PRÍNCIPES Y CABALLOS (Cuento)
Un suceso que desató hace siglos una tragedia, nos comparte Addhemar H.M. Sierralta, en esta narración en que según parece los hechos ocurrieron antes de los cuentos de hadas.
Este es el cuento de lo que aconteció en los campos de un reino lejano, en el centro de Europa, cuando por aquellas épocas se inició la Primera Cruzada. En el castillo vivía el rey, la reina, sus dos hijos y la corte. Alrededor del palacio rodeado de verdor la campiña era hermosa y el soberano, aficionado a los caballos, poseía a los mejores de la comarca.
De los caballos del rey solo quedaban los recuerdos de la época en que trotaban alrededor del campo adyacente al palacio. Se podría decir que los equinos eran felices, libres y muy juguetones. En especial cuando el príncipe y la princesa, muy temprano, salían a montarlos guiados por su instructor.
Trixia, que así se llamaba la bella princesa tenía trece años de edad, gustaba de montar un hermoso potrillo alazán. Por su parte el príncipe Ubaldo, dos años mayor que su hermana prefería un tordillo de unos cuatro a cinco años. El conde Manfredo, quien había sido también maestro del rey, cuando este era casi un niño, era un profesor bastante estricto y con mucha paciencia para enseñar a los jóvenes, y muy temprano cumplía con su labor de muy buen agrado.
Todo hubiera sido normal hasta que una mañana salieron los tres a galopar y ocurrió lo que nadie hubiese imaginado. La silla de la cabalgadura de Trixia –que estaba floja- se movió en pleno galope y la niña cayó estrepitosamente dando un alarido. Su hermano, que marchaba delante de ella, se distrajo y al oirla volteó para verla y en esa distracción su cabeza chocó contra la rama de un árbol. Al darse cuenta de lo ocurrido el conde Manfredo regresó para auxiliarlos pero he aquí que la tragedia se hizo presente : la princesa al caer se había roto el cuello y falleció instantáneamente. Su hermanito con la cabeza ensangrentada apenas tuvo tiempo para balbucear “Dios mío…” y entregó su alma al creador.
Ya se imaginarán el alboroto en la corte. Al conocer la triste nueva el rey y la reina rompieron en llanto al saber que sus dos únicos hijos habían perdido la vida. Luego furioso mandó llamar al caballerizo que tuvo la responsabilidad de poner las monturas y al viejo profesor. A ambos les mandó cortar la cabeza de inmediato. Y el propio rey, espada en mano, mató a todos los caballos de la cuadra. Dicen las historias que eran más de una docena de bellos ejemplares.
El horror de la tragedia y la locura del rey y la reina se hizo evidente cuando después de tal baño de sangre se recluyeron en sus habitaciones del castillo y se negaron a comer hasta el punto que en pocos días murieron ambos, a consecuencia del hambre y la sed.
Dice la leyenda que el castillo nunca más fue habitado y toda la corte abandonó el lugar. Que el nuevo soberano, el hermano menor del monarca que se dejara morir con su esposa, gobernó desde otro lugar.
Pasaron los meses, los años, los siglos y la vegetación cubrió al castillo pero en los campos aledaños, dicen los campesinos que por allí moran, todas las mañanas del siete de marzo, día en que ocurrió la muerte de los príncipes, se siente el galopar de los caballos desde muy temprano y hasta el mediodía. Luego en la noche –como aullido de lobos- se sienten los relinchos, como ayes lastimeros, de todos los equinos muertos. Como si un coro dejara sentir su protesta por el asesinato de animales tan nobles.
La curiosidad me hizo acudir a esos campos, me enseñaron lo que se supone fue el lugar del accidente, y en recuerdo de los inocentes príncipes y de los fieles equinos –por obra del pueblo- se ve una gran cruz de piedra y rodeada de flores multicolores. Permanente homenaje, desde tiempo inmemorial, que con sus manos construyeron los súbditos del reino a poco de ocurrida la tragedia.
Solo oré por los príncipes y disfruté del hermoso paisaje del campo y pensé que el destino ofrece sorpresas, tristes , muy tristes, en todas la épocas. Por casualidad era un siete de marzo … y en verdad percibí aquellos ruídos como de galopes mientras deposité unas rosas al pie de las cruces de piedra en aquel lejano paraje donde se forjó la leyenda de los príncipes y los caballos. Solo me quedó, en la noche, escuchar los relinchos.
Tiempo Nuevo - Año 2 Nº 78 - Miami, 3 JUN 2010
Addhemar H.M. Sierralta
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