martes, 15 de junio de 2010

15 DE JUNIO - DÍA DE LA CANCIÓN ANDINA - PLAN LECTOR

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INSTITUTO DEL LIBRO Y LA LECTURA,

INLEC DEL PERÚ, Y CAPULÍ, VALLEJO Y SU TIERRA


15 DE JUNIO

DÍA DE LA CANCIÓN ANDINA


PLAN LECTOR, PLIEGOS DE LECTURA


MIS ALA ROZANDO SUS ALAS

Danilo Sánchez Lihón


1. Un aire secretamente altivo

Los maestros integrantes de la orquesta de cuerdas empezaron a llegar a la sala de mi casa cuando fui llamado por mi padre para tocar la batería.

Los instrumentos hace días que se afinaban y los ensayos se habían hecho continuos para una velada literario-musical organizada por los planteles educativos.

– Esta noche viene al ensayo el hacendado de Tulpo, –informó.

Habíamos interpretado ya algunas piezas cuando llegó un señor alto y jovial, de ademanes desenvueltos y de barba y bigotes castaños, de hablar fuerte y risueño.

Saludó a mi padre con cariño y a todos les tendió la mano, poniendo sobre la mesa una botella de pisco "del bueno", "para abrigarnos", dijo con una amplia sonrisa.

Junto a él habían ingresado dos niñas, casi señoritas, que permanecieron de pie y a quienes yo nunca había visto antes. Tenían un aire secretamente altivo, de rasgos hermosos por la firmeza de sus gestos y lo profundo de sus ojos.


2. Crepitación de latidos

Mientras el hacendado ya en su asiento reía y servía, alargando sus rodillas y estirando sus brazos, expresó:

– Estas son mis hijas, don Pascual. Veremos si acompasan en el baile.

Tenían ambas un gran parecido, pero la mayor poseía una belleza acaramelada, ojos vivaces y rasgos muy definidos. La menor de grandes ojos negros. Y el color capulí en su rostro era de un brillo tornasolado.

Después de los brindis, mi padre dirigiendo una mirada a la orquesta indicó:

– Vírgenes del sol.

Marcando el compás con un leve movimiento de cabeza y hundiendo luego su brazo para levantar el arco del violín, dio la orden de empezar.

Unos bordones profundos de guitarra, de mandolinas y violines resonaron en la sala. Yo, con el bombo, seguí los acordes del fox incaico que, como una crepitación de latidos, descendía hasta los abismos y luego se elevaba hasta los picachos más empinados.


3. Notas que yo jamás había escuchado

Las dos muchachas salieron hacia adelante, haciendo primero una honda inflexión y luego siguieron la danza con un compás libre y ungido a la vez.

Avanzaron con una actitud agraciada y ceremonial; con una faja de arco iris que cogían con una mano y, en la otra, un pañuelo que agitaban en el aire.

Ambas tenían faldas negras con flecos de colores cosidos a los bordes. Sus pantorrillas, al hacer los giros, se veían límpidas y perfectas.

Era tan hermoso el ritual, los pasos, los movimientos de sus brazos y el revuelo de sus faldas, que su padre las miraba orgulloso.

Alzando su vaso en silencio el señor brindó con los maestros-músicos que seguían la escena.

Todos estaban sorprendidos, fascinados, arrancando de sus instrumentos notas que yo jamás había escuchado antes.

A mi padre muy pocos hechos y asuntos llegaban a satisfacerle plenamente. Cuando algo verdaderamente le conmovía, abstraía su mirada hacia el cielo raso de la sala, sin dejar de tocar y sin decir una sola palabra.


4. Se afinan las mandolinas

Pero, yo le conocía bien, cuando algo le hacía gozar muy en lo recóndito de su alma: se le acentuaba un haz de arruguitas en torno a las sienes, que eran para mí su sonrisa íntima, señal de que ocurría algo extraordinario dentro de él.

En dichos momentos la mirada se le iba a las nubes, como si estuviese en un espacio y en un tiempo inalcanzable.

Esta vez cuando terminó la pieza hubo un silencio de arrobamiento.

