INSTITUTO DEL LIBRO Y LA LECTURA
INLEC DEL PERÚ, Y CAPULÍ, VALLEJO Y SU TIERRA
JUNIO, MES DEL SOL
PLAN LECTOR, PLIEGOS DE LECTURA
PARVAS, ESPIGAS Y VOCES DE JUNIO
Por Danilo Sánchez Lihón
Porque en aquel alero
regábamos ilusos una flor
cuyo nombre nos entristecía:
“No me olvides." DSL.
Porque en aquel alero
regábamos ilusos una flor
cuyo nombre nos entristecía:
“No me olvides." DSL.
1. Más fulgurante que el sol
En el mes de junio, en Santiago de Chuco se barren las parvas y se entretejen rastrojos nuevos en las eras.
Revuelan en las viejas casonas esos moscardones negros que llevan en sus patas posteriores, bajo el añil del cielo sereno, una pepita de oro de su miel.
Es de un color más fulgurante que el sol, como una brasa que volara o un rojo carbón.
A ellos los perseguimos hasta los huecos que han horadado en los travesaños altos de los techos, donde pellizcamos los panales en los aleros carcomidos.
Allí introducimos trozos de carrizos para arrebatarles ese granito de oro de mil quilates, dulce, denso y de exquisita miel.
2. La pared del horno
– ¡No piquen los magueyes!– es el grito de mi abuela, mientras mordemos entre los dientes, dejando que se deshaga en nuestra boca, esa ambrosía que vamos saboreando con la lengua, en un goce supremo de estar probando néctar divino.
– ¡Estos hijos! Pero, ¡cuál es el gusto de perseguir a esos animales por los aires! Ya me han desmoronado el pilar de la sala. ¿Y cuando se caiga el alero? ¡Ay, cuánta falta me haces Desiderio!
Y mi abuela con un borde de su rebozo se enjuga una lágrima.
– ¡Leoncio! ¡Amelia! ¿Dónde se meten estos chicos? ¡Como duendes desaparecen! Para las travesuras, ¡díganles a ellos! ¡Espanten esas gallinas que están picoteando la pared del horno! ¡Ay!, ya no me sostienen estas piernas para dar unos pasos. ¡Chis, gallinas!
3. El rasgueo de una guitarra
También junio es subir al terrado a ver cosas, en donde nos afanamos en juntar las monedas de oro que el sol riega desde los agujeros que dejan carrizos y tejas.
O en pulir con los dedos los haces de luz y polvo que se alargan desde los resquicios de la cumbrera hasta los rincones de adobe.
En junio las voces de la gente que camina por la calle se hacen nítidas y cristalinas. Pasan al mercado señoras con canastas de panes, arrieros con sus burros cargados con hatos de alfalfa y encogidos dos o tres ancianos oscilantes.
Todos se saludan al pasar entre el rasgueo de alguien que barre las piedras del frente de su casa y el cloqueo de alguna gallina que subida a la pirca busca donde poner su primer huevo. O el rasgueo de alguna guitarra.
– ¡Buenos días niña Elvira!
4. ¡Déme a mí ese gusto!
– ¡Buenos también le dé Dios, señora!
Pasan los "mollejones" con sus pollinos cargados de angarillas de ollas de barro: coloradas, cantarínas y límpidas, que mi madre hace des¬cargar y compra las más sonoras.
Con los nuditos las prueba como si fueran campanas:
– ¿Las cambia?
– ¡Cómo no, patrona
– ¿Con cereales?
– Bueno señora. Déme lo que tenga.
– Tengo trigo azul, del bueno.
– Gracias madrecita.
– Esta cazuela también la quiero.
– Cójalo nomás, mamita. ¡Déme a mí ese gusto!
5. Como habas
Otro día pasa un señor con un bastón en la mano y con la otra cogiéndose de las paredes, con los ojos estrambóticos, nublados y abiertos; sin mirar nada salvo el cielo en una actitud ingenua.
– ¡Mira, ahí va el ciego!
– A él le tostaron los ojos. –Cuchichea otra de mis primas, hablando bajito y tratando de ser solemne.
