Danilo Sánchez Lihón
…aleteando la pena de su canto,
salta un gallo gentil, y, en triste alerta…
César Vallejo
1. Se
extraña
¿Cómo se curó mi hermano Guillermo del susto? ¿Y de la angustia y la depresión que ya lo doblegaban?
Él
me llama desde Estados Unidos y hablamos el domingo por la noche de
muchos temas y asuntos de familia, y de lo que lo aquejaba.
– Ojalá se arreglen mis papeles pronto y pueda regresar a nuestra tierra siquiera de aquí a dos años. –Sueña.
Él quisiera venirse. Si por él fuera hoy mismo tomaría su avión, porque no todo es ganar dinero, me dice.
La vida también está hecha de otras esencias, contenidos y presencias del alma.
–
Yo extraño a la gente, el habla de mi pueblo, las calles. Hasta lo que
parece pobreza y no lo es. Se extraña la comida, hasta el bullicio del
tráfico de Lima, tan lleno de voces ¡y de vida!
Y
mientras me habla yo pienso: sin embargo, aquí de todo nos quejamos, y
todo lo vemos con ojos resentidos, malévolos y torcidos. Y como si
supiera lo que estoy pensando, comenta:
– Después, estando ya lejos, todo eso lo extrañas, por una razón muy simple: esta es tuyo, propio, y no extraño ni ajeno.
2. Producción
efectiva
Es
una calamidad de los pueblos el que su gente tenga que salir a
insertarse en otras culturas, dejando sus pueblos de origen y
arrastrándolo como trastos viejos sus recuerdos por los caminos.
Y
de eso la culpa lo tienen los gobiernos por no crear aquí
oportunidades. Y mira pues –me dice–, tengo aquí un amigo que ahora está
sufriendo insomnios, desvanecimientos y desmayos.
Y ya, felizmente, un neurólogo argentino lo está tratando mediante pastillas.
Siente ansiedad y pánico. Se despierta en las noches aterrorizado. Y ya no puede dormir.
Y le asalta el temor a la muerte. Siente que personas que han muerto lo arrastran de los pies y lo arrebatan de esta vida.
Del
buen trabajo que tenía lo han despedido. De aquí a dos meses lo evalúan
para ver si ya está sano. Y si no es así, ¡fuera! Aquí si no rindes te
botan sin conmiseración alguna ni comedimientos de ninguna clase y sin
dar lugar a apelaciones.
A
los gringos aquí si no les sirves bien y los ayudas a ganar plata, te
botan de inmediato y al instante, sin miramientos, lamentos ni
contemplaciones.
Aquí es producción efectiva, venta constante y sonante, o nada.
3. El anda
del Apóstol
Pero
yo estando ahí en Lima, sin trabajo, sufrí de depresión. Y, ¿cómo se
presentó el mal? Es algo que se acumula poco a poco, que va sumando una
brizna tras otra. Y un día ese castillo de astillas acumuladas sucumbe. O
viene una chispa y a esos tallos amontonados los incendia.
O
se hunde, como dice el refrán: “Una pajita de más es la que quiebra el
espinazo de la acémila”. O es la gota que colma el vaso de agua, que
siempre al principio es algo mínimo, pero que se va acrecentando. Y a lo
cual la pajita final únicamente agrega un grumo que el cuerpo ya no
resistir o ya no lo puede soportar, produciéndose el colapso. Así es la
enfermedad
Aquel
amigo y paisano hace poco regresó de Santiago de Chuco. Y dice que ahí
se le declaró el mal. ¿Qué raro, no? Esperar que sea en nuestro pueblo,
adonde llegamos para curarnos. Pero esta vez allí lloró tres veces en un
solo día: Primero fue cuando dobló el anda del Apóstol para ingresar en
su iglesia: Le dio tanta pena que fue como si alguien le estrujara el
alma. Felizmente estaba solo y se puso a llorar desconsolado.
La
segunda vez fue cuando Teresa Vejarano recibió la Mayordomía de la
Fiesta, y evocó la figura del Shongo Alcántara, quien recién había
muerto. Y sintió tanto miedo y tanta pena por ese amigo que ahí mismo
buscó un lugar apartado y se puso a llorar. Y la tercera vez que lloró
no quiso contarme por qué fue.
4. La falta
de trabajo
Pero yo le digo a él que he padecido lo mismo, idéntico, igualito, y ni más ni menos, pero estando en Lima.
Por
eso, cuando mi amigo me habla de su mal es como si yo lo estuviera
contando a él, aunque variando el paciente y uno que otro detalle.
Solo
que a mí me pasó en Lima, no aquí en Estados Unidos. Y, de eso hace
unos diez años, cuando no tenía trabajo y mi vida era una incertidumbre
total.
Eso
sí, te digo que es horrible, sientes desgano, ansiedad y vacío total.
Te deprimes por entero. Solo sientes ganas de dormir. Esa es la
depresión.
Y le asaltan a uno ideas en la mente que son terribles y desesperadas. Y tú luchas, pero te sientes caer.
Y
solo queremos que pasen veloces las horas. Y cuando nos despertamos
todo es enojoso: y son líos, pleitos, y peleas con la mujer y con los
hijos.
Y todo por la falta de trabajo, que te socava, te deteriora y te destruye desde dentro y desde fuera.
Yo me sentía morir, estaba desesperado. ¿Qué hago? Me dije. Me llené de valor y me fui a la posta médica. El doctor me dijo:
– A usted tiene que verlo el psicólogo. Pero él atiende lunes, miércoles y viernes, solo de once de la mañana a una de la tarde.
5. Solo para que
nos vean llorar
–
No importa, –le dije–. Cualquier día para mí es lo mismo, si no tengo
trabajo. Por favor, podría venir pasado mañana que es miércoles.
– No joven, –me dijo–, las citas se dan de aquí a tres meses. Todo está copado.
Y
había que ir a las cuatro de la mañana a hacer cola para ver si
alcanzabas a obtener cita, pero para de aquí a tres meses, y cuando uno
se está muriendo. Mi mamá no estaba. Ella ya estaba aquí en los Estados
Unidos.
– ¡Para lo que vale tanto una madre! –Y mi hermano en el teléfono se queda un rato callado.
¡Ella siquiera nos sirve de consuelo, de paño de lágrimas! Para solo escucharnos las viejitas; porque ellas, ¿qué pueden hacer?
¿Qué
más podrían hacer ellas en una ciudad inmensa, tan hosca, y tan
indiferente? ¡Que ni siquiera ellas la conocen! ¡Y donde ellas están a
su vez tan indefensas!
Y
hasta desgarra que solo estén para vernos llorar, ¡siendo que nosotros
debiéramos darles seguridad, confianza y protección! Pero no siempre la
vida traza así los hechos y las cosas.
Me sentía morir y entonces me acordé de mi tía Carmen.
6. Y yo
tan ufano
Ella
vivía en Cantogrande, bien adentro, casi al fondo, pero felizmente
estaba aquí en Lima. Y aunque quedaba lejos sí lo podía ir a ver. Y me
fui a verla con todo mi dolor.
Ya
estaba muy ancianita la tía, pero me reconoció. Y qué agobiado estaría
yo, que me acerqué mudo y sin poder hablar. Y solo se me ocurrió
tenderme a sus pies. Y mi cabeza lo recosté en su falda, porque estaba
sentada. Y lloré, lloré y lloré.
Y
ella me acariciaba y me frotaba la espalda, me presionaba los hombros y
pasaba sus manos por mi frente. Y así me relajó un buen rato. Seguro
que lloré mucho, horas; y mares. Me abandoné en su regazo, completamente
vencido, derrotado y casi yerto, sin que le pudiera hablar nada.
Y
yo que en la vida fui tan locuaz, tan lengüilargo y farolero a veces.
¡Cuando regresaba a la fiesta lo hacía siempre con aire de rico, de
triunfador y exitoso! Creo que lloré amargamente en su falda.
Porque
¿a qué hora habré llegado hasta su casa? No recuerdo bien, quizá a
mediodía. Y ya eran como las seis de la tarde, cuando me sentí un poco
aliviado.
Ella canturreaba algo y me consolaba, diciéndome nada más:
– ¡Ay hijito! ¡Ay hijito!
Eso nomás me decía.
7. Se
ahogó
Cuando
ella también se durmió cansada de tanta aflicción, de tanta angustia y
de tanta pena mía. Yo estuve todavía dos horas más, juntadas mi espalda
con su espalda, de esa viejecita amorosa.
Ella entonces cuando despertó me dijo, como si hubiera estado atenta todo el tiempo, y no dormida:
– Hijito, vas a hacer que el gallo te cante.
– ¿Qué, tiita? –Pregunté.
– ¡Que el gallo te cante!
Y me explicó todo. Y yo lo hice. Tenía ahí en Lima un gallo chiquito que hice que me cante, como ella me dijo.
Pero era tan grande mi agobio que el gallo no pudo cantar.
Cuando lo puse para que me cante, como me indicó mi tía, el gallo se ahogó. Cayó fulminado, aleteando sin vida.
Cuando
quiso cantar le salió un ronquido de agonía. Lo vi que trastrabillaba. Y
se cayó, temblando, ¡muerto! Cayó como exterminado por un rayo. ¡Así
fue, increíble!
Pero
después hice que Sofía me trajese un gallo grande de Santiago de Chuco,
criado en el campo, poderoso. Y me curé para ser el hombre que ahora
soy, con el canto de ese gallo.
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