A los tres años atravesaba el patio de mi casa para dirigirme al lugar donde ponían huevos las gallinas, tomaba uno, luego sacaba de la cocina un plato y un tenedor y le daba a mí papá. Era la manera de decirle: “quiero ponche papito”, él sonreía y atendía mi pedido. Entre mi papá y yo, existe esa relación desde los albores de mi vida.
La casa de mi infancia fue pequeña, pero cálida. Tenía dos habitaciones hechas de barro y carrizo, como la mayoría de las casas del pueblo. Mi papá la construyó para nosotros. Siempre jovial, buen mozo y fuerte. Vivíamos en la quebrada de Raypa, a orillas del río Culebras, cerca de Huarmey. Allí, en las noches de luna su corazón se llenaba de nostalgia y sentado sobre una piedra cantaba huaynos, como este: “salgo al patio de mi casa, miro el cielo y las estrellas, dónde está mi juventud que hace tiempo se perdió”. Me gustaba oírlo cantar, será por eso que recuerdo dichas escenas como si fuera ayer.
Mi papá desciende de dos chiquianos: don Ángel Gamarra Garro y doña Asunción Balarezo Moreno. Es el segundo de siete hermanos: Angélica, Alejandro, Lorenzo, Lidia, Félix, Fernando y Domi. Vino al mundo un 5 de diciembre, cuando mis abuelitos trabajaban en la hacienda Tallenga, por las alturas de Aquia. Como toda persona inquieta su niñez está llena de anécdotas, que le gustaba relatarnos durante las reuniones familiares. Ahora les narra a sus nietos. Cuentan que mi abuelita lo acompañaba hasta la puerta de la escuela Pre Vocacional de Varones 351, para evitar que se pase de largo. Mis abuelitos me comentaban que sus cuadernos parecían pergaminos egipcios, enrollados en los bolsillos de su pantalón.
Fue el más pequeñín de su salón, pues los demás ya eran adolescentes. Con frecuencia, cada vez mayor, recuerda a sus compañeros de estudio: Macedo Alvarado, Oshva Vicuña, Daniel Núñez, Edmundo Ramírez y Jesús Maldonado, entre otros amigos, y a sus maestros: Emiliano Maldonado, Abel Alvarado Cruz, Nicanor Cerrate, Antonio Zúñiga, César Figueroa y Jesús Vicuña. Este último lo tenía entre ceja y ceja por sus travesuras. Cierta mañana arreó becerros de un potrero a otro y cuando cogía leña escuchó la campana y no tuvo más remedio que ir directamente a la escuela; dejó la leña junto a la puerta e ingresó sudoroso al salón. El maestro Vicuña lo miró con desaprobación y mandó llenar una tina con agua en el patio y a ¡bañarse!, mientras sus compañeros cantaban “el patito”. En otra ocasión el aula se alborotó, el profesor estaba rojo de cólera y lanzaba chispas. “Alguien” había puesto una hualanca en su silla… Después de la reprimenda general, las miradas se dirigieron al pequeño Alejandro, que sospechosamente estaba callado. Nada pudo hacer para evitar el castigo y fue cargado por el alumno más alto, pero cuando estaba por recibir el primer golpe, levantó ambas piernas y el correazo le cayó al cargador, quien por el dolor lo soltó, cayendo al suelo patas arriba colmando de risa el aula.
Pese a ser travieso tenía inclinaciones religiosas; hasta pensaba relevar al cura Martín Tello. Todas las noches se dirigía a la iglesia, se vestía de acólito y ayudaba durante la Liturgia, lástima que cuando recién hacía sus primeros “pininos”, se quedó dormido en plena Misa, dejando caer el palo que sostenía el cirio en la cabeza del cura. La despedida fue con llanto y ruegos, pero la decisión estaba tomada y no tuvo más remedio que aceptar con resignación. De ahí para adelante, cada vez que salía la procesión se paraba con su primo Moshco Balarezo en una de las esquinas y amparados en la oscuridad pasaban manojos de ortiga por las piernas de las chicas, que saltaban por el ardor, hasta que un día los cogió la policía y santo remedio.
