Por Carlos Garay Veramendi
Ya hace tiempo se acabaron las épocas de lágrimas, de dolor punzante en el corazón y ahogos en la garganta por la pérdida irreparable de un maestro de oro que hubo en la Escuela Normal Mixta de Chiquián. ¿Y saben cómo se llamaba el maestro? Se los diré sin tapujos: Rubén Barrenechea Núñez, profesor excepcional y escritor chiquiano, dechado de valores morales y jocosas picardías envidiables.
No he podido olvidarle, maestro, a pesar de haber compartido en las aulas tan sólo un año, y a pesar de sus miradas con ojos medio torcidos sin que lo supiera el por qué, quedó su recuerdo burilado hondamente en el corazón de la memoria grata, es por eso que hoy, en vez de llorarle, me he puesto a pergeñar estos renglones en mi sano deseo de compartir públicamente las anécdotas de sus travesuras astutas que ponían a los alumnos en aprietos sonrojados.
Es hora de sonreír, maestro, pues voy a mandarme con cierta confianza con algunas anécdotas nectáreas, que usted mismo adrede las propiciaba, y para que también ante la remembranza graciosa, desde algún lado oculto que me está aguaitando, se mande libremente sus risas como siempre contaminantes.
El maestro Barrenechea tenía por costumbre, a modo de motivación, tomar antes de iniciar la clase pasos orales, pero llenos de ocurrencias; curso: Historia del Perú.
Una tarde entró al salón con su especial andar prosista, lo recibimos de pie y animados de respeto; después de sentarse al pupitre divisó de un lado a otro, y ahí mismito, tras sus lentes de miope, relampaguearon sus ojos pícaros y se iluminó su sonrisa enigmática como la de Gioconda; ya sospechábamos que algo bueno se nos venía. Enseguida dijo, con su rochoso retintín que le caracterizaba, “¡que salgan las dos Amarantas!” Y al instante un corazón mañoso dio un brusco respingo, como picado por una violenta espuela, al oír nombres de sus dulces querindangas; y sintió un estremecimiento helado y profundo en la renegrida conciencia. Y casi enseguida clavó su taimada mirada relampagueante en uno de los solapados donjuanes, y dijo muy complacido: “¡Ahora que salga el corazón!, (el estremecido)”.
Salió con la cara atomatada resistiendo estoicamente las risas y chacotas de los compañeros, y su antojadizo palpitándole a mil por hora. Se paró mismo corazón-cariñoso en medio de sus dos cueritos, amores de estudiante; y para ser imparcial sin inclinación favorable a ninguno de los lados para evitarse discusiones públicas y resentimientos sentimentales. Mirando adusto al frente, con apostura militronche y resistiendo a duras penas las risas burlonas y puyas en especial de los varones picajosos y rivales vencidos.
Y no se explicaba el tigrillo enamoradizo, aquel que andaba ante la vista pública contrito, con alma blanca, y con ligeros aires de Fray Martín; de cómo diablos el director se enteraría de sus asuntos traviesos camuflados tan cuidadosamente en su privacía. Entonces se le vino a la mente la frase que lo repetía urente y casi siempre el camarada barranquino, Jesús Gamarra Alcántara: “Chiquián y sus chozas, en cada choza sus chismosas”. ¿Alguna de esas chismosas iría a contárselo sobre el asuntito de carácter reservado al Director? Quién sabe, shay, en este valle de chismografías todo eso pudo, y hubo de pasar.
El guerrero amoroso era de los chanconcitos, salió airoso de la donjuanesca afrenta oprobiosa. Pues no solamente era aplicado como enamorador solapado sino también en los cursos un tanto ariscos. Pero de todos modos, el daño estaba consumado públicamente, los atareados rumores, sólo los rumores undívagos e intrigantes hasta esos momentos, habían quedado definitivamente confirmados por la travesura chisposa del director Barrenechea.
Enseguida llamó al alumno Hugo Blanquillo, yungaino. Y el Director ciertamente era como un padre que sabía las cuitas de todos sus hijos espirituales. Primera pregunta para Hugo Blanquillo, respuesta, mutis; segunda pregunta, respuesta mutis opresivo; tercera pregunta, mutis abochornado y total. Le miró el director con sus ojos comprensivos de papá, ya no brillosos de picardía; luego le dijo, conozco muy bien tu problema (estaba enamorado platónicamente de la secretaria de la Escuela hasta la punta de los bigotes del corazón). Te doy una magnífica oportunidad de ganarte un algo. Si le dedicas de alma, vida y corazón una canción romántica a Marybelita, secretaria de la Escuela, te pongo un once.
Pa´qué les cuento, queridos choches, Blanquillo cantó cerrando ojos como Pavarotti, y abriendo boca de lobo estepario al aullar erotismo en noches de luna llena, el bolero-ranchera “Pa´ todo el año”, y botó el corazón enamorado por el hocico y de a pedacitos para que llegara hasta los oídos de la divina morocha, secretaria de la Escuela; y el momento fue tan conmovedor que el alumno Mía, huaracino, se mandó emocionado un guajido al estilo mejicano dándole mayor conmoción al hecho sentimental. Y la susodicha ni siquiera imaginaría que alguien la estuviera amando como nadie habrá amado en este mundo, ni siquiera Romeo a su Julieta. Así con público denudamiento de su platónico amor ganó su once, y de paso recién le llegaron a las antenas de la dulcinea las buenas noticias que a toda mujer halaga, que alguien la ame tan así.
Maestro, disculpe la infidencia, si hay aceptación de su parte de estas anécdotas puestas a oídos del público oliscoso, me animaré seguir pergeñando otras, pues tengo todavía en tintero varias interesantes, todo depende de usted nomás, maestro Barrenechea, y estaré esperando respetuosamente su señal de autorización; y mientras tanto prosiga su descanso en paz en los corazones agradecidos de sus alumnos, recordado maestro Rubén.