– Bailan precioso las niñas, –se atrevió a decir don Panchito Miñano rompiendo el encantamiento.

– Nunca había sentido tan bella esta danza –acotó, con la dulzura en sus ojos, y visiblemente entusiasmado, don Luchito Donet, que abrazaba su mandolina.

Mientras los maestros se servían y afinaban otra vez sus mandolinas y guitarras, las dos hermanas habían tomado asiento con los rostros arrebolados y siempre con el embrujo de sus ojos de ensueño mirando a lo alto.

Era hermosa la altivez de ambas, como vicuñas que erguidas otean el horizonte desde las cumbres intactas.


5. Sobre los abismos

– ¡La pampa y la puna!

Dijo con énfasis mi padre. Noté en su voz una inusitada agitación, rara dentro de su talante calmado y severo. ¡Tan inusitado era en él que dejara trasparentar una emoción!

Nuevamente los instrumentos arremetieron con fuerza, pero esta vez con una cadencia y profundidad que oprimía el pecho. Desde la batería yo comprendí que todos éramos arrollados por las aguas de un río turbulento y recóndito, por un destino solemne e inextricable.

Otra vez las hermanas avanzaron al centro, bailando con un compás de mujeres que afrontan su designio; enlazándose y separándose con el ritmo de sus pasos.

Envolvieron la faja en sus cinturas, colgándola levemente en el extremo de sus hombros, juntando con ella sus caderas y dando ágiles vueltas como si sortearan peligrosos remolinos. Eran dos flores y espigas de luces y colores primorosos pendiendo sobre los abismos.

– ¡Maravilloso! –musitó esta vez don Julio Geldres distendiendo su gesto adusto y a quien hasta ahora nunca lo había oído decir "ésta boca es mía".


6. Loco y hechizado

– ¡Viva el Perú, carajo! –se exaltó con toda justeza el hacendado–. ¡Es grandioso nuestro pueblo! ¡Es único! –volteó a decirme convencido.

A mi padre se le habían puesto los ojos como unos manantiales. Cuando paró la música, al recibir su copa, la levantó verticalmente y vació el licor directo a su garganta haciendo un ruido áspero y pleno.

Nunca lo había visto hacer eso. Pasó el puño por los labios mientras ordenó:

– India bella.

Trinaron las mandolinas. Se hicieron elevaciones y descensos en el diapasón de las guitarras. Los dedos vibraron en las cuerdas de los violines, ¡y yo atroné en el redoblante y en los platillos!

Me había puesto casi de pie para golpear el pedal del bombo, tamborilear hasta con los dedos de mis manos en el redoblante. Golpeaba la madera de los aros de la tarola hasta con los codos. Y con el envés de las baquetas los platillos extrayendo sonidos de clarines y en otros momentos susurrantes. Definitivamente estaba loco y hechizado.


7. Mirar tan hondo a la vida

La faja que ahora ellas levantaban en el aire era de mil colores. Y las hermanas la cogían en lo alto, con las dos manos. Se empinaban alzándola más arriba de sus cabezas. Ora daban saltos en fuga, ora eran lentos y maternales; a ratos con la cabeza erguida, a ratos profundamente inclinadas hacia sus senos y vientre.

¿De qué oquedades afloraba esa gracia y ese genio bravío? ¿Cómo era posible que surgiera repentina tanta belleza y absolutamente perfecta?

Recuerdo en ese momento haber mirado tan hondo a la vida, sentido su pulso y su talle; esos rostros de almendra como frutos supremos de nuestros árboles, de nuestros campos y de nuestras peñas. ¿Cómo es que habían brotado? Y al fondo, detrás, al infinito, era el cielo que volvía a crearse en una conflagración de ventarrones, truenos y arcos iris.

– ¿Este chico es su hijo, don Pascual? ¡Qué bien marca el compás y hace maravillas con la batería! ¡Es de oro puro, oiga usted!


8. Sus latidos con mis latidos

Eso dijo el hacendado con un talante cordial y transparente, mirándome orgulloso.

