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LA MEZQUINDAD DE LOS HIJOS
Causa de Muerte:
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TEC grave y contusiones múltiples
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Por Juan José Alva Valverde (Pepe)
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El certificado de defunción expedido por la Morgue Central de Lima, casi estrujado por Fabián, hijo mayor del que en vida fue don Javier Mondragón, era lacónico; su padre había fallecido la tarde del 3 de enero del 2007, en un accidente de transito. Al cruzar la pista, debido a su ebriedad, no se percató de la luz del semáforo y del vehículo que lo arrojó a varios metros de distancia, golpeándose la cabeza y varias partes del cuerpo, falleciendo casi en el acto.
Don Javier Mondragón, nació y creció en la hermosa villa de Chiquián, lugar de ensueño, donde la madre naturaleza lo colmó de fuerza y destreza para las actividades del campo y otras; hijo de madre campesina, mujer de buena estatura, buena para los quehaceres del hogar y del campo; al no tener esposo que la sustente, arrendaba una parcela en la chacra de don Jeremías, y labraba la tierra, preparándola para el sembrado, el cuidado, regado y finalmente la cosecha. Javier, hijo único de doña Asunción, trataba de estar siempre con ella; no acudió a la escuela, porque desde niño se dedicó a las labores de la chacra, su fuerza y voluntad fue su capital principal, y porque siempre pensó que la escuela era para los niños pudientes; creció fuerte y sano como los eucaliptos de Cochapata, allá en los dominios del Oropuquio (manantial de oro). El aire puro y fresco de los valles de su Chiquián querido, y las labores agrícolas ayudaron a su desarrollo físico, por lo que se convirtió en un joven de buena estatura y de brazos fuertes. Como todos los jóvenes y hombres de humilde condición de nuestras serranías, se dedicó al peonaje, para subsistir. Las personas que lo necesitaban para los trabajos en sus chacras, con antelación lo buscaban por su buen trabajo. Realizaba con eficiencia sus tareas.
Pasaron varios veranos, varios inviernos, aquellos que aprietan el alma, y que te obligan a mantenerte abrigado, recorriendo las hermosas campiñas de "Espejito del Cielo" cuando no llueve, en compañía de una bella santarrosina, que te abriga con sus abrazos y te quema de pasión con sus besos, o contemplando la lluvia, desde el quiosco de la Plaza de Armas, en compañía de los amigos del barrio.
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Después de muchas lunas llenas, Javier conoció a una muchacha que le robó el corazón, por lo que junto a su mamá fueron a hablar con la madre de su amada, entendiéndose en todo, contentándose todos, y realizaron sus vidas de la mejor forma, analfabetos ambos, fortalecieron sus debilidades, con lo más elemental de la vida: el amor; sabían distinguir el mal del bien. Bajo ese principio educaron a sus cuatro hijos, quienes, uno tras otro, emigraron a Lima en busca de un mejor futuro. El hijo mayor, aconsejado por un paisano, tomó posesión de un terreno en el barrio de Manzanilla, en el cerro San Cosme; sus hermanos uno a uno llegaron y se alojaron en su vivienda. Con el paso de los años, uno de ellos, al saber solos a sus padres y con más de 60 años, fue a buscarlos.
- Hijo, te agradezco que quieras llevarnos junto a ustedes, pero yo soy hombre de la chacra, crecí sintiendo la tierra fértil abrazarse a mis pies, ella ha escuchado de mis tristezas y alegrías, ella siempre ha sigo generosa con nosotros, hemos sobrevivido gracias a los frutos que nos ha dado; no sé hacer más que eso; te ruego que no me lleves a un pueblo que no conozco y que dicen donde la gente anda siempre apurada, como locos, nadie conoce a nadie, ¿qué voy hacer allá?, no me lleves hijo, déjame aquí quiero ver el Yerupajá en cada amanecer, por donde nace el sol; quiero contemplarlo cuando se oculta detrás de Jaracoto, quiero ser comunero como siempre y estar en las faenas de relimpio de acequias, arreglo de la carretera y los caminos de herradura, quiero ser parte del huerto de Judas, después de haber acompañado la procesión de Cristo en su Santo Sepulcro; quiero armar mi palinca (palco de troncos y tablas) en las corridas de toros durante las fiestas de Santa Rosa; te ruejo hijo mío no me lleves; tal vez allá muera de pena y no pueda volver a mi querida tierra, que amo como a mi Madre.
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Los ruegos de sus padres no fueron suficientes y viajaron a Lima.
Don Javier y su querida Benancia, cuando estaban solos, en la casa de sus hijos, en Manzanilla, se consolaban enjugando sus lágrimas. Don Javier se sentía inútil. Del hombre varonil y de porte orgulloso, casi no quedaba nada, su mirada era tímida y esquiva, se acostumbró al mutismo. Al ver que todos los vecinos trasladaban agua en baldes, con las propinas que su hijos le daban compró dos latas de cuatro galones, las enganchaba a una madera que era sostenida por la nuca y sus hombros, surtiendo de agua a varias personas del cerro San Cosme. Con sus ganancias, cada tarde adormecía su pena en una de las cantinas del barrio. Sus hijos ya no lo respetaban y sentían vergüenza de el; inclusive su amada Benancia lo detestaba por borracho. Cansado de todo esto, improvisó un cuartucho en el fondo del terreno. Allí mordía sus desesperanzas, su mala suerte, su mal destino, allí con lágrimas que le quemaban hasta el alma lloraba por su "Espejito del Cielo", quien sabe presintiendo que no volvería a verlo.
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La tarde del 3 de enero de 2007, don Javier fue atropellado cuando caminaba ebrio de tristeza por una calle solitaria. Hoy sus restos ocupan un nicho del cementerio El Ángel. El polvo del olvido va cubriendo la lápida donde todavía se puede leer su nombre. Ni una flor orla su tumba en el Día de los Difuntos, tampoco en el Día del Padre, lo que delata la mezquindad de los hijos, de un ser humano víctima de un forzado desarraigo.
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