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Con su sonrisa irremediable e inconfundible y probablemente imaginando a las mujeres que pasaban ante su mirada como a las sabinas, calatitas todas, y a los varones como a vulgares arlequines, se encontraba allí parado junto a la puerta del Bon Buffet. Y ese día, 14 de noviembre de 1979, en su cuarto del Hotel Lima, a las ocho y media de la noche -después de haberme invitado una “sopa de casa” en la pensión a la que él solía acudir, en el primer piso, al fondo, del edificio cercano en que por algunos meses vivieron Manuel Morales y Juan Ramírez Ruiz-, aquel pintor nacido en Lampa hizo este apunte de mi entonces juvenil rostro, empleando un carboncillo, virgen aún, que le habían traído desde París. Mientras disfrutábamos del cálido alimento, me comentó, mostrándome una tarjeta de invitación, que un artista plástico nacido en Trujillo le había pedido con mucha insistencia que fuera a la inauguración de una muestra suya que al día siguiente iba a realizarse en Miraflores. Por qué habrá sido tan insistente, me preguntó. Es fácil entenderlo, le contesté: será un honor para él que tú estés presente en esa reunión. “¡Ah, carajo, entonces no voy!”, exclamó y, medio fastidiado, metió la esquela en el bolsillo de su saco. Terminamos la sopa y nos salimos. “¿Quieres conocer mi cuarto?”, me preguntó pudiendo, evidentemente, adivinar la respuesta. Llamó un taxi y nos enrumbamos hacia la Victoria. Esta no fue la primera y tampoco la última vez que lo vi; a veces nos cruzábamos y en otras ocasiones íbamos juntos por La Colmena directo al Wony: desgarbado él, con el saco un tanto lustroso por el uso prolongado, y yo, naturalmente –como escribió Verástegui en un bello poema respecto de Arteaga- , feliz de andar con Humareda. Un día, a eso de las siete de la noche, me topé con él en la avenida Venezuela, en la esquina que forma con el jirón Aguarico; verlo en el distrito en que yo vivía me pareció, como dicen los jóvenes, alucinante. Lo saludé y me contó que esperaba un carro para irse al Callao. Aquella tarde había visitado a su médico y este le dijo que ya no se preocupara, que su mal ya había sido superado; Humareda entendió, por ello, que ya estaba en condiciones para “volver a las andadas”. El carro que esperaba en Breña lo llevaría, pues, hacia algún lugar del Primer Puerto en que pensaba encontrarse con una mujer, de aquellas de “la vida alegre” a las que con cierta frecuencia acostumbraba buscar. La infección venérea que había sufrida hacía poco estaba completamente curada. Pero, muy a su pesar y por culpa del encuentro conmigo, esa noche no vería a la fémina deseada. Ingresamos en un restaurante y alrededor de unas tazas de café nos pusimos a conversar largo y tendido. Me habló de Toulouse Lautrec y del Moulin Rouge y yo le platiqué de Kafka, de Ionesco y de Becket; cuando escuchó este nombre y la pobre descripción que hice del escritor irlandés y de su obra, me pidió que lo repitiera y que le dictase letra por letra. Como en un acto de magia hizo saltar insólitamente, desde el bolsillo de su saco, una libretita de apuntes en la que procedió a hacer la anotación correspondiente. Hablamos también sobre algo de música; descubrí que no le gustaba mucho el folclor peruano y, me confesó, de Puno menos, pero le atraían de modo especial las melodías del Conjunto Ancashino Atusparia, revelación esta que, cómo no, me dio mucha alegría porque a mí también me gustaba y sigue gustándome el Conjunto Ancashino Atusparia. Pero el día que me invitó a conocer su casi desordenado cuarto, creo que de unos tres metros de ancho por cinco de largo, hablamos solo de pintura. Allí, donde era su dormitorio y taller (atelier le dicen los especialistas), me mostró emocionado, entre otros, un cuadro en que aparecían dos caballos peleando; me di cuenta que esperaba que lo alabara, que dijera, tal vez, qué buen cuadro, excelente. Pero, enfático (porque lo que me gusta, me gusta y lo digo sin ambages, y si no me gusta igualmente lo manifiesto sin dubitación) y también emocionado, le dije que el que realmente me parecía un cuadro hermoso era aquel en que se veía a un solo caballo, pataleando, tratando de no hundirse en las