9 DE FEBRERO
EL MUNDO ANDINO COMO ESTANDARTE
TECHOS
DE MI
COMARCA
Danilo Sánchez Lihón
Y llorará en las tejas
un pájaro salvaje.
César Vallejo
1. ¿Cómo llegó el mar
hasta estas cumbres?
Miro desde aquí un mar de tejados de las viviendas de mi pueblo.
Bajo el techo de enfrente, de tejas viejas, estrechas y musgosas, queda el horno de hacer pan, de mi abuela Sofía.
Los techos en verdad son mares u océanos encrespados, de oleajes ondulantes, apacibles o encaracolados. Aparentemente inmóviles pero bullentes por la vida que hay debajo de ellos.
Pero mar al fin, mar de arcilla, en razón del agua que cae del cielo cuando llueve; y del aire que sopla hecho viento cuando es verano. Y del fuego que refulge con el sol.
Confeccionada, cada teja que ahora permanece abstraída, de tierra amasada, rizada y puesta a hornear; y que hoy yacen en su lugar extasiadas y absortas.
O del ichu tendido con que se techan las casas pobres, que crece y se trae desde las jalcas y que ahora brilla iridiscente con las gotas de plata de la última lluvia caída, traviesa y repentina.
2. Riberas
de la eternidad
Pero, ¿cómo es que el mar subió hasta estos sitios, que son inhiestos y empinados, y cumbre de estas serranías?
O, más bien, y, dicho de otro modo, ¿cómo es que se quedó un tiempo en estas cúspides y escabrosidades?
¡Porque antes el océano estuvo aquí! Eso nos ha explicado el maestro en la escuela. Y, aunque parece mentira, si lo dice el maestro ¡es verdad! Además, escarbando un día encontré en mi patio una estrella marina fosilizada.
Pero, es más: yo creo que los techos no solo son mar, sino que son barcos que navegan sueltos y a la deriva. O bien, sabiendo a qué puerto van a llegar. Con mástiles hundidos que se pierden tras la neblina o confundidos con el sol.
Quizá incluso son quillas de navíos rumbo a las estrellas. La cofa del bajel que es el pasmado globo terráqueo.
Son los techos las puntas de cometas que se desplazan vertiginosos por el espacio sideral. Atalayas hacia el infinito, frontera entre cielo y la tierra.
Bordes de la eternidad que ya sabemos que tiene orillas, y que es este mar de tejados que ondulan noche y día desde esta playa que es El Mirador de mi casa. Porque eso son los techos, las riberas de la eternidad.
3. Un mundo
más justo
Los techos son las utopías ya realizadas y visibles; lo más alto a lo cual hemos llegado como humanidad. Y lo glorioso es que vivimos apenas debajo unos metros de esos sueños.
Sólo se vive más alto que los techos cuando se los contempla desde aquí, o desde las colinas, avizorando los pueblos en la lejanía.
Otro aspecto es que desde el altozano de «El Mirador» aprendo a reconocer que los techos, como los hombres, tienen layas, clases y categorías.
Y la tienen según la línea de la cumbrera, según la calidad de las tejas y la forma de los aleros.
Eso sí, esto tendrá que cambiar algún día, para hacer un mundo mejor y más justo.
Así, hay techos indigentes, torcidos en su línea alta, cubiertos de pedacitos de tejas recogidas de otros techos derrumbados.
Con magueyes partidos o añosos, con carrizos al aire libre, como coinciden en ser, casi siempre sus dueños.
4. De tallos
de trigo
Son techos de mujeres envejecidas que no constituyeron hogares. O que hace tiempo perdieron a sus maridos.
Hay otros que son de labriegos sin tierra. O de artesanos acosados y entristecidos por la escasez, la penuria y la miseria.
¡Claro! Antes que estos están los techos de paja que son de casas rústicas o míseras, de familias de huérfanos, o de esposas abandonadas, o de ancianos impedidos y vacilantes.
O, si no, de hogares llenos de chiquillos menesterosos.
¡Esos techos son amarillentos, como pelo de perro sobre el cual moja inclemente y desatinada la lluvia!
Están hechos de tallos de trigo, de rastrojos huecos o, en el mejor de los casos, del ichu de las punas y los pajonales, del cual vienen cargados los pollinos al pueblo.
5. Dueños
advenedizos
Hay otros techos, que distinguimos desde aquí, y es porque sus tejas son angostas y hondas, de un rojo oscuro, como el poncho de los jinetes mojados por la lluvia en los caminos.
Casi siempre de tejas cubiertas de un musgo verde oscuro por el lado en que corre el agua y de un liquen de color verde claro, que llamamos «flor de piedra», por el lado en que las tejas tapan las canaletas estrechas.
Esos son los techos de las casonas antiguas donde viven caballeros temblequeantes y señoras que solo salen para ir a misa, pálidas, vestidas de negro y de mantilla.
Con muchachotes que cargan sus reclinatorios de terciopelo carmesí, con bordes de cremalina, camino a la misa del domingo en la iglesia del pueblo.
Pero, hay un techo que han cubierto de calamina, que sus dueños, advenedizos, llegados no sabemos de dónde, han pintado de rojo, sin duda por la vergüenza que eso les ha producido.
El Municipio del pueblo ya los notificó diciéndoles que son indignos.
6. Desde
lejos
Y que no serán consentidos, porque daña y adultera el alma de nuestro pueblo. Y eso está bien.
El mismo alcalde hemos oído que le ha dicho al dueño de esa casa:
– ¡No señor! ¡O cambia ese techo o se cierra el establecimiento!
Felizmente ya lo cambiaron porque los padres de familia de las escuelas acordaron no comprar ningún producto de esta tienda y la razón es: ¡el tener techo de calamina! ¿Qué es eso? ¡Qué se han creído!
Porque, ¿cómo vamos a elegir ser un pueblo de lata dejando ser un pueblo de alma andina como es la teja porque está hecha de nuestra misma tierra y con nuestra misma sangre?
Hay los otros techos nuevos, de tejas de un rojo encendido, tirando para naranja y que trato de distinguir en cuál de los hornos del pueblo han sido elaboradas las tejas.
Porque eso lo reconocemos desde lejos; o son del horno del evangelista de la Parva de la Virgen. O bien, son del horno de Pueblo Nuevo.
7. Lloros
y suspiros
Son techos de construcciones recientes, de comerciantes prósperos, de dueños de tiendas de abarrotes o de flotas de camiones.
O de contratistas de madera para las minas de Quiruvilca. O de algún dueño de hacienda que va a pasar la mayordomía del Apóstol Santiago.
Estos techos son airosos, frescos y galantes. Ostentan riqueza.
Por ellos el agua escurre acicalada. Y los pocitos que hacen las goteras al caer son una línea fina y pareja en el suelo.
Desde «El Mirador» yo veo que las aves no se atreven a posarse en ellos. Porque ellas juegan a hacer el amor en los techos viejos.
Ellas prefieren esos techos que tienen las líneas torcidas y la curva de algún temblor en su cumbrera.
Que tienen crecidas hierbas entre las tejas irregulares, restos de cañas y de colas de cometas.
Y quizá de lloros y suspiros de sus dueños que viven debajo de sus sombras apacibles.
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