante se ha vuelto tremendamente cierta y patente con el actual hombre light, frívolo, sensualista y ludópata de la cultura posmoderna. Me resulta triste recordar a una joven profesora que terminando su maestría me manifestaba lo siguiente: “En nuestra época a quién le interesa el saber, si de eso no se vive, Ahora todo es práctico y todos buscan su confort”. ¡Qué lejos están aquellas palabras de Erasmo de Rotterdam!: “En el estudio no existe saciedad”.
En verdad, el primer síntoma de la pérdida de la vida espiritual es la sensación sanchopancesca de la llenura y el empacho de una sociedad edificada alrededor de su aparato digestivo. A propósito, es curioso cómo actualmente en el país se toma por cultura a los libros de cocina y los chefs reciben por doquier Diplomas Honoris Causa, los mismos que son también repartidos a diestra y siniestra a autoridades universitarias no por sus méritos intelectuales sino por su ascendiente político. Y es que todo el orbe occidental está inmerso en una revolución somatotónica dirigida contra todo lo que es propiamente cerebrotónico.
La adversidad del hombre contemporáneo contra el pensamiento fue también señalado por el filósofo existencialista alemán Martín Heidegger (¿Qué significa pensar?, Nova 1958), quien sostiene que el pensamiento actual dominado por la técnica moderna busca desocultar al ente pero para manipularlo, transformarlo y dominarlo. Sin embargo, este desocultamiento del pensamiento técnico es un nuevo ocultamiento de la esencia del ser que no nos deja pensar la cosa sin su transformación y dominio.
Este espíritu indiferente, narcisista, hedonista, manipulador, seducido por lo efímero, la sensación, el consumo y la publicidad, que inunda la vida actual, es un verdadero agente disolvente de la escuela, la educación y del maestro. Así no es posible postular coherentemente la calidad académica de la labor educativa. Y es que aquí la cultura posmoderna rebasa a la institución educativa, la influye y la modela. Lo que confirma que el docente en la sociedad actual antes que expandir y consolidar la cultura es, al contrario, modelado por ésta.
No hay duda de que la sociedad y la cultura actual deben ser cambiadas, pero muchos profesores han entendido por ello que tienen el derecho de catequizar e impartir dogmas revolucionarios cuando, antes bien, tienen la responsabilidad pedagógica de crear y desarrollar en el pupilo su espíritu crítico y capacidad de análisis. Y aquí hay que decirlo claramente, tanto la sociedad capitalista como la sociedad comunista han traicionado el ideal educativo porque mientras una la disolvió con la permisividad pedagógica, la otra la anquilosó con el autoritarismo ideológico.
Necesidad de un enfoque integral
No hay duda de que se requiere un enfoque educativo integral, que tome en cuenta a la Comunidad como la gran escuela que puede ayudar a formar o distorsionar al proceso educativo. Y por ende, la democracia debe saber promover una sociedad auto controlada para no permitir el abuso de la libertad que se arruina en antivalores sociales, y a su vez debe suscitar una educación crítica, analítica y creadora (Dewey, Democracia y educación, Losada 1971). El enfoque integral debe además hacer hincapié en que la educación es sólo una variable para promover el desarrollo humano, los otros factores son el económico, el político y el cultural. Pero además un verdadero enfoque educativo integral no debe limitarse a la dimensión terrenal del hombre descuidando su necesidad de trascendencia.
El problema no es simple especialmente en el caso del Perú. Nuestra tradición andina y precolombina late tan fuertemente en nuestra historia que constantemente pone en cuestión el asunto de nuestra identidad. ¿Somos andinos? ¿Somos occidentales? Y la respuesta que demos a esta cuestión es gravitante para el modelo educativo a elegir.