aguas del mar, procurando salvarse de morir ahogado; es un cuadro dramático, le comenté: transmite notablemente la desesperación del animal. El pintor se regocijó. Fue tras esto -claro que después de haberme contado sus gozos y sufrimientos experimentados con una amante prostituta- que sacó una silla, creo que la única que tenía, la colocó junto a la puerta y me ordenó, “siéntate, voy a dibujarte”. La noche anterior prácticamente no había dormido. La mujer que durante esos días lo visitaba a cambio de dinero, mirándose frente a un pequeño espejo se acicalaba mientras esperaba la llegada de un automóvil; aproximadamente a las once sonó una bocina. Era él. La mujer corrió, dejando un aroma de perfume barato. Víctor, silencioso, se quedó con el alma destrozada pero resignado; en el pecho sentía una opresión incontrolable, pero trataba de dominarse; miraba hacia la calle, elevaba los ojos al techo, ojeaba sus cuadros y pinceles. Era un dolor sin nombre. Luego se sentó a esperar. El silencio de las cuatro de la madrugada se interrumpió con el sonido de un motor que se detuvo en el mismo sitio en que antes había vibrado el claxon. “¡Qué alegría infinita, Bernardo, qué alegría!”, gritó regocijado. Enseguida cogió una hoja de papel y un lápiz que, -no es mentira- me dijo, había sido traído por un amigo desde Paris y en ese momento iba a usarlo por primera vez. Con ligereza y seguridad hizo los trazos correspondientes. Cuando me mostró el apunte terminado, lo abracé con emoción y le dije “gracias, Víctor; antier fue mi cumpleaños y hoy he recibido un tesoro como regalo”. Maltratado por la pátina del tiempo pero aún bello e incomparable, con ese color sepia de la nostalgia, este retrato, dibujo, apunte o como queramos llamarlo, en que aparezco con casi innecesarios anteojos, con nariz creo que más corta y peinado con raya al costado, sobrevive y persiste ante mis ojos. Y, créanme, a despecho de muchas circunstancias desventuradas, me inspira sentimientos nobles. Víctor Humareda me lo regaló, y yo, simplemente, me siento orgulloso y feliz.
ME LO REGALÓ VÍCTOR HUMAREDA
(Historia de un apunte)
Por Bernardo Rafael Álvarez
(Historia de un apunte)
Por Bernardo Rafael Álvarez
Con su sonrisa irremediable e inconfundible y probablemente imaginando a las mujeres que pasaban ante su mirada como a las sabinas, calatitas todas, y a los varones como a vulgares arlequines, se encontraba allí parado junto a la puerta del Bon Buffet. Y ese día, 14 de noviembre de 1979, en su cuarto del Hotel Lima, a las ocho y media de la noche -después de haberme invitado una “sopa de casa” en la pensión a la que él solía acudir, en el primer piso, al fondo, del edificio cercano en que por algunos meses vivieron Manuel Morales y Juan Ramírez Ruiz-, aquel pintor nacido en Lampa hizo este apunte de mi entonces juvenil rostro, empleando un carboncillo, virgen aún, que le habían traído desde París. Mientras disfrutábamos del cálido alimento, me comentó, mostrándome una tarjeta de invitación, que un artista plástico nacido en Trujillo le había pedido con mucha insistencia que fuera a la inauguración de una muestra suya que al día siguiente iba a realizarse en Miraflores. Por qué habrá sido tan insistente, me preguntó. Es fácil entenderlo, le contesté: será un honor para él que tú estés presente en esa reunión. “¡Ah, carajo, entonces no voy!”, exclamó y, medio fastidiado, metió la esquela en el bolsillo de su saco. Terminamos la sopa y nos salimos. “¿Quieres conocer mi cuarto?”, me preguntó pudiendo, evidentemente, adivinar la respuesta. Llamó un taxi y nos enrumbamos hacia la Victoria. Esta no fue la primera y tampoco la última vez que lo vi; a veces nos cruzábamos y en otras ocasiones íbamos juntos por La Colmena directo al Wony: desgarbado él, con el saco un tanto lustroso por el uso prolongado, y yo, naturalmente –como escribió Verástegui en un bello poema respecto de Arteaga- , feliz de andar con Humareda. Un día, a eso de las siete de la noche, me topé con él en la avenida Venezuela, en la esquina que forma con el jirón Aguarico; verlo en el distrito en que yo vivía me pareció, como dicen los jóvenes, alucinante. Lo saludé y me contó que esperaba un carro para irse al