Danilo Sánchez Lihón
“y el ebrio,
entre la sangre humana
y la leche animal”
César Vallejo
1. En la leña
ardiente
– ¡Hijo, ven! Párate aquí y cuida que al hervir la leche no se derrame.
– ¿Recién la has puesto en el fuego, mamá?
– ¡Recién! Pero mira cómo está la candela, como toro bravo.
– ¿Es leña seca, mamá?
– Sí. ¡Y que está como fósforo! Por eso, con el cucharón anda moviéndola así. ¿Ves?
– Pero si se derrama es culpa del humo y la leña, ¿ya mamá?, que no me dejan ver.
– ¡Nada de excusas! Para eso te estoy poniendo yo aquí. Tú no dejes que la espuma se levante. Eso es todo.
– Y, ¿qué hago para que la espuma no levante?
– Moverla. Para eso te estoy enseñando. Y sácate el abrigo que se te puede quemar. ¡Además, aquí hace calor!
– Y si grito, ¿se detiene?
– ¡Tienes que estarla moviendo! ¡Y no te distraigas ni un segundo!
2. Negras
y cárdenas
Es la voz de mi madre que me aconseja, suplica o regaña acerca del hervir de la leche, y por adelantado.
Y porque la verdad es que siempre que esto me encarga, la leche termina precipitándose hacia la leña ardiente.
Y la verdad no es porque me distraiga sino porque me concentro demasiado en ver cómo la leche hierve.
Y
es que me fascina verla revolverse con sus mantos y pañuelos ondeantes,
formando valles, praderas y hondonadas completamente albas.
Urdiendo geografías que aparecen y desaparecen, que se hacen y deshacen, momentos antes de hervir violenta y rozagante.
Tanto
que termina arrojándose por el borde de la olla. Y nadie se enteraría
si es que la candela misma no lanzara su grito delator y lastimero.
Ahora
estoy de pie frente al fogón en donde la leña levanta una llamarada,
ora roja y azul; ora verde y amarilla, ora morada con fintas doradas;
ora negras y cárdenas.
3. Círculos
de collares
En
este instante, chisporrotean fuertes las lenguas de fuego que lamen los
vientres oblongos de las ollas, entre ellas una inmensa de fierro en
donde la leche aún está quieta.
Es todavía una superficie blanca e inexpresiva con una orilla azulina que roza con el enlosado interior del recipiente.
Pero
digamos que pronto me quedo absorto de ver hacia un borde de la
circunferencia cómo empieza a formarse un collar de perlas en base a
burbujas que se multiplican por ocho, por ochenta, por trecientos, por
mil, por cien mil.
Y
luego hacen millares de ocho, millares de a ochenta, millares de a
trecientos, millares de cien mil filas que cobran vida, circulan en
fila, se adelantan, se revuelven y marcan el paso a un lado.
Y
hacen su propia geografía azorada y bullente en un vientre que se
revuelve hacia uno y otro costado sin amilanarse por más que yo le ponga
mi mirada extasiada y alerta.
Mientras
más se avivan las llamas las burbujas que ya son unas grandes, otras
medianas y otras minúsculas, empiezan a correr en círculos de collares
concéntricos y transparentes.
4. Conflagración
cósmica
Si
se los mira bien pasan del blanco al perla. Y luego recorren todo el
arco iris. Contienen la luz del sol, de la luna, de las estrellas, de
los luceros, y los cielos constelados. En cada burbuja está la ventana
con su tamiz, el borde del tejado, el alero y el cielo límpido o
anubarrado.
¡Aquí
la gloriosa espuma emerge florida y salvaje! ¡Pujante e indetenible,
lanzando su inatajable aleluya! Pronto se ha abultado tanto con las
burbujas que instauran colinas, bajíos, ágiles e impetuosos mares y
dunas, llanuras y hondonadas con bosques, ríos y lagunas encantadas y
estupefactas.
Por
algún costado se desliza el manto regio de alguna princesa que se casa
casta y pura. Otro es el manto de un soberano implacable. Otra orla es
el manto de la Virgen que ha de abogar por nosotros en nuestra muerte
detrás de esta luz indecisa.
¿Cómo
puede haber tanta maravilla escondida? Y, ¿cuáles son las verdaderas
joyas de la naturaleza y el mundo? ¿Son acaso los tesoros de los reyes
en sus sarcófagos? ¿O un collar de burbujas de la leche cuando hierve,
que se envisten de todos los colores y tamaños, que aparecen y
desaparecen? Donde la espuma es una geografía infinita. A la vez un
paraíso terrenal y una conflagración cósmica.
5. Un encaje
de plata
De
pronto las burbujas se convierten en un océano impetuoso. Donde desde
el centro emerge un volcán incontenible de lava blanca y de una
fragancia que conturba.
En
eso me despierta el chisporroteo estruendoso para mi responsabilidad de
vigilante inamovible. De los carbones ardientes que han recibido
oleadas de leche espumosa, desbocados por todo el contorno de la olla se
desprende un olor a naturaleza desflorada, emitiendo un clamor y un
chirrido no sé si de gozo o de pena.
– ¡Ya se derramó la leche! ¡No te dije que la cuidaras que no se derrame! –Grita mi madre desde no sé dónde.
Pero ya ha sido tarde, como siempre, cuando he introducido el cucharón cómplice en su éxtasis conmigo.
Bocanadas
de espuma han ido a parar a las cenizas pasando por la hornilla hasta
mojar los carbones en un no sé si juego, protesta o auto inmolación.
El blanco purísimo ha dejado un encaje de plata y diamantes en el tizne de la superficie de la olla.
6. El fuego
se aviva
Y
esta es otra maravilla de bordado divino sobre el negro sufrido, que me
apuro en limpiar y deshacer, porque no encuentren evidencias del delito
cometido. Y porque no se me perdona, aunque trate de explicarles la
belleza de esta orla divina.
Es
así que restregó rápidamente con un trapo para que mi madre no vea que
quizá una taza entera o más ha sucumbido en el desierto o en el páramo
de cenizas y en la playa de mi divagación.
Pero
la leche que se arroja sobre los carbones ardientes desprende un olor a
chamusquina, a virginidad deshojada, a mundos perdidos, a sacrificios
humanos en aras de todo o de nada, que los hombres que añoran su tierra
huelan desde las lejanías más distantes.
Y
me delata ante la justicia humana, o quizá hasta divina. Como es la de
mi padre quien desde el segundo piso ya sabe que otra vez me distraje.
Quizá
porque le ha llegado el olor a ambrosía de la leche en la leña, y es
por eso que siento sus pasos que bajan apurados por el escalón.
Y luego aparece por la puerta que da al patio, preguntando:
7. En mi aldea
nativa
– ¿Qué ha pasado con la leche? ¿Se ha derramado otra vez?
– Sí, papá. –Confieso avergonzado.
– Le he dicho y aconsejado que esté atento, pero aun así se distrae. Y miren hasta la ropa la tiene tiznada.
– Mamá, ¿has visto acaso que de aquí me he movido?
– ¡Pero de qué vale que estés aquí si no miras ni haces nada porque no se derrame!
– ¿Has visto mamá que acaso yo he apartado mis ojos de la leche?
Y siento que, así como la leche, hierven y se derrama el manantial que hay en mis ojos.
Y
allí descubro maravillado otro asombro, cuál es el color de nuestras
lágrimas. Y el del lenguaje cuando recién allí me explico el proverbio
que dice: “¿De qué vale llorar sobre la leche derramada?”
Pero
en la hornilla en donde la leche ha sucumbido ya está puesta una
cazuela donde el fuego se aviva para freír salchichas, chorizos o
rellenos de chancho, con los cuales mi madre, sabiendo que me gustan, en
silencio quiere consolarme. Y con lo cual se urde otra metáfora, porque
la leche combina con dichas frituras en estas mañanas invernales y en
mi aldea nativa.
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