A los 17 años, al terminar el colegio, como todo provinciano emprendedor emigró a Lima, que empezaba a recibir a los inmigrantes de tierra adentro. El Cercado con sus quintas y callejones de un solo caño, al igual que los barrios de Breña, El Rímac, Lince y Miraflores, albergaban a los chiquianos. Las fiestas costumbristas se realizaban en un local del Jr. Huanta. Mi papá recuerda a su tío José Reyes, bailando como Inca. Era la época de los tranvías, de Pastorita Huarasina y de los coliseos donde pasaba sus fines de semana bailando, cantando, tomando y soñando para alejar, aunque sea por unas horas, la nostalgia que le producía el desarraigo. Su primer empleo fue como ayudante en una casa miraflorina, pero no duró mucho, pues un día la cocinera no reparó que el jabón con el que lavaba la vajilla se había quedado adherido a la tapa de una olla y fue a parar a la sopa, el patrón se enojó y cogió de los cabellos a la muchacha; mi papá levantó la voz por la actitud y fue despedido sin pago alguno. Luego laboró en la panadería Niza, muy famosa por sus empanadas; después como almacenero en la casa Wiese, administrada por ejecutivos ingleses. Su responsabilidad y habilidad le sirvieron para ganarse la confianza de sus superiores, siendo promovido al departamento de auditoría, por lo que estudió contabilidad en el instituto “San Marcos”. Deniss Corne, uno de los miembros del estaff de auditores le propuso viajar a Australia para trabajar en una sucursal. Se le presentaba la gran oportunidad de su vida y, cuando preparaba su equipaje para la larga travesía en barco, una guapa aijina le dio la feliz noticia de que estaba embarazada y tuvo que quedarse, pues su amor de padre resultaba más grande. Fue así como vine al mundo en Lince. Al cabo de un tiempo mi mamá enfermó por el clima húmedo de Lima, el médico recomendó su traslado a la sierra y nuevamente la disyuntiva: renunció a su trabajo y nos traslados a Reypa, con el sueño de tener una granja avícola. Cuando las cosas parecían mejorar para la familia, una epidemia acabó con la granja. Había que empezar de cero; vivíamos en sembríos alquilados, la vida era muy dura y el agua escaseaba, nos levantábamos de madrugada para regar las plantaciones de yuca, maíz y camote, exponiéndonos a las picaduras de las víboras y de los mosquitos causantes de la uta; por lo que buscando una mejor vida nos trasladamos a CHIQUIÁN: mis padres, mi hermanita Nancy y yo.*
Mi papá logró un puesto como tesorero en la Municipalidad Provincial de Bolognesi; con los años nacieron mis hermanos: Eric, Raquel y María del Rosario. Infatigable, alternaba su trabajo edil con las labores del campo. Siempre lo recuerdo sonriente, sembrando, cosechando y cargando pesados sacos de papa, habas, maíz, cebada y trigo sobre el lomo de los burros. En sus días de descanso se dedicaba a la caza, actividad que disfrutaba junto a sus amigos. Mi mamá preparaba potajes de perdiz, vizcacha, huachua y venado. Él siempre nos incentivaba al estudio y cada vez que salía de viaje retornaba con libros que los recibíamos con suma dicha. La política fue otra de sus pasiones, como seguidor del pensamiento de Haya de la Torre. Recuerdo que en mis vacaciones universitarias, sentados al calor del fogón, intercambiábamos ideas, mas nunca pude doblegar sus convicciones.
Mi papá es un hombre de nobles ideales y tiene una visión amplia de la vida. Durante su labor en el Concejo viajó a todos los distritos de Bolognesi, muchas veces solo y otras tantas acompañado, ya sea en camión, a pie o a caballo. Se preocupaba por conocer personalmente las necesidades y las posibilidades de desarrollo de los pueblos del interior. Nos hablaba de la irrigación de Huagrish en Mangas, del trabajo de represamiento en Ocros, de la construcción de una escuela en Carcas, sobre la irrigación de tierras en La Merced, entre otras tareas municipales.
En la década del 80 fue Vicepresidente de la Central de Empresas Campesinas de la Sierra de Ancash.Trabajó con el grupo GREDES, recuperando 40 hectáreas de tierras para la comunidad de Almayo. Apoyó el financiamiento para la comunidad de Catac. Contribuyó a la construcción del establo de Huacacorral, la piscigranja de Racrachaca, entre otras obras en beneficio de la población más necesitada. También apoyó el proyecto de camélidos de la Comunidad Campesina de Aquia. Viene a mi memoria las veces que le daba el alcance en la Universidad de La Molina, cuando llegaba de Puno con su cargamento de alpacas junto a los comuneros. Descansaban una noche y partían con destino a Aquia. Asimismo ayudó para que se cristalice el proyecto de producción de cuyes en Matara. A fines de los ochentas, las amenazas contra los dirigentes se incrementaban, por lo que le pedimos declinar, pero él persistía en su trabajo porque se consideraba útil para nuestro pueblo.
Con el tiempo su vida dio un giro: dejó la política y tomó la Biblia en nombre de Jehová; al parecer, finalmente encontró lo que tanto buscó desde colegial, enfrentando las burlas de sus amigos y sufriendo el alejamiento de algunos. Actualmente se desempeña como Anciano de su congregación al lado de mi mamá Idubina Pajuelo Manrique; a la par, manifestando que su vida tiene un sentido de servicio, visita los pueblos del Callejón de Huaylas, lugares donde da conferencias en quechua. También se dedica a la apicultura, bregando duro para que la miel de abeja de Chiquian sea la preferida de los visitantes. En nuestra casa de la periferia de 'Espejito del cielo' recibe delegaciones de alumnos de universidades y de colegios de diferentes lugares del Perú, con quienes comparte sus experiencias como agricultor y apicultor.
De jóvenes, muchos no comprendemos en su real dimensión el significado de la paternidad y cuestionamos a nuestros padres, pero ahora que soy madre, sé que es una labor titánica. Como ser humano y psicóloga procuro seguir su ejemplo, sobre todo su coraje, su honestidad y su trabajo desinteresado en bien de los demás. El tiempo pasa inexorable llevándose la juventud; sin embargo, aún me es difícil entender que mi otrora fuerte y vigoroso padre, se está poniendo viejo y cada vez que escucho la canción de Piero, me aprieta el alma: “Viejo, mi querido viejo ahora ya caminas lento como perdonando al tiempo… yo soy tu sangre mi viejo”. Mi papá es ALEJANDRO GAMARRA BALAREZO, por quien siempre sentiré un sano orgullo.