Sobre este punto hay que mirar con desapasionamiento el proceso real de nuestra historia para advertir que son tan dañinas las trasnochadas fórmulas indigenistas, como las anatópicas recetas eurocéntricas. Como ya el Inca Garcilaso de la Vega fue el primero en advertirlo, somos mestizos y esto significa que somos occidentales a nuestra peculiar manera. Lo que sucede es que entre nosotros está vivo y coleando el vituperio y la censura racial. Ya el Dr. Fernando Silva Santisteban en una frase muy aguda definió la idiosincrasia peruana como “anomia y etnocentrismo autodenigrante” (Véase mi libro Los peruanos, por qué somos emprendedores sin ser innovadores). Pero mientras nuestra identidad siga siendo tan privativa podemos decir, con el filósofo cajamarquino Antenor Orrego, que somos un Pueblo Continente joven, con los valores aun vivos de la caridad, la justicia y la razón. Valores que ya han decaído en el posmoderno y secularizado occidente europeo pero que siguen vivos entre nosotros.
Somos todavía el continente del realismo mágico, de la estética del ritmo y de la visión cadenciosa del universo. Nuestra identidad es reflejo de esta ambivalencia raigal, arcaica y exótica, lírica y prosaica. El peligro es convertirnos en otro occidente secularizado, desarraigado del valor cristiano del amor, del valor griego de la razón y del valor incásico de la justicia social. No es casualidad que la teología y la filosofía de la liberación hayan nacido en nuestros lares. Sin embargo, nuestra identidad es amenazada por el nihilismo posmoderno de la sociedad anética globalizada.
Efectivamente, la sociedad anética es la comunidad sin valores superiores, que desespiritualiza la vida y reduce la dimensión humana a ser un medio para el placer, el dinero y el poder. Mamom, Príapo y Leviatán son los nuevos dioses del hombre anético. Vivimos bajo el imperio posmoderno del hombre anético (Véase mi libro El imperio posmoderno del hombre anético) y denomino anético al acto moral por medio del cual la mentalidad moderna y posmoderna convierte al hombre en una criatura sin absoluto y al mundo en un universo luciferino. Este acto moral del hombre anético pertenece a una época en que se completa el proceso de secularización y de extinción de lo divino y tras perder el nexo ontológico entre Dios y la Criatura, pierde también su propia condición de criatura. Lo anético no afecta la capacidad humana de sentir lo divino, sino su voluntad de lo divino.
El lema del hombre anético ya no es “Dios ha muerto”, sino “El hombre ha muerto”. Con la muerte de Dios el hombre anético, que coincide con el “todo vale” de la cultura postmoderna, sepulta algo muy esencial de su ser, a saber, el contacto con la cúspide del valor, es decir, lo Absoluto. El anetismo también señala el tránsito del pensamiento contemporáneo de la cultura de la increencia a la cultura del nihilismo. Pero se trata de un nihilismo integral, como nunca antes visto en la historia universal. Tal nihilismo integral supone el nihilismo gnoseológico, que niega la posibilidad del conocimiento de modo radical; el nihilismo metafísico, que niega la posibilidad de algo permanente en el devenir y la multiplicidad; y el nihilismo moral, que afirma la desvalorización de los valores superiores. En una palabra, el anetismo de la cultura nihilista actual es resultado de una modernidad que al fracasar el ideal universalista de la razón se centra en lo cismundano para obviar completamente lo trasmundano.
Esa es la cultura que nos amenaza y que amenaza a la educación, porque una sociedad que genera antivalores colisiona con el proceso educativo mismo que es un proceso valorativo (Véase: Stefanía Tirini y Miguel Polo (coordinadores), Reflexiones sobre la complejidad educativa, UIGV, 2008). Por ello, el deber de la educación es tomar las medidas pedagógicas necesarias para combatir la raíz y las consecuencias del proceso que genera y retroalimenta el circulo vicioso anti valorativo. Y no podrá hacerlo hasta que no se dirija a los sentimientos y no sólo al intelecto, porque los sentimientos son la sede primaria de los valores.
De ahí, la importancia de destacar la impronta moral del profesor sobre el alumno, porque una buena acción enseña mucho más que mil palabras. El profesor no sólo educa la mente del pupilo sino también su corazón. Debe enseñar a gestionar sus sentimientos para encauzarlo hacia el bien. Goethe decía: “Podrían engendrarse hijos educados, si lo estuvieran sus padres”. Nosotros podríamos parafrasearlo para decir: Podríamos generar alumnos educados, si lo estuvieran sus profesores. Mente, cuerpo y conciencia son los objetos a educar. Y la sociedad actual demanda acentuar la educación moral.