Fue es ese instante que sentí como un fulminante esos ojos negros y lentos de la hija menor, que atravesaban mi pobre corazón totalmente inerme, desprevenido e ignorante de que pudieran haber relámpagos más intensos y enceguecedores que los que caían en las tempestades de febrero y marzo.

– ¡El cóndor pasa! ¡El cóndor pasa!

Clamaba literalmente, esta vez sí obsesionado, mi padre.

Todos los instrumentos juntos se elevaron como un viento huracanado, y ellas entonces sólo fueron alas y pañuelos en el firmamento, más allá de las paredes estremecidas de la sala de mi casa y más allá del cielo infinito.

Yo pude morir en ese vendaval, porque se perdió la tierra bajo mis pies. Todo se volvió eternidad y el instante se convirtió en una torcaza envuelta en miles de colores, que baila rozando sus alas con mis alas, sus latidos fundiéndose con mis latidos, su destino con mi destino, en el espacio infinito y en el relámpago crucial.


9. Bajo la bóveda sideral

Cuando terminó la música estábamos exhaustos. Un silencio imponente nos embargaba, pasmado más aún por el estallido de los instrumentos que había cesado tajantemente.

Solo los rostros de las hermanas permanecían fulgurantes y diáfanos.

Y los ojos de la menor detenidos para siempre dentro de mis ojos, como si hubiera un misterio que me perteneciera desde el principio y el final del tiempo.

Los maestros tenían aún la mirada arrobada y húmeda de emoción cuando alzando nuevamente las copas el hacendado dijo gravemente:

– ¡Brindemos!... ¡Por el Perú!

– ¡Por el Perú eterno! –dijeron todos a una voz.

Terminados los saludos de despedida, el padre y sus hijas, que se echaron unos pañolones a sus hombros, salieron al frío y a la oscuridad de la calle empedrada bajo la bóveda sideral.


10. Encontré esos ojos

Esa noche al irme a dormir, me sorprendía encontrarme vivo. Me laceraba tanta felicidad. Sentía ser dueño de algo inconmensurable que jamás había soñado ni imaginado que existiera en el mundo. Era una emoción profunda, mezcla de hondo dolor y de un gozo sin límites.

Aún oía en mis tímpanos los sonidos agudos de los violines y el ritmo de esos pasos como cruzando precipicios. Como si la ternura se atreviera a retar y vencer lo aciago de la vida, del destino y de la muerte.

Al día siguiente miré largamente los balcones de recios balaustres de la casa grande y vetusta que tenía la hacienda de Tulpo en Santiago. Varias veces pasé delante de sus ventanales y cuando me decidía a regresar, al voltear la esquina y alzar la mirada, en uno de ellos encontré esos ojos negros en ese rostro encantado.

Era ella, envuelta en un pañolón verde oscuro que hacían su frente y sus mejillas más encendidas todavía, con un mechón de su cabello que caía hacia un costado.


11. Nunca acaban, ni con el fin del mundo

– ¡Hola! –dije, ahogándome.

– ¡Hola! –contestó sonriente. Y después de unos segundos interminables preguntó–. ¿Cómo estás?

– Bien. ¿Siempre vienes a Santiago de Chuco?

– Siempre. Pero mañana ya nos vamos.

– ¿Y regresan pronto?

– Ya no. Pero a mí me da pena. –Y se quedó en silencio mirándome. O mirando no sé qué. Quizá lo simple y fatal.

Hay vértigos y precipicios en que el ave venturosa del destino aletea sobre nuestras cabezas, pero no tiene dónde posarte, porque debajo hay un torrente incontenible que todo lo envuelve y sepulta.

Sobre ellos se erigen soplos, alientos, temblores o quietudes que son una eternidad, de una lentitud inacabable en la tarde silente y lluviosa.

O miradas que nunca acaban, ni con el fin del mundo.


12. Mi largo e inabarcable camino

Esa noche hasta altas horas de la madrugada estuvo encendida mi lámpara. Fue cuando yo escribí una carta de amor ferviente y exaltado. Cada detalle que veía o sonido que escuchaba a esa hora, era nítido y sublime.