Callao. Aquella tarde había visitado a su médico y este le dijo que ya no se preocupara, que su mal ya había sido superado; Humareda entendió, por ello, que ya estaba en condiciones para “volver a las andadas”. El carro que esperaba en Breña lo llevaría, pues, hacia algún lugar del Primer Puerto en que pensaba encontrarse con una mujer, de aquellas de “la vida alegre” a las que con cierta frecuencia acostumbraba buscar. La infección venérea que había sufrida hacía poco estaba completamente curada. Pero, muy a su pesar y por culpa del encuentro conmigo, esa noche no vería a la fémina deseada. Ingresamos en un restaurante y alrededor de unas tazas de café nos pusimos a conversar largo y tendido. Me habló de Toulouse Lautrec y del Moulin Rouge y yo le platiqué de Kafka, de Ionesco y de Becket; cuando escuchó este nombre y la pobre descripción que hice del escritor irlandés y de su obra, me pidió que lo repitiera y que le dictase letra por letra. Como en un acto de magia hizo saltar insólitamente, desde el bolsillo de su saco, una libretita de apuntes en la que procedió a hacer la anotación correspondiente. Hablamos también sobre algo de música; descubrí que no le gustaba mucho el folclor peruano y, me confesó, de Puno menos, pero le atraían de modo especial las melodías del Conjunto Ancashino Atusparia, revelación esta que, cómo no, me dio mucha alegría porque a mí también me gustaba y sigue gustándome el Conjunto Ancashino Atusparia. Pero el día que me invitó a conocer su casi desordenado cuarto, creo que de unos tres metros de ancho por cinco de largo, hablamos solo de pintura. Allí, donde era su dormitorio y taller (atelier le dicen los especialistas), me mostró emocionado, entre otros, un cuadro en que aparecían dos caballos peleando; me di cuenta que esperaba que lo alabara, que dijera, tal vez, qué buen cuadro, excelente. Pero, enfático (porque lo que me gusta, me gusta y lo digo sin ambages, y si no me gusta igualmente lo manifiesto sin dubitación) y también emocionado, le dije que el que realmente me parecía un cuadro hermoso era aquel en que se veía a un solo caballo, pataleando, tratando de no hundirse en las aguas del mar, procurando salvarse de morir ahogado; es un cuadro dramático, le comenté: transmite notablemente la desesperación del animal. El pintor se regocijó. Fue tras esto -claro que después de haberme contado sus gozos y sufrimientos experimentados con una amante prostituta- que sacó una silla, creo que la única que tenía, la colocó junto a la puerta y me ordenó, “siéntate, voy a dibujarte”. La noche anterior prácticamente no había dormido. La mujer que durante esos días lo visitaba a cambio de dinero, mirándose frente a un pequeño espejo se acicalaba mientras esperaba la llegada de un automóvil; aproximadamente a las once sonó una bocina. Era él. La mujer corrió, dejando un aroma de perfume barato. Víctor, silencioso, se quedó con el alma destrozada pero resignado; en el pecho sentía una opresión incontrolable, pero trataba de dominarse; miraba hacia la calle, elevaba los ojos al techo, ojeaba sus cuadros y pinceles. Era un dolor sin nombre. Luego se sentó a esperar. El silencio de las cuatro de la madrugada se interrumpió con el sonido de un motor que se detuvo en el mismo sitio en que antes había vibrado el claxon. “¡Qué alegría infinita, Bernardo, qué alegría!”, gritó regocijado. Enseguida cogió una hoja de papel y un lápiz que, -no es mentira- me dijo, había sido traído por un amigo desde Paris y en ese momento iba a usarlo por primera vez. Con ligereza y seguridad hizo los trazos correspondientes. Cuando me mostró el apunte terminado, lo abracé con emoción y le dije “gracias, Víctor; antier fue mi cumpleaños y hoy he recibido un tesoro como regalo”. Maltratado por la pátina del tiempo pero aún bello e incomparable, con ese color sepia de la nostalgia, este retrato, dibujo, apunte o como queramos llamarlo, en que aparezco con casi innecesarios anteojos, con nariz creo que más corta y peinado con raya al costado, sobrevive y persiste ante mis ojos. Y, créanme, a despecho de muchas circunstancias desventuradas, me inspira sentimientos nobles. Víctor Humareda me lo regaló, y yo, simplemente, me siento orgulloso y feliz.
Bernado Rafael Álvarez en Chiquián - AEPA ENE 2009
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HOJA DE VIDA
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Bernardo Rafael Alvarez, poeta y escritor. Nació el 12 de noviembre de 1954 en Pallasca, Ancash. Sus primeros estudios los hizo en su pueblo natal, hasta el 4° de secundaria; los culminó en Trujillo. Ya en Lima, estudió Cooperativismo y Ciencias Administrativas en las universidades Villarreal y Garcilaso de la Vega, y siguió, además, cursos libres de Lingüística en San Marcos.
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A fines de 1972 comenzó a frecuentar a los poetas de Hora Zero y es con el sello informal de dicho movimiento que en 1974 publica Aproximaciones & Conversaciones, un libro que según confiesa, tiene menos de él que -aunque burdamente- de Jorge Pimentel, Enrique Verástegui y Juan Ramírez Ruiz. Publicó, también, poemas en diversas revistas y periódicos. Es -además del libro citado- autor de Dispersión de cuervos(1999) y de Toro de trapo y algunas otras deudas (2003) y figura en las antologías Hora Zero, la última vanguardia latinoamericana de poesía (Venezuela, 2000), Un canto por Sierra Maestra (Lima, 2000), YACANA/51 poetas (Lima, 2005) y Poesía peruana contemporánea, 33 poetas del 70 (Lima, 2005). Conduce la asociación Cáctus, Cultura contra el desierto.
A fines de 1972 comenzó a frecuentar a los poetas de Hora Zero y es con el sello informal de dicho movimiento que en 1974 publica Aproximaciones & Conversaciones, un libro que según confiesa, tiene menos de él que -aunque burdamente- de Jorge Pimentel, Enrique Verástegui y Juan Ramírez Ruiz. Publicó, también, poemas en diversas revistas y periódicos. Es -además del libro citado- autor de Dispersión de cuervos(1999) y de Toro de trapo y algunas otras deudas (2003) y figura en las antologías Hora Zero, la última vanguardia latinoamericana de poesía (Venezuela, 2000), Un canto por Sierra Maestra (Lima, 2000), YACANA/51 poetas (Lima, 2005) y Poesía peruana contemporánea, 33 poetas del 70 (Lima, 2005). Conduce la asociación Cáctus, Cultura contra el desierto.
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Radica en Lima y ha viajado poco, pero ha vivido intensamente los gozos, sufrimientos, hedores y traiciones de una ciudad como Lima, grande y tormentosa.
Radica en Lima y ha viajado poco, pero ha vivido intensamente los gozos, sufrimientos, hedores y traiciones de una ciudad como Lima, grande y tormentosa.
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La poesía de Alvarez, a decir de Tulio Mora, se caracteriza, entre otras cosas, por el deconstructivismo y "ese afán de capturar el contrasentido de lo real." Para Marco Aurelio Denegri, se trata de una "poesía viral y arrebatada", "porque es poesía impetuosa, inconsiderada y violenta". Para Pedro Escribano (diario La República) "es una especie de graznido humano y salvaje, por eso muchas veces desordenado, que busca retratarnos por dentro y por fuera."
La poesía de Alvarez, a decir de Tulio Mora, se caracteriza, entre otras cosas, por el deconstructivismo y "ese afán de capturar el contrasentido de lo real." Para Marco Aurelio Denegri, se trata de una "poesía viral y arrebatada", "porque es poesía impetuosa, inconsiderada y violenta". Para Pedro Escribano (diario La República) "es una especie de graznido humano y salvaje, por eso muchas veces desordenado, que busca retratarnos por dentro y por fuera."
27 ENE 2008
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Fuente:
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BELLEZA DE PALLASCA
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GALERÍA FOTOGRÁFICA DE EDGAR ASENