EL LOCO MARCELINO
Yo no sé si Marcelino era loco. La gente nunca replanteó su opinión. Era, sí, el más pobre del pueblo y, probablemente, el más callado.
Dormía en una cueva. Su único traje se hizo grueso de tanto superponer remiendos. Recibía sus alimentos en una lata de conserva y disolvía el azúcar con una astilla de un madero cualquiera.
No pedía limosna: Trabajaba. Barría los corrales, aseaba los cuyeros, rajaba la leña. Todo por un poco de sopa o de café.
El estiércol de las aves y cuyes es buen abono para las sementeras. Marcelino llevaba los costales de abono a las lomas más áridas.
Inesperadamente, al final del invierno, dejó de frecuentar a los vecinos. Después, llegó la noticia que cayó como un baldazo de agua fría: habían encontrado su cadáver en la cueva que le sirvió de morada.
El pueblo quedó en silencio. Creo que se sentía culpable. Pero reaccionó haciendo de su sepelio el más concurrido y también el más llorado.
Al mes fuimos a rezar a las lomas donde tanto trajinó. Además, había el comentario que allí, todas las medianoches, cantaba extrañamente un gallo; por lo que comenzaron a llamarlas “Las Lomas del Gallo”.
Cuando llegamos, ya no era más la tierra estéril. Había crecido un pastizal que fácilmente alcanzaba las rodillas de los adultos más altos y, para nuestra sorpresa, había, también, cuyes y gallinas silvestres, cuyos tatarabuelos, seguramente, fueron traídos en los primeros sacos que Marcelino transportó.
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De El molino de penca de Ángel Gavidia