– Y ¿cómo, ah?
– En una callana. ¿No sabes cómo se tuesta? ¿No has visto tostar cancha, trigo, alverjas?
– ¿Les sacan y ponen a tostar ahí los ojos?
– ¡Claro! ¡Y se tuestan como habas! Sino, acércate ¿y míralo cómo son sus ojos!
– Y, ¿por qué lo hacen?
– Por coger los alfeñiques sin que pidan permiso. Y por mentir, sin decir: yo lo hice –interviene alguna tía aguafiestas.
6. Destino de ciego caminante
– ¡Como si Dios a los humanos no nos hubie¬ra dado lengua para pedir y decir la verdad! –agrega otra vieja antipática.
– Y miren, ¡todo su cuerpo se hace alfeñique, sino mírenlo cómo camina!
– ¡Ya ves! –me dicen, entonces– ¡Eso pasa por coger los dulces sin pedir permiso!
A partir de ese momento me enojo para todo el día, porque veo en ese pobre anciano reflejado mi destino de ciego caminante por las calles y aledaños de mi pueblo.
Pero mi madre, que todo lo sabe, siente que yo me he resentido. Y disimuladamente con los ojos me hace una seña invitándome a salir.
Desde su bolsillo me tiende alfeñiques que yo rechazo airado, ya con mis ojos llenos de lágrimas.
7. ¡Deja de llorar!
Serán las últimas que lloren porque se tostarán, por ser un ladrón desalmado de alfeñiques, pero también de dulces y chocolates, que mi padre regala a mi mamá.
Le obsequia en esas latas con paisajes tan lindos que mi hermana, con precocidad antipática –yo no sé como la sabihonda está enterada–, dice que son pai¬sajes de Alemania. ¡Imagínense cuánto sabe y parece zonza!
– Ven, vamos. –Me consuela mi madre– momento en que vuelvo a gimotear mi horrenda desgracia.
– No les hagas caso. ¿No ves que te quieren? ¡Quisieran apachurrarte, pero tú no te dejas. Eso les molesta y te fastidian de ese modo.
– Entonces, ¿No va a ocurrir?
– ¡No! ¡Deja de llorar! Y no les des gusto.
Y me lleva a dar un paseo.
8. Hierba mora en ajenjo
Ni bien salimos a la puerta, yo restregando mis lágrimas, se acercan a decirle:
– ¡Ay niña Elvira! Mi Catita se ha llenado de la erisipela. Dígame, ¡qué le diera!
Ahí se me pasa el enojo. Alzo las orejas y estoy atento para ayudar a mi madre:
– Le puedes dar....
– ¡Hierba mora!, mamá. –Le digo bajito y jalándole su pañolón a cuadros verdes.
– Hierba mora en ajenjo. –Completa mi mamá.
– ¿No tendrá usted, niñita?
– Sí, hay. –Intervengo ya, como si la cosa fuera conmigo,
Y sin ningún sentido de la discreción anunció:
– ¡Ahorita la traigo! –Y corro a la ventana y a los cajones que allí colocamos a los cuales llamamos “El boticario”.
9. El olor remoto de las maderas
¡Cómo no! La hierba mora, buena para combatir la erisipela; pero también los diviesos, los flemones, los panadizos. ¡Y las quemaduras! En infusión, mezclada con verbena y hierba santa, es buena para aliviar la fiebre del tabardillo.
Lo sé, porque mi madre y mi tía Zarela heredaron de don Benigno Rojas –mi abuelo– el arte y afición a administrar el poder curativo de las plantas y mi madre me lo inculcó a mí.
Tenemos una caja de madera, que vendría desde Borneo o Sumatra, digo yo por el olor remoto y original de las maderas. O procedente de cualquier otro país, pero eso sí lejano y exótico.
Allí vendría cierto producto oloroso, como esencia de almizcle, porque eso rezuman sus tablas amarillas, con ranuras para las divisiones y una tapa que se desliza entre dos estrías.
10. De altura y de temple
Allí guardamos las hierbas, Y yo era el almacenero. Y como tal el médico, el brujo, el demiurgo.
