Danilo Sánchez Lihón
Cachicadán, tierra de mis ensueños
Cachicadán, tierra de mi ilusión
yo desde aquí, de pie, le grito al tirano
la libertad nunca muere, viva la revolución.
Luis de la Puente Uceda
1. El añil
del cielo
Cierro
los ojos y Cachicadán se ofrece límpido en algunas imágenes que
sobrevivirán a todas las catástrofes que me ocurran y a todos los
apocalipsis que podrán cernirse sobre mi frente y mis ojos; o que se
sobrepondrán a algunos triunfos que en verdad no espero que se cumplan.
Sus
abundantes panales de mieles que sobresalen en las huertas se deben a
que es esta una tierra tan pródiga que todo el año lo cubre un manto de
flores que brotan por todos los contornos y confines, y a doquier.
Panales por tiempo casi inhallables para sus propios moradores porque se ocultan entre las hortensias, geranios y jazmines.
Y
derramaría toda su miel si no fuera porque zumban sobre ellos las
colonias de abejas que van a entregar rumorosas la bendición de su
trabajo devoto y la consagración de sus amores y juegos.
Que
lo hacen entrando y saliendo presurosas de sus celdillas de oro para
luego otra vez alejarse danzando por el azul del aire a cargarse otra
vez del polen que encuentran entre la floresta, como a nutrirse del sol y
de la altivez de las montañas.
2. Entonando
endechas
Esas
alfombras de flores en Cachicadán se cubren también de mariposas de
todos los colores que espejean en la arboleda, como lo hacen también las
moras y fresas que abundan en sus huertos y jardines.
Donde
lo único oscuro son esos moscardones atronadores que cargan detrás del
negro azulado de sus cuerpos el fragmento amarillo de su miel,
revoloteando en los aleros de las techumbres y entre las pencas y
magueyes de los caminos.
Mientras
el vapor tupido del agua caliente, que recorre al descubierto por sus
canales de piedra y musgo, al elevarse cubre de un velo blanco de novia
irreal y sugestiva el verde estallante y primoroso de esta tierra.
Que
toda ella ya al atardecer se entrega al sol que se oculta por la
lejanía pero que se acuesta aquí entre estos bosques y lo abrupto de la
cordillera.
Y
mientras nos quedamos aquí entonando endechas con una guitarra, ante el
verde de los prados, sembríos y eucaliptos, como ante el bermejo de
lomas y colinas bajo el añil del cielo cristalino.
2. De allí
su nombre
Desde
muy niño yo, como todos los escolares de los diferentes centros
educativos de la ciudad de Santiago de Chuco, contemplamos anhelantes
hacia la hondonada de la cuenca del río Huaychaca que lleva a la otra
banda a Cachicadán y Chuca.
Y
juntos relucen ambos en la banda de enfrente, como dos joyas visibles
engarzadas en el fulgor del alba. Perlas incrustadas en los cerros y
laderas que suben o bajan de la hondonada y que se ofrecen como un
idilio de casas entre el verdor de los campos, bosques y sembríos, uno
al lado del otro, pueblos ambos igualmente queridos.
Hasta
que un día, cuando apenas podemos caminar por un sendero empinado y
pedregoso, se inicia la excursión en la cual ya estamos descendiendo por
la cuesta de Sale-si-puedes que lo bajamos cogiéndonos de las plantas
que hay regadas por sus laderas, descendiendo presurosos, corriendo y
cortando camino sin hacer caso a los quengos por donde dan vuelta
pacientemente los arrieros con sus caballos, mulas y pollinos. Sin
olvidarnos que lo difícil será subirla de regreso, de allí su nombre:
“Sale-si-puedes”.
4. Algún
remanso
¡Volver
por nuestros pasos y subir por esta pendiente será la proeza! El agobio
nos hará volver a cogernos a los arbustos para impulsarnos hacia arriba
a fin de seguir avanzando. De los arrayanes, mastuerzos y achupallas; y
hasta de los suganes espinosos porque la inercia del cuerpo nos jala
hacia abajo. Y sufriremos de sed inclemente. Y de dolor en los pies,
tobillos y rodillas por lo pedregoso del sendero.
Pero
esta vez estamos bajando y lo hacemos felices y a la carrera. Pronto
llegamos al río Huaychaca de aguas arremolinadas y tumbos espumosos
sobre las moles de piedra. Siempre aparecen aquí, a la sombra de sus
molles y sauces llorones y extraídas de nuestras alforjas: naranjas,
limas olorosas y limones dulces.
Tras
extasiarnos en la turbulencia de sus aguas, que se precipitan en
chorros impetuosos, buscamos algún remanso para aliviarnos del sudor y
la agitación de la bajada y allí hundimos primero los pies y luego nos
sumergimos en sus aguas que recién y sólo aquí por lo frías y tersas,
sabemos que descienden de las jalcas y de los cerros y colinas que se
han cubierto de nieves.
5. Un guerrero
vigilante
Nos
vestimos apurados a la sombra de sus huertos que abundan en nísperos,
higos y, guayabas. Y luego de alistarnos, agitados por el apuro,
avanzamos a la vera del río.
Aquí
se ofrece a la contemplación de nuestros ojos y a la fascinación de
nuestros oídos obsedidos, el retumbo de las aguas que corren abajo del
soberbio puente de piedra que cruza de banda a banda el cauce de las
aguas fantasmales.
Es
un puente de piedra de dos arcos que se elevan airosos sobre el fragor
de la corriente que brama humillada e impotente de no ser ella una
privación o un atajo para el peregrino y caminante.
Siempre
fue un orgullo para nosotros pensar, en las noches inclementes y ya
recogidos bajo el techo protector de nuestras viviendas, que aquel
puente fuera un combatiente atravesado sobre toda acechanza, peligro y
hasta tendido piadosamente sobre lo eterno.
Un
guerrero vigilante en el pavor de los abismos. Y a favor de los
frágiles caminantes que a esas horas estarán expuestos a la tempestad,
al frío y a las tinieblas.
6. El
puente
Y,
sobre todo, enfrentando a las avalanchas que siniestras se precipitan
por el cauce del río que lo cruzamos reverentes, mirando desde los
bordes del puente apenas levantados con una hilera de piedras labradas y
desde donde un leve golpe de brisa puede arrojarnos allá abajo.
Desde
aquí miramos compungidos cómo las aguas se revuelven furiosas, cólera
que es tratada con indulgencia, por alguien que las perdona y mira
compasivo desde arriba. ¿Quién? ¡El puente, paternal y amigo con
nosotros sobre sus cimientos de roca! ¡Hecho un Dios en este paraje!
Cruzando
el río, empezamos la subida de la hondonada hacia Cachicadán con la
ilusión de que a cada vuelta de curva o loma se ofrezca finalmente el
pueblo adónde vamos. Para nuestra ansiedad nunca aparece.
Hasta
que cuando el cansancio nos doblega, de repente se avizora como en el
éxtasis y estupor de quienes buscan la tierra prometida y la encuentran,
la hilera de techos rojos y debajo las filas de las primeras casas
enlucidas de paredes blancas. Es el barrio de El Rosario, más conocido
como El Canto, elevado e íntimo en este nidal de ensueños.
7. En el fondo
del alma
Cachicadán
es un pueblo encantado, bello y diáfano; de buena comida y de gente
cordial mimetizada en el pasado y que es hermoso encontrarla ahora en
este tiempo presente.
De
famosos baños termales que han hecho milagros con la salud de la gente
que se sumergen en sus aguas. Y orgulloso de los panes y bizcochos de
chancay que saben a eucalipto y a yema de huevos.
Que
es la imagen que yo guardo de las excursiones escolares cuando íbamos
muy niños; como otra es: que para entrar en las casas o en las tiendas a
comprar galletas, o empanadas, o cucuruchos de arroz, y la deliciosa
agua gaseosa que allí se fabrica llamada Volcán, hay que cruzar las
hondas acequias donde crecen higueras, ñorbos y rosales caminando sobre
leves puentecillos con o sin barandas, dando siempre la ilusión de haber
caminado por el cielo.
Donde
siempre hay unos ojos negros a la vez de entrega y a la vez esquivos,
que se esconden tras de alguna puerta, balcón o esquina. Donde
sobrevivirá al estallido de todos los apocalipsis, como dije, el abrirse
de las flores que abundan en sus jardines y huertos, que crecen entre
las piedras, en las rendijas de sus adobes y renuevan sus capullos
siempre en el fondo del alma.
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