La doctrina pedagógica
Entonces en las consideraciones hechas se impone una interrogante: ¿qué tipo de educación buscamos? China, India e Israel acentuaron la tendencia moral y religiosa de la educación; Grecia aportó el primer modelo de tendencia intelectualista; Roma incidió en el carácter totalmente utilitario y realista; la escolástica acentuó la tendencia teológica; el Renacimiento la tendencia humanista; la modernidad la tendencia realista y laica, el siglo XIX dio la tendencia científica y sociológica, la Ilustración con su tendencia racionalista y deísta y el siglo XX proveyó la escuela psicológica e industrial hasta llegar a la tendencia ecléctica actual con su énfasis en el currículo, el método y la conciliación entre el interés y el esfuerzo.
Pues bien, si hemos de entender por educación la formación integral del ser humano entonces lo que se requiere es una pedagogía humanista adaptada a las condiciones de nuestro tiempo (Véase mi libro: La educación ante la sociedad anética posmoderna, 2009). Es decir, el hombre debe procurar desarrollar con libertad la totalidad de sus aptitudes corporales, intelectuales, afectivas, prácticas y espirituales. Pero esto sólo será posible cuando el Estado y el Gobierno entiendan que la política educativa trasciende la escuela y abarca a toda la sociedad en su conjunto.
Sobre la pedagogía humanista cabe decir que ésta descansa en una determinada idea del ser humano (Véase: B. Schwartz, Hacia otra escuela, Madrid 1979). Pues bien, aquí hay que subrayar la diferencia fundamental entre hominismo y humanismo. El hominismo es antropocéntrico, objetivista, inmanentista, naturalista y secularista, propio del racionalismo cientificista. Por su parte, el humanismo es el reconocimiento del hombre como ser finito plantado en lo absoluto, es el buscador de Dios que no subestima el mundo y que ve en el hombre algo más que el hombre.
No obstante, no podemos ser ingenuos y debemos preguntarnos si una pedagogía humanista puede revertir la tendencia discriminatoria en la escuela. Ante esto, hay que decir que si la escuela, como lo subrayó Sorokin, es la exploración de las cualidades generales de los hombres para determinar su actividad a desarrollar, entonces su destino ocupacional cierra el acceso a otras profesiones. En otras palabras, incluso la escuela democrática no es un mecanismo de nivelación y democratización sino de aristocratización y de estratificación. Por consiguiente, la escuela también está en crisis por ser todavía fuertemente discriminadora al convertirse en un filtro para un destino ocupacional preciso. En otras palabras, lejos de pensar en la formación del hombre integral y universal todavía piensa en el hombre especialista y unilateral. Pero a esto se une la subocupación y desempleo cada vez más manifiesto de doctores cuyo número real es superior a los puestos de trabajo disponibles, como resultado de la sustitución de la universidad de élites por la universidad de masas (Véase: Ortega y Gasset, Misión de la universidad).
Por ello, la pedagogía humanista tiende a abordar al hombre en la totalidad de sus capacidades y no sólo en vista de su urgencia laboral, y con ello puede evitar la sujeción de nuestra existencia bajo el dominio de la materialidad al mantener la jerarquía de los saberes, es decir, la subordinación de lo físico a lo social, lo social a lo cultural y lo cultural a lo espiritual. A su vez la educación no debe olvidar que está inseparablemente unida a la solución de los problemas integrativos de la sociedad, porque en el fondo es un modelo integrador que coordina las relaciones sociales en constante conflicto y cambio. Y esto se nota especialmente en las relaciones entre educación y economía con la aparición de un sector cuaternario centrado en la investigación y en la innovación, el desequilibrio entre el sistema ocupacional y el sistema educativo, el aumento del paro tecnológico y la devaluación de los títulos de estudio.
En este sentido, aumenta en el presente la importancia de la formación del profesorado a partir de la propia experiencia en el aula y del intercambio de opiniones y experiencias mediante cursillos, conferencias o seminarios. Y es que las nuevas tecnologías, los cambios culturales y científicos que se dan en el mundo reclaman una transformación de la escuela y por lo tanto precisa la actualización incansable de los educadores. Pero igual de problemáticas son las relaciones entre educación y cultura, porque mientras la cultura más se halle en crisis, más inestable e insegura será el contenido educativo, debido a que somos menos capaces de distinguir los contenidos del patrimonio cultural que han quedado anticuados y los que siguen siendo válidos. Es inevitable que la escuela siempre se encuentre desfasada, porque su cometido no es la innovación sino la transmisión didáctica de los cambios culturales, tecnológicos y científicos.
Entonces, ¿cuál es el papel que se reclama hoy al profesor?: la de ser un creador de la interacción entre el alumno y el conocimiento; un transmisor de la tradición cultural nacional y universal, y a la vez que sepa promover incógnitas sobre la actualización de la historia, la vida y naturaleza; debe investigar y saber en qué contexto geográfico, social y cultural se desenvuelve con el propósito de responder a la cambiante sociedad actual. Pero esto también es problemático, porque si nos inclinamos por una teoría de la integración social fundada en el consenso entonces se concebirá a la educación como un medio para socializar en los valores comunes. En cambio, si nos inclinamos por la teoría fundada en la coerción, tanto más se considerará a la educación como un medio para socializar en los valores del grupo dominante. De manera que la escuela se configura como la institución orientada a subrayar el momento creativo o el momento represivo de la personalidad del joven. En último análisis, el sistema escolar se debate entre el grado de conformismo que debe imponer y el grado de libertad que debe permitirse.
Es por ello, que en la actualización constante de su labor, el educador, además de estar bien centrado en la reflexión personal o grupal sobre su práctica educativa, debe permanecer atento a los cambios culturales para formarse un juicio crítico al respecto. Este le servirá como “elemento eje” alrededor del cual puede orientar con más acierto su enseñanza. Al respecto, no basta la actuación del Ministerio de Educación en la formación y preparación de los profesores. Para ello, es necesario que actúen las Escuelas de Verano y los Colegios de Licenciados como movimientos de renovación pedagógica y cultural. Más aun, es necesaria la creación de un Instituto de Ciencias de la Educación, por medio de los departamentos universitarios específicos, centros de profesores y asociaciones profesionales que favorezcan la colaboración de los centros educativos con equipos de psicólogos, sociólogos y filósofos a su vez integrados en la comunidad escolar.
En suma, en todos los grandes periodos de transformación social, el deber actual, no sólo del educador sino del hombre en general, es salvar su humanidad, venciendo las fuerzas materiales que conlleven a su servidumbre.
Entonces ser maestro en el Perú no es una alternativa de último recurso y tiene más bien un significado a su vez local y universal. Local porque defendiendo una educación libre y creadora desde nuestra propia realidad contribuimos a afrontar universalmente el problema del destino del hombre en la naturaleza, la sociedad y el espíritu.
¡Educadores!, vuestra misión es el apostolado más maravilloso en el universo, cual es el de cincelar el cuerpo, la mente y el corazón del hombre. Pues educar es enseñar aprendiendo en la majestad y misterio del espíritu humano. No importa cuántas dificultades tenéis que vencer en vuestra magnífica tarea porque el premio a vuestro esfuerzo no puede ser medido por nada aquí en la perecedera tierra. Vuestra verdadera recompensa sólo lo puede apreciar el Creador, quien los dotó de ese maravilloso don de la enseñanza y él es el único que es capaz de medir vuestro mérito con justicia y misericordia. Porque el don del pedagogo no es ver lo que el hombre es, sino lo que el hombre puede ser.
Si el sacerdote tiene la misión de salvar las almas para la vida eterna, ustedes sois el primer camino que abre las luces para la eternidad o la oscuridad. ¡Educadores!, loados sean ustedes porque vuestro verdadero consuelo es ver en sus pupilos cómo crece la fecunda semilla de la Verdad, la Esperanza y el Amor. Como gustaba decir al filósofo existencialista francés, Gabriel Marcel, el hombre es un homo viator, somos viajeros en la vida y el educador es el viajero en los intrincados secretos del aprendizaje integral del hombre.
Muchas gracias
* Conferencia pronunciada en el Colegio de profesores de Lambayeque 28 junio 2010
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