Danilo Sánchez Lihón
“Oh siempre, nunca dar
con el jamás de tanto
siempre”.
César Vallejo
El padre Fernando Rojas Morey, uno de los referentes morales más señeros del Perú actual, ejemplo de virtud, de una vida entregada a formar niños y jóvenes, con sentido de la historia y de no olvidarnos jamás de los pobres y de los que sufren, cumple hoy día, 20 de diciembre del año 2018, 60 años de vida consagrados con autenticidad al sacerdocio.
A quien conocimos cuando éramos niños y llegó como párroco adjunto de la parroquia de Santiago de Chuco, recién graduado sacerdote y quien es el que en gran medida formó nuestro corazón.
Conocerlo es asomarse a un manantial, pero sobre todo a una mano que defiende en la oscuridad, a un corazón más firme que el nuestro atribulado, porque el suyo está en el centro de Dios.
Lo que más admiré de niño y admiro hasta ahora en él es el ejercicio de la verdad; la valentía y el coraje en silencio; y la noción de lo heroico pero sin que se note hacia afuera.
La siguiente es la estampa de cuando dejó Santiago de Chuco para asumir la conducción de la parroquia de Chepén.
1. La tarde
era nublada
Revisó por última vez que todo estuviera en orden. Tenía listas sus maletas y empaquetadas sus cosas para emprender el viaje de regreso y adiós dejando Santiago de Chuco después de cuatro años de apostolado. Estaba tranquilo, porque todo había sido exacto, correcto y puntual.
Iba a hacerse cargo de una parroquia importante de un pueblo emergente de la costa norte situado entre Trujillo y Chiclayo, de población creyente, pujante y entusiasta, como es Chepén.
El ómnibus en el cual ya tenía adquirido su boleto de viaje y habiendo coordinado que recoja su equipaje de la puerta del convento, se detuvo a la hora convenida y allí empezaron a subirse baúles y maletas.
El Padre Andrés Berríos con quien trabajaba en la parroquia de Santiago de Chuco había decidido acompañarlo hasta Trujillo. La tarde era nublada, oscura y empezó a caer una ligera llovizna que amenazaba con hacerse aguacero.
2. Gente
sencilla
El pueblo bajo los nubarrones parecía vacío, tal y como cuando él llegó por primera vez en que le pareció que en él el silencio resonaba en las piedras y hasta en los adobes de las paredes.
Pero esta vez cuando el vehículo avanzó unos 50 metros recién pudo ver que la población quieta se había apostado en fila, a cada lado de la calle en la vereda, cogidos todos de la manos hombres y mujeres en señal de despedida.
Ha oscurecido y la lluvia ya arrecia con fuerza. Algunos están bajo los aleros de los techos pero muchos otros a cielo descubierto porque la fila cruza una calle o porque son curahuas de casas de donde no sobresalen aleros hacia la calle donde les ha tocado estar.
Sin embargo nadie busca refugio sino que todos permanecen enlazados de las manos sin correr ni moverse. No es una manifestación bulliciosa, no se lanza ningún grito ni proclama, es un adiós sentido, conturbado, mudo; como si el alma estuviera estrujada y apretada en un puño.
Es la gente sencilla la que no tiene generalmente voz que le represente, que solo sabe llorar, pero ahora allí están, quizá por primera vez todos sintiéndose humildes.
3. Ambos lados
del camino
El ómnibus ha empezado a avanzar lentamente, también el chofer está conmovido y hasta la máquina se ha sumido apenas en un susurro, sintiendo que este es un momento solemne.
En la fila hay hombres, mujeres, ancianos y niños; todos fuertemente cogidos de las manos, pero sin poder decir siquiera adiós, ahogándose en su propia aflicción, pero a la vez fortalecidos de saber que existe un ser como aquel a quien despiden.
El Padre Fernando Rojas nunca se imaginó que pudieran haber expresiones como esa: íntima, callada, hierática; que es demasiado, porque en ella resaltan las miradas que son mucho más lacerantes y a la vez llenas de preguntas y esperanzas que las palabras mismas jamás podrán traducir.
El ómnibus avanza tres cuadras y voltea. Allí al Padre le saltó el corazón porque pudo ver que las dos hileras no terminaban allí sino que se prolongaban interminables. Pero tampoco acababan donde terminan las casas, sino que avanzaba por los cercos de pencas de la carretera, curva tras curva las dos filas a ambos lados del camino.
4. Abierto
e indefenso
Bordeaba chacras, orillaba bosques, atravesaba acequias y quebradas. Todo Santiago de Chuco estaba unido por las manos allí: viejos, jóvenes, mujeres, niños; tullidos, sanos; afligidos, en calma.
Al verlos más nítidamente veía que las lágrimas se confundían con la lluvia en los rostros surcando las mejillas de aquella feligresía.
Y había de todo, acomodados e indigentes, señores de la ciudad y gente del campo, profesionales, artesanos, comerciantes, ricos y pobres.
