viernes, 29 de marzo de 2013

CRISTOS TELÚRICOS - POR ALFONSINA BARRIONUEVO (PERÚ)

Santuario del Señor de Huanca (CUSCO) - Foto: Nalo Alvarado Balarezo
 
CRISTOS TELÚRICOS

Alfonsina Barrionuevo

¿Puede ser el viento, escultor?, ¿el agua?, ¿la lluvia?, ¿el granizo?, ¿el rayo?.  En nuestros Andes muchas imágenes sacras son obra de las fuerzas telúricas o ellas crean espacios, como un manto, para lograr su protección. En ellas lo mágico y lo divino se unen, produciendo un sincretismo que atañe a la hechura o conservación de las tallas.
 
En Ollantaytambo, Cusco, las burbujas de un manantial pulen con delicadeza una Cruz. Cuando el madero está listo, el milagroso Señor de Choqeqilqa, un Cristo pintado en él, llama la atención de Jainos, un humilde campesino, quien lo saca afuera y comunica a los pobladores el prodigio.

En un bosque de Huaraz, Ancash, la gente de los alrededores siente un ruido ronco, como si alguien estuviera en plena faena de aserrar un árbol. El fenómeno se repite varias veces, con cierta frecuencia, y cuando intentan sorprender al misterioso leñador, sólo sienten al viento agitando las ramas de los árboles. Un día, en que el ruido sube sus decibeles, corren hacia el lugar, impulsados por una fuerza interna, y encuentran un árbol patriarca partido en dos y en el centro, emergiendo de su corteza, un santo Cristo  surgido en una indiscutible  “soledad”.

En Ocongate el Crucificado de Tayankani se llama así porque se presenta sangrante en un espinoso árbol de tayanka.   Más arriba, en un farallón de la pampa de Sinaqara, frente a Qolqepunku, el nevado de la puerta de plata, el Señor de la Rinconada o Qoyllur Rit'i es diseñado por las manos del rayo y el granizo.

Otro es “cincelado” por un manante, que se volcaba tiernamente, sin cesar,  dibujando su cuerpo en una ladera vertical de un cerro en Muruhuay, Junín. Muchos, dicen, tuvieron la suerte de coger unas gotas de esa agua bendita, que recibió poder para crearlo,  y curaron sus males.  Hoy tiene un gran santuario que cobija a sus fieles y al mismo tiempo los aleja, mientras el agua se desliza sin volver a tocarlo,  por otro rumbo.
 
En Santa Clara, Lima, las monjas contemplan asombradas como la imagen de un artista, que no podían comprar por su pobreza, decidió quedarse en su monasterio. Su cruz  volvió a ser un árbol y extendió sus raíces por el piso del locutorio. A la par sus brazos se alargaron, convertidos en ramas, que se estiraban agitadas por un viento sobrenatural. Empavorecido, ante la voluntad divina tan extraordinariamente revelada, el tallador se retiró dejando su obra a la comunidad que hasta ahora la conserva.  

En el cataclismo de 1746, que castigó Lima y el Callao, el mar envolvió en sus olas una nave y la empujó tierra adentro. En su bodega, que resultó inundada, transportaba la efigie de un Cristo Pobre, hecho en España por el famoso Montañés. Su dueño entendió que había de por medio una voluntad del cielo y la entregó  a los pobladores. Puede verse en Santa Rosa, barrio primitivo de pescadores, que fue favorecido con el precioso regalo. Llegó a sus manos con una advertencia. No apenarle nunca con graves excesos, porque entonces una lágrima suya de dolor, arrastraría al Callao a sus abismos.

Sus aguas protegieron también a otro Cristo. Al Señor de Luren que fue rescatado de un naufragio. Se pensaba que había sufrido deterioro y lo vendieron, en una caja sin abrir, al cura Madrigal de Ica. El párroco no podía pagar por una buena imagen y se conformó con una de segunda, que se llevó entre gallos y medianoche. Al volver a su destino su alegría se tornó en llanto al descubrir que estaba intacto,  respetado por Mamaqocha, la madre mar.  

En un monasterio de Cajamarca una monja sintió golpes reiterados en la gruesa pared de adobe de su celda. Al repetirse, la madre superiora ordena que se abra y encontraron conmovidas un Nazareno de finísima factura. ¿Lo hicieron los ángeles? No se sabe, pero así pidió entrar, para quedarse en su iglesia.

En Julkamarka, Ayacucho, ángeles escultores se desprendieron de la curva de los caminos para encargarse de su talla.  El sacerdote que los contrató sin conocer su identidad celestial es nombrado canónigo de Huamanga y sale a medianoche, bajo una lluvia intensa para evitar la protesta de los pobladores, y el cielo cubre la comitiva con un toldo de aire que no permite pasar una sola gota de lluvia, hasta que llegan a la iglesia de Santa Clara que lo alberga por su decisión.
 
En Kayara, otra efigie fue enterrada, para salvarla del odio de sus enemigos, y allí esperó su rescate sin destruirse. La Pachamama, madre tierra, lo acogió en sus brazos como su hijo, preservando al Cristo de la humedad. Quince años después reveló que estaba allí a un arriero que descansó en el lugar  y lo devuelve sin huellas de maltrato.

El nevado Sarasara participó también en la hechura de esculturas sacras y trabajó, en su corazón, enorme como un taller, a la Virgen de las Nieves, que encuentran en su glaciar un día de tormenta. La naturaleza está presente en muchos prodigios según la tradición oral que indica su incorporación al mágico mundo andino.

 La luna convierte las lágrimas de la Dolorosa, que camina por los campos buscando a su amado Hijo, en las flores de la waq'ankilla, como si fuera su propio llanto. El arco iris crea para El con sus colores una flor encendida, la preciosa k'uichi t'ika, de pétalos encendidos. Otra, la flor del ñuqchu, muestra al abrirse una pequeña campanilla que resbala como una gota de sangre por el rostro del Señor de los Temblores, el muy querido Taitacha de Cusco. En su corola, sus pistilos aparecen dispuestos en forma de una cruz. Otra flor de Semana Santa recibe el nombre de “corona de Cristo”  porque la lleva entretejida sobre sus pétalos. Las “aromas”, unas flores amarillas, que eran distintivo de Lima y de Abancay, Apurímac, se siguen colocando sobre la cabeza del Señor de Ramos en Surco. Es el amankay andino que perfuma sus rizos.

Estos señores y otros pertenecen a las ciudades y pueblos del Perú que tienen Semanas Santas inolvidables, por la unción que se respira con su presencia. En mañanas de manos tejedoras que hacen cruces de encaje con palmas, con el regocijo de bronces que sueltan sus repiques en alas del viento o el silencio viernes santero que crece con el pasajero graznar de las matracas. Arenales que extienden hasta el mar sus lenguas áridas y sedientas, por donde caminó alguna vez la Dolorosa, levantando neblinas para defender a  sus gentes  de los ataques aviesos. Y cielos de altura, con pendones de nubes, que se levantan ciñedndo las andas de los  Señores triunfantes de Resurrección.

Cocidos de toronjil, manzanilla y romero  perfuman los pies de los Crucificados que pasan sobre alfombras que se tejen con pétalos de keyserina, arrayán, retama, geranios, claveles y airampos. Naturaleza que se tiende a sus pies participando de su Pasión en el intento más grande que haya hecho un hombre, el Hijo de Dios, para salvar a la Humanidad  de sus cuitas.

Alfonsina Barrionuevo - Foto: Nalo Alvarado Balarezo



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