HOMENAJE A LOS NIÑOS EN SU DÍA:
COLUMPIANDO SONRISAS
Javier Cotillo (JACO)
Canto a la vida y a los
niños del mundo, especialmente a los que son como la pequeña que conocí
esta mañana mientras iba a mi trabajo usando el servicio público.
Ajena al ajetreo de la gente
que pugnaba por un lugar dentro de vehículo, ella se encontraba
cómodamente recostada sobre una falda llevando a cuestas, calculo, sus
escasos año y medio. Exhibía con inocente elegancia su carita ovalada y una
minúscula naricita que armonizaba con sus medianos ojos, sin argumentos de
bandera, los que se abrían y cerraban al ritmo de cada mamada, porque han
de saber que la jovencita estaba desayunando sin intermediarios, directamente
del pezón. En su golosa tarea ponía toda su energía para envolverlo con la
lengua y chupar con brío y, de rato en rato, presionar con sus manitas al
recipiente, para estimular su contenido.
No era el desayuno ni su recipiente lo
que impresionaba, sino el modo singular en que desbordaba su felicidad entrecruzando
los pies, uno después del otro, al ritmo de su deleite, como defendiendo la
exclusividad de su alimento en el centro de la gente que se apiñaba, como
podía, para dejarle un espacio.
Cuando eructó su "chanchito" dio por concluido el desayuno. Se sentó como
autorizando que recojan la mesa, o mejor digo, “que guarden la mesa”. Entonces se pudo apreciar sus finos labios y
las ondas de su cabello que se desparramaban plenamente sobre sus orejitas
ovaladas para exhibir los rulitos escotados. No era robusta, pero hacía gala de
buena salud.
Se
contorneó con vigor hasta lograr ponerse de pies sobre sus zapatos de gamuza
semicubiertos con las mangas de su pantalón que se prolongaba hasta la cintura,
y para quedarse en ese lugar, me refiero a su pantalón, dos tirantes se
abrazaban de sus hombros, desde donde se escapaban sus bracitos rollizos que
remataban en dos delicadas bolitas, que al estirarse, dejaban libre a sus
inquietos deditos; eran sus lindas manitas, como de juguete.
Se
paró a mi lado, como desafiando a todos. Entonces hicimos lo imposible para
mantener el espacio a su favor. La pequeña apenas podía mantener el equilibrio
debido al movimiento del vehículo y por la falta de experiencia en esos
menesteres, pero descubrió que era muy divertido jugar con el movimiento
del carro, y armonizando con el vaivén logró dar pequeños saltitos, gracias a
las manos que la sujetaban desde los tirantes. Continuó con sus saltitos en el
mismo lugar, marcando la cadencia con la boca: ta ta tá..., tatá, tata...
tatatá... Y mientras su diversión tomaba cuerpo, entubó los labios de su
pequeña boca, arrugando con gracia su naricita de algodón, pero con los ojos
exageradamente desorbitados, cuyo extraño contraste nos preocupó a todos, pero
cambió de modo rápidamente para jalar sus párpados achinándolos hacia arriba y
a los costados, y luego su frente, después las cejas y hasta las orejas,
subiendo y bajando como columpiándose entre seria y jocosa, al ritmo de su
carcajada, como festejando un chiste muy gracioso que sólo ella sabía.
Nunca
vi reírse a alguien con todos los elementos de su rostro. De pronto, adusta
como una roca, pero sólo un instante. Luego columpiándose al otro extremo, como
las caretas de un teatro, pero vestidos de inocencia y gracia, devolviendo las
orejas hacia abajo, desarrugando la frente, dejando los ojos chinos para
recuperar los redondos, igual que sus cejas, de oblicuas a ovaladas,
desarrugando la frente, soltando sus párpados hacia abajo y al centro, extendiendo
las arrugas de su nariz. Una sinfonía concertada de gestos y muecas que
oscilaban entre alegría y seriedad, vale decir, cambiando cada segundo y a su
gusto, la carcajada por la seriedad, todas juntas, como si fueran varias
personas riendo en un solo rostro, hizo que la gente estire sus ceños,
entrecejos y sobrecejos, para tomar generosamente de ese manantial llamado
"niña" la cantidad de carcajadas que su antojo les arrancara,
hechizados por el más bello concierto de alegría de ese rostro sin igual.
Todo
esto ocurría casi al llegar a mi paradero. Al bajarme, todavía con la sonrisa
en los labios, intenté mirar una vez más a ese encanto de niña a través de los
cristales del vehículo. Pero no la volví a ver. Sin embargo, estaba la abuela...,
columpiando el mismo rostro de alegría, como un doble, pero de adulta. Entonces
supe cómo sería la niña cuando grande. Esa nueva porción de sonrisa me acompañó
por muchas cuadras. Y mientras escribo esta experiencia, estoy aprendiendo
también a columpiar mi nueva sonrisa. La niña con su abuela... tienen la culpa.
JAVIER COTILLO CABALLERO (JACO)