Aunque en ese caso todos somos pobres, o inmensamente ricos, frente a tanto prodigio y frente a tanto misterio, pensó.
Las lágrimas se deslizaban y no podían enjugarlas porque todos tenían las manos fuertemente enlazadas unas con otras y no querían desligarlas ni que en ningún punto se interrumpiera la interminable columna de dos filas que solo buscaban sus ojos, hablándole al alma.
Y a cada momento que pasaba el llanto así era más expuesto, abierto e indefenso.
5. Y
su salvación
Solo un pueblo andino y profundo como es Santiago de Chuco, que ha sido capaz de dar a un hombre de pensamiento y emoción totalizadora como César Vallejo puede ser capaz de una manifestación así.
Solo un pueblo que ha podido dar a muchos hombres de praxis y acción revolucionaria como Artemio Zavala y Luis de la Puente Uceda, así como los contingentes de voluntarios para todas las gestas y circunstancias trascendentes de la Patria, es así.
Capaz de dar un adiós tan hondo y tan sentido, una expresión de adhesión y afecto de ese modo: callado, ungido y también arrebolado de misterio.
Sin declaraciones ni aspavientos, sin palabras porque el afecto y la emoción las hacen impotentes.
Aquel cerrar filas a ambos lados con el alma vibrante, llorando y hacia el fondo de sí mismo clamando en una afirmación total de la vida.
Que únicamente se propusiera mirarle a los ojos, anhelando que él trajera sus miradas y hasta sus ojos. Y a través de ellos sus corazones, sus espíritus y su salvación.
6. Me
perdí
– Entonces lloré también, –nos refiere don Fernando–. El Padre Andrés Berríos que iba a mi lado también lloraba. Pero yo lloré ya durante todo el camino. Más, cuando miraba a Santiago de Chuco abajo, en la hondonada o ya allá en la lejanía. Y el alma y el corazón se me desgarraban. ¡Y es que Santiago de Chuco fue y es mi primer amor!
– ¿Usted llegó allí recién ordenado como sacerdote?
– Sí. Y viajé con una inmensa expectativa en el alma. Y me encontré con un pueblo profundo, un pueblo grande, un pueblo íntimo; un pueblo viejo pero en donde lo que más resaltan son los rostros de los niños. Un pueblo donde hay el contraste de sus casas de paredes blancas, con el fondo de sus colinas y cerros verdes. Y con sus mujeres vestidas de negro, de mirada pura, suave y transparente. ¡Un pueblo místico!
– ¿Y le pareció grande mi pueblo Padre? –digo para distraerle de la pena en la que lo sume la evocación
– ¡Es grande! Y uno siente al llegar que es pueblo añejo, con mucho ancestro y sabiduría. Es tan grande que el primer día yo me perdí. Fui a cenar a la casa de Segundo Ravelo y al regresar me perdí. No sabía en dónde estaba ni cómo regresar a mi parroquia.
7. Y no supe
qué hacer
– ¿Y entonces qué hizo?
– Le pregunté a unos niños que estaban jugando. Inmediatamente suspendieron sus juegos y me acompañaron. Así es Santiago de Chuco. Un pueblo muy hospitalario, tierno y gentil.
– Usted hizo una labor trascendental allí, padre.
– Pero mira. Cuando vi a todas las personas al lado de la calle enlazadas de manos, y la manera tan honda cómo me despedían, yo supe que me faltaba mucho por conocer toda su profundidad y su nobleza.
– ¿Cómo interpretó eso?
– ¿Ese enlazarse de manos?, lo entendí que quería decir: Tú eres nuestro. A ti te tenemos en nuestra unión, en nuestro ser solidarios.
– ¡Claro, ese es el sentido! Pero, usted, ¿estaba contento, Padre?
– No. En ese momento no. Y no supe qué hacer. Y me ha quedado un gran sentimiento de culpa, cual es que no supe agradecer. Debí de haber parado el ómnibus y bajarme a agradecer. Pero no supe hacerlo. Estaba como paralizado. Y entonces también me eché a llorar.
8. A Santiago
de Chuco
Fernando Rojas Morey:
Hoy he vuelto, Santiago, a recordarte
sorprendido, yerto, de tu magia carmesí,
cual primicia de un amor adolescente
que prendara mi alma desde que te vi.
Cabalgando el sueño en tu grupa milenaria
donde asientas tu realeza andina, cuculí,
sigue el prohibido vuelo, pasionaria
y remonta los cerros con tu frenesí.
Sombrero en la testa, bastón en la mano,
Santiago el Apóstol, aviva tu fe;
que desde la altura, la lluvia fecunda
y el mundo, de arriba, más claro se ve.
Ensayé en tu suelo mis primeros pasos,
aprendí en tu seno a amar y sufrir;
tus ríos profundos echáronme lazos
para que no pueda ya sin ti vivir.
Ausentes los cuerpos nos vemos llorando,
yo nunca creyera que te amara así;
la mies de otros campos me apremia llamando;
piafa mi caballo, te doy mi cariño... déjame partir.
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