Tenía ganas de despertar y abrazar a todos, de ser bueno y generoso con la crisálida que a esa hora se posó en el vidrio de mi ventana, con la herida en la pared que dejaba ver el adobe carcomido.

Ser bueno con el gusano que horadaba la madera de la mesa donde escribía, con las estrellas de la noche hacia donde me asomaba tratando de entender algo de la inmensidad del universo.

Había vislumbrado lo bello y lo cierto. Sus ojos eran mi largo e inabarcable camino. Su rebozo y su falda eran mi abrigo bienhechor y mi defensa perfecta.

El día siguiente era sábado y a mediodía salimos del colegio por la calle del campanario y nos detuvimos un grupo de amigos a conversar en una esquina de la Plaza de Armas, frente al local del Municipio.

– ¡Mira, es la camioneta del hacendado de Tulpo! –dijo Octavio.


13. El relámpago atroz y lento

Disimulé como pude mi sobresalto.

– Está viajando con sus hijas a Estados Unidos, ¿sabes? No quiere que estudien aquí. –Acotó Tito.

El vehículo se detuvo frente al correo. Bajó el hacendado y con pasos largos entró a la oficina.

¡Luego bajó ella y avanzó a la vereda que contornea la plaza! Y, pronto, la siguió la hermana mayor.

– ¡Mira! ¡Qué bonitas son! –Dijo Isidro embelesado.

– Parecen vicuñas. –Acotó tímidamente César.

Vestían casacas y faldas ceñidas y unos pañuelos de colores intensos se mecían en sus cuellos.

Pronto volvió el padre introduciendo en sus bolsillos unos papeles. Arrancó el motor de la camioneta y antes que ella entrara por última vez el relámpago atroz y lento de esos ojos negros se eternizaron para siempre en mis ojos.


14. Manantiales prontos a desbordar

– ¡Oye, has visto cómo te ha mirado hasta aquí esa chiquilla! Acaso, ¿te conoce?

Yo me despedí casi sin hablar, por el nudo que me oprimía la garganta.

Al subir hacia mi casa avanzando por la esquina del Convento me encontré con Alberto quien me pidió que le escribiera una carta de amor para Estela, de quien estaba enamorado.

– ¿Y, por qué crees que yo podré escribirla? –interrogué abstraído y aún mirando las aguas feroces y turbulentas de ese río que es el destino.

– Porque tú eres poeta pues.

– Mira. –Le dije, para que no siguiera hablando¬–. Aquí está, ya la tenía hecha.

– ¡Ya ves! –Y, asombrado preguntó– Y, ¿desde cuándo la tenías escrita?

No le respondí por los manantiales prontos a desbordar en que se habían convertido mis ojos.


15. Todo el temblor de mis latidos

Días después me habló:

– Gracias hermanito. Tu carta fue decisiva y la convenció. Pero primero me preguntó si yo la había escrito y le dije: ¿Y quién más puede sentir tanto amor y cariño como yo hacia ti? ¡Bueno!, me dijo, si tu cariño es así entonces te acepto. Ahí sentí que el cielo se me abría grande y luminoso y mi pensamiento corrió hacia a ti, poeta, para agradecerte por haberme escrito esa carta.

Alberto y Estela con el tiempo se casaron en Santiago de Chuco y formaron un lindo hogar. Me hicieron padrino de su primer hijo y ella me preguntó un día:

– ¿Alberto escribía en el Colegio? ¡Porque fue con una carta que conservo cómo él me conquistó! Esa carta la releo siempre. ¡Qué hermosa es! ¿Quieres leerla?

– No, Estela. –Le dije–. ¡No!

– ¿Por qué? –Me acosó mirándome a los ojos–. Esa carta era tuya, ¿no es cierto? ¿Para quién la escribiste?

Ella sabe, por lo menos, que esa carta estuvo en el bolsillo de mi pecho, donde la tuve guardada. Debe agitarse en ella aún el desvelo de mi corazón y todo el temblor de mis latidos.


Texto que puede ser reproducido citando autor y fuente.

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