miércoles, 9 de octubre de 2019

9 DE OCTUBRE: DÍA DEL CORREO - FOLIOS DE LA UTOPÍA: EL TELEGRAMA - POR DANILO SÁNCHEZ LIHÓN


 

CAPULÍ, VALLEJO Y SU TIERRA
Construcción y forja de la utopía andina
 
 
OCTUBRE, MES DE LA SALUD,
LA ALIMENTACIÓN, LA GESTA
DE ANGAMOS; VIDA Y EJEMPLO
DE MARIO FLORÍAN Y LUIS
DE LA PUENTE UCEDA
 
CAPULÍ ES
PODER CHUCO
 

SANTIAGO DE CHUCO
CAPITAL DE LA POESÍA
Y LA CONCIENCIA SOCIAL

 
*****
 
DE JUNCO Y CAPULÍ,
EL DISCO DE DIANA CHÁVEZ
Siento al escuchar la música honda y hermosa de Diana Chávez que la razón está de nuestro lado, de quienes abrazan como causa de sus luchas defender el mundo andino, que la belleza de sus canciones es la verdad que deviene de nuestros principios y convicciones.
Siento que asume lo humano y se compromete con lo mejor de ello, con la felicidad y la esperanza de los más pobres pero auténticos. Donde se canta al ande, a la serranía, a lo humilde y a lo que es plenamente identificada con nuestra tierra.
En el fondo y con ello ha logrado hacer una proeza donde se dan los quiebres, los gestos y los cambios de voz; cabal, solvente, sin titubeos, plena y total. Voz que tiene imán, embrujo y encanto.
Rocío es la palabra clave y que lo sintetiza todo, porque como el rocío se posa en la flor, y es frescura, hechizo y sortilegio, así también su música se posa en nuestro corazón, en donde se perfila bien su poesía de fe que entra en el alma y de ella brota.
Donde la música vibra convertida en compás, savia y sangre que estalla. ¡Que se hace latido!, y para que nazca el latido siempre ha de haber milagro, abrir este sus alas, libre y en ofrenda, con un mensaje lleno de esperanza. Por todo ello decirle a Diana Chávez: gracias por ser como eres. Y ratificar que así se hace arte, música, poesía, ¡y vida!
DANILO SÁNCHEZ LIHÓN
 
*****
 
9 DE OCTUBRE
 
 
DÍA
DEL
CORREO

 
FOLIOS
DE LA
UTOPÍA

 
EL TELEGRAMA
 
 

Danilo Sánchez Lihón
 
 
El día que me muera: ¿en una piedra?,
el día que me duerma: ¿en una cama?,
que me llenen de cartas la camisa
para asfixiarme de palomas blancas.
Juan Gonzalo Rose
 
 
1. Calma
impávida
 
– ¡Anda a ver quién toca la puerta!
Le dice mi padre a mi hermano menor a esa hora quieta del mediodía, cuando en las casas de mi pueblo se almuerza.
Es cuando el universo es una sábana blanca, en donde el zumbido de una mosca es un estruendo, como lo es el estallido de las cucharas en los platos.
Por eso, los golpes en la puerta nos habían puesto a todos, sorprendidos y nerviosos.
– Un telegrama, –volvió diciendo.
Colocó delicadamente a un costado del plato de papá el sobrecito de papel bulki con rayas azules y un chasqui dibujado en la parte de afuera.
Llevábamos las cucharadas de rico caldo de papas, perejil, arroz y carnero a nuestras bocas, pero con los ojos puestos en esa presencia inquietante y perturbadora del telegrama al costado del plato de papá.
¿Qué quería enseñarnos con esa calma impávida?
 
2. La primera
línea
 
Mi madre, sentada en una silla cerca de la cocina de piedra y barro donde humeaban las ollas, servía ya el segundo plato.
– ¿No lees el telegrama? ¡Puede ser algo urgente! –Dijo aprehensiva.
– Ábrelo y léelo–, ordenó mi padre a otro de mis hermanos menores, sentados y ya comiendo todos alrededor de la mesa y a quien notamos angustiado de recibir un encargo como este.
Por si acaso, hago hincapié que los telegramas en mi pueblo los trasmitía, como los recepcionaba y copiaba a mano, mi tío Justo Montoya, y lo hacía con una letra estilizada, que era agravada porque se escribía con un lápiz de trazo color morado que, para que se hiciera tinta, tenía que mojarse en agua y a cada momento, lo que daba como resultado que no todo fuera parejo en la escritura.
Mi hermano desdobló nerviosamente el papel y dio lectura a la primera línea:
– César falleció.
 
3. Un
rayo
 
Y no leyó más porque le empezó a dar sacudones el cuerpo, a temblar las manos y el papel cayó al plato de sopa.
Mi madre dio un ¡ay! tan desgarrado que hizo que todos nosotros derramáramos el líquido de la cuchara que nos llevábamos a la boca. Y ella dejó caer, lógicamente, el plato que estaba sirviendo al suelo.
– ¡No! ¡No! –Gritó– ¡Qué le ha pasado a mi pobre hermano!
– ¡Dios mío! –Dijo mi padre.
– ¡Por qué! ¡Por qué!–, volvió a gritar mi madre ésta vez como si le hirieran con un cuchillo. Y salió corriendo hacia la casa de mi abuela, dejando todo tirado.
Algunos de mis hermanos pequeños la siguieron, llorando detrás de ella, mientras otros nos levantábamos de la mesa sin saber qué hacer ni cómo ayudar en esa hora aciaga.
Lo primero fue ayudar al hermano que había leído y que parecía atravesado por un rayo, alcanzándole un vaso de agua.
 Era una situación desesperante.
 
4. Y
leyó
 
Mi padre también se levantó:
– ¿Cómo ha pasado esta desgracia? –Se lamentó, poniéndose el saco que tenía en la percha de la cocina, aprestándose a salir y dar aviso a alguien. Quizá yendo a estar en la casa de mi abuela.
– ¿Dónde estaba mi tío César?–, pregunté también ensombrecido e impactado.
– Creo que en Trujillo. ¡Pobre muchacho! ¡Tan joven! ¿Pero qué cosa le ha ocurrido? ¡A ver, qué más dice el telegrama!
Extrajo como pudo el papel de la sopa, lo extendió sobre la mesa, ya la tinta se había expandido dándole unos ribetes añiles a cada letra hasta inclusive deformarlas.
Cogió el telegrama y leyó:
 
5. No había
rastro
 
César Vallejo
Nº 82
Feliz día de la madre, mamá.
Tu hijo, Juvenal.
– ¡Corre!
Grita mi padre
– ¡Corre! ¡Alcanza a tu madre! ¡Va a matar a tu abuela!
– ¡Corran todos! –Volvió a gritar.
Y salimos en estampida como flechas vertiginosas.
¡Volteábamos una y otra esquina y no había mamá!
Increíble que hubiera corrido tanto. ¡No estaba!
No había rastro de mamá ¡y ya veíamos morir a mi abuela con la noticia!
Era seguro que ya estaba pronta a llegar a la casa de mi abuela, a quien "la noticia" de seguro iba a causarle un infarto fulminante, quizás la muerte, como preveía papá, pues mi tío César era su hijo más querido.
 
6. El nombre
de nuestra calle
 
Creo que nunca he corrido como aquella vez, para alcanzarla y evitar la muerte segura de mi abuela, a causa del infarto irreparable.
Y claro que la alcancé, aunque ya en la puerta, habiéndola ya tocado con puños erizados.
Yo llegue y en la velocidad tuve que arrojarla al suelo tapándole la boca y diciéndole:
– No es César falleció sino César Vallejo. –Le explicaba a mi madre que no entendía nada.
Cuando se fue calmando la fui explicando:
– No es César falleció, mamá, es César Vallejo, el nombre de nuestra calle. El telegrama es de saludo por el Día de la Madre que te envía Juvenal.
 
7. Mi
pueblo
 
Poco a poco se fue calmando mientras mi abuela salía con un vaso de agua.
Así ocurrió el día que íbamos a causarle la muerte a ella, casi también la de mi madre aunque eso sí se causó un laberinto en mi casa.
Pero hubiera sido peor si es que no se rescataba a tiempo el telegrama ya sumergido en el plato de sopa en donde había caído.
Claro que por los nervios mi mamá quería castigar al hermano que leyó mal, y al no poder alcanzarlo se desquitó conmigo dándome puñetazos.
Pero felizmente así pudo pasarle la terrible y tremenda emoción que había vivido.
¡A lo que predisponen los golpes en la puerta de la calle! Y, sobre todo, la entrega de un telegrama a esa hora vacía, cercana al mediodía, en Santiago de Chuco, ¡que es mi pueblo!
FIN
 

 Sí, pues, maestro. Los telegramas eran sinónimo de urgencia, excepto en los cumpleaños en donde traían felicitaciones de distintos lugares convergiendo como mariposas o pájaros livianos.

 Venían en un sobre amarillo especial y en un formato también especialmente diseñado. Sobres y texto, dígase de paso, no hechos para guardar confidencialidad alguna.

 En mi caso, quiero decir en mi vida, en mi infancia, los telegramas llegaban hasta Mollebamba ( a media hora de duro camino hasta La Yeguada, y traían la caligrafía apurada de Estuardo García el hombre de la oficina postal. Era menester, entonces,  encargarlo a "un propio" para que llegue a su destino. Mi padre desgarraba el sobre con agresividad carnívora. Antes ya había arrugado el seño.  Casi siempre llegaban buenas noticias y la enardecida cresta de la mala suerte se recogía a su lugar. Pero también llegaban los noticias terribles. Lacónicas y terribles. ¡Fua! como un latigazo del destino o más, creo que más.

 Los telegramas habían creado sus propias palabras: premés (presente mes), comanpuesto guarcivil (comandante del puesto de la guardia civil), y, claro, en vez de te recuerdo, recuérdote; en vez de te saludo, salúdote. Medio vallejiano ¿no?. 

Y a esta altura permíteme una confesión muy personal: mi padre decía que la mejor noticia que recibió en su vida fue cuando le informé (telegráficamente) que había ingresado a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Supongo que escribí "Ingresé a San Marcos". Pero el telegrama llegó como debía redactarse "Ingresé San Marcos".   Mi padre festejó la noticia con   la volcánica emoción que lo habitaba. Que siempre lo habitaba para bien o para mal.  Pero después contó las palabras (que venían consignadas en el formato que te digo) y faltaba una. Entonces palideció. Quizás quiso decir "No ingresé a San Marcos", se dijo; pero continuó la fiesta  aunque ahora  ya a  medio trote.

Un abrazo, maestro y gracias por haberme traído  de golpe, en un telegrama, tanta historia que no sé por que razón se mezcla en mi caso con los campos de maíz ya cosechados y el ruido que en ellos hacían mis botas  (infantiles) de caucho. Y también, como en tu texto, con un plato de cuy que quedó a medio comer...

Y dime ¿existen aún los telegramas? O. como varias especies de la tierra, se han extinguido ya.

Un abrazo.

Angel Gavidia
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