Le Monde Illustré 4005, París, 22
de septiembre (1934)
César Vallejo y la arquitectura
incaica: una crónica rescatada Carlos Fernández y Valentino Gianuzzi
LAS FORTALEZAS INCAS
El pasado enero, luego de muchos
meses de excavaciones llevadas a cabo bajo la dirección del Museo Nacional de
Lima, se ha descubierto la osamenta central y básica de la célebre fortaleza de
Sajsawaman, en la ciudad del Cuzco, la legendaria capital del Imperio Incaico.
Estas grandes e invulnerables ciudadelas, a juzgar por sus vestigios, parecen
construidas por cíclopes, con materiales indestructibles, ayudados por una
ciencia militar tan avanzada que, para encontrar en la historia tales fortificaciones,
nos tendríamos que remontar a Roma antigua, a Babilonia y a la arquitectura
militar de la edad media. Sin embargo, con la notable diferencia de que,
mientras las murallas babilonias y las fortalezas romanas fueron construidas de
ladrillo y de concreto, o de piedras y de barro, las antiguas fortificaciones
peruanas fueron creadas de roca misma, y alzadas totalmente en piedra y sin la
menor mezcla aglutinante.
¡Y qué piedras! Bloques gigantescos, de una sola
pieza, integran muchas veces paredes enteras. Son murallas megalíticas o
formadas de tres o cuatro rocas superpuestas y unidas con una justeza tan
armoniosa y delicada que, como dijo Prescott, no es posible hacer pasar entre
una y otra la hoja de una espada. Sus junturas son tan sutiles, cuando no
imperceptibles, que se las tomaría por simples líneas o diseños decorativos.
En
general, y tomando como modelo la fortificación del Cuzco, las fortalezas incas
se yerguen sobre la cima de una colina o roca inexpugnable. Los flancos
susceptibles de acceso en caso de ataque están defendidos por dos o tres
murallas concéntricas, cuyos exteriores son los más gruesos. La parte superior
de cada una de estas murallas termina en un terraplén, que sirve a su vez de
plataforma a la muralla siguiente, y así sucesivamente. Al centro de esta
circunferencia, se alza el corazón de la ciudadela, con sus fortines, torres,
palacios, cuarteles, arsenales, depósitos de víveres, panoplias, habitaciones,
templos, trincheras, galerías y, finalmente, su gran explanada. Cada muralla
posee una gran poterna trapezoidal cerrada por un monolito. La comunicación de
la ciudad con la fortaleza está asegurada por dos profundas galerías
subterráneas, que dan al Coricancha (templo del Sol) y al templo de las
“Escogidas”, así como por un juego de andenes y terrazas, escalonados sobre la
colina a modo de niveles geológicos.
La sorpresa y la admiración que las
fortalezas incas despiertan en los exploradores y arqueólogos de los primeros
siglos que siguieron a el descubrimiento de América, lejos de atenuarse con las
explicaciones dadas a ciertos aspectos esotéricos de estas construcciones, no
hacen, en verdad, sino acrecentarse en nuestros días, debido justamente a los
pocos conocimientos que aquellos revelan en algunas ramas de física y de
química. Este es el caso del principio de los vasos comunicantes que, sin duda
alguna, dirigía la instalación del servicio de agua en Sajsawaman.
Es así, por
ejemplo, que en el círculo central de la torre de Muyujmarca, se han
descubierto los vestigios de un gran reservorio de agua potable, de una
capacidad de 47.000 litros y del que parten muchos acueductos y canales destinados
a la distribución del líquido en toda la fortaleza. Esta red hidráulica está
compuesta de tuberías verticales de piedra, de diámetros variables, similares a
nuestras tuberías metálicas de hoy. Este juego de conductos, que portan el agua
a niveles diferentes, según cada piso, no puede ser posible sin aplicar la ley
de vasos comunicantes.
Tal conclusión se encuentra reforzada por el proceso
empleado para el aprovisionamiento del líquido, retenido en la última cima de
Sajsawaman, colina seca y desprovista de fuentes cercanas.
“Ha sido, pues,
preciso —dice Luis Valcárcel, eminente director del Museo Nacional de Lima— que
los arquitectos incas aplicasen su conocimiento de la ley de vasos
comunicantes, construyendo un acueducto con sifón que probablemente traía el
agua desde el reservorio de Chacán, que se halla a una mayor altura y distancia
de cinco a seis kilómetros de Sajawaman”.
El transporte de enormes bloques de
piedra calcárea adonde son construidas las fortalezas incas, desconcierta
igualmente a los ingenieros modernos, que no llegan a comprender por qué medios
y procedimientos los indios han podido operar el transporte de esas pesadas
masas —que miden muchas veces 50 pies de largo, más de 30 de largo y 6 de
espesor— por carreras tan lejanas y atravesando ríos torrenciales, bosques y
quebradas.
La elevación de estas piedras a los diferentes niveles y terrazas de
la fortaleza, ha debido ser una labor titánica de paciencia, de tenacidad y de
fuerza, puesto que no poseían ninguno de los recursos modernos de montaje
mecánico. Esta labor fue sin duda tan dura, tan difícil y a veces tan
insalvable, que se ven, al pie de estas fortalezas —sobre todo en
Ollantaytambo— algunas masas porfíricas, llamadas “piedras cansadas”, que
fueron probablemente abandonadas en el curso del trabajo, debido a su peso
verdaderamente más que excesivo. Leyendas poéticas rodean a estas “piedras
cansadas”, cuya aureola secular y presencia fantasmagórica hacen surgir en los
indígenas imágenes de un simbolismo cartesiano y nostálgico.
En suma, todo en
la arquitectura militar inca lleva a pensar en una sorprendente epopeya,
realizada por fuerzas sobrehumanas o por “artes de encantamiento”, como no
dudan en afirmar algunos historiadores europeos.
Estas fortalezas —según Tschudi
(“Antigüedades peruanas”)— pueden ser consideradas como una de las obras
arquitectónicas más maravillosas, salidas de la fuerza bruta del hombre.
Squier, citado por Nadaillac, en su obra “La América prehistórica”, llega hasta
a decir que son comparables con las pirámides, con Stonehenge y con el Coliseo.
La ruina de las fortalezas incas se debe sobre todo a su demolición durante el
régimen colonial, para edificar, con ese material, las ciudades españolas.
Seguidamente, y luego de haber sido despojadas de sus tesoros más bellos
—cerámicas, telas, armas, objetos de culto, etc.— fueron abandonadas a la
incuria y a la lenta destrucción del tiempo.
Los diversos gobiernos del Perú no
le han prestado, desgraciadamente, interés que ellas merecen. Lo que han hecho
por conservarlas deja, en efecto, mucho que desear.
César VALLEJO.