Y mi madre me ayudaba en ese rol que hacía con entusiasmo pero seguramente con inocente torpeza. Y muchos paisanos míos estuvieran ya en el cielo gozando de buena vida, no como ésta, si ella no me hubiera corregido a tiempo, ayudándome en tales menesteres.
¡Horas he pasado oyéndola hablar del valor curativo de cada planta! Ayudándola a envolverlas, rotulándolas y anotando sus virtudes milagrosas.
Aprendiendo a identificarlas, distinguiendo su color, memorizando su forma, reconociendo su tersura como su profundo y embriagante olor. Y hasta probando su sabor en la boca.
En dos se dividían los componentes de ese arte:
Las plantas de altura o de jalea; y las de temple, valles, hondonadas y bajíos.
11. El torongil, el cardo santo
Pero tanto o más que el poder curativo o el prodigio de las yerbas que sanan, para mí ese cajón representaba el milagro del lenguaje y la resonancia de las palabras:
Porque habían voces y sonidos que encerraban todo el universo; los huertos, paisajes y arco iris. Así: la zarzaparrilla, la trinitaria, el láudano, la panizara, el toronjil, el cardo santo, el "Juan Alonso", el alcanfor, el "pie de perro", el acíbar, el membrillo.
Y otras, como:
.
La huamanripa, a la que más recurría creo que por su acento y tañido. Y la recetaba –yendo de la idea al hecho al ponerla a cocer en una olla– no sólo para curar la tos sino para cólicos de barriga.
12. Los hijos indefensos
La zarzamora, que unida a higo seco, a raíz de altea, a hojas de rosas y a brotes de jazmín –todo echado a hervir y colado– es buena para aftas bucales de los niños de teta. ¡Que siempre los había en casa!
El ñorbo o la pasionaria, cuyo nombre explica mamá, evoca la corona de espinas, el clavo y el martillo de la cruz, y que estuvo al nacer Jesús en Belén y también al morir en el monte Calvario.
La ortiga, –¡cómo he chillado y zapateado por cogerla mal en el camino a Cachulla!– buena, cuando está seca, para curar los resfríos o detener la caída del pelo.
Pero fresca, con sus temibles hojas aserradas, sirve para latiguear las rodillas o los brazos atacados por el reumatismo.
¡También las madres desalmadas la cultivan para castigar la malacrianza de sus hijos indefensos!
13. Para curar una vergüenza
El matico, de color pardo, sirve para tomarlo en emoliente, cuando hay inflamaciones de pecho, o para lavar las heridas o hacer gárgaras.
El mastuerzo, de pecíolo largo, bueno para el escorbuto, mezclado con el jugo de granadilla que mi padre, poniéndome al hombro una alforja, me enviaba de madrugada a traerla desde el fundo de Pasabalda, que queda a un día de camino.
La cola de caballo, que en tizana es para las compresas y cataplasmas aplicadas en heridas, hemorragias de la nariz y úlceras de las encías. Pasada por la barbilla provoca estornudar; pero hacerlo enoja a las mamás, que por ese hecho nos jalan las orejas.
El llantén y el ajenjo es para dolores de estómago.
La congona para curar una vergüenza.
14. La resonancia de sus nombres
La escorzonera sirve para la temible tos ferina; la semilla de membrillo en panetela es para formar el estómago de los recién nacidos.
La valeriana te dábamos a sorbos en tus desmayos, mamá.
La trinitaria cocida en hidromiel y pasada en vino, excelente contra las molestias respiratorias y el asma.
La pimpinela para los enjuagues tónicos.
Y los odiosos ¡churgapes!, para baños de "caisas" y consentidos, con los cuales me amenazaron mis tías pero que tú jamás lo permitiste mamá. Y mi padre ¡menos todavía!
Por eso, cuando a veces me preguntan cómo es que me nació el gusto por las palabras yo contesto que fue este oficio de niño curandero.
Y esto basado en yerbas que en mi ingenuo sentido era el poder de la resonancia de sus nombres aquello que lo hacía tener sus mágicos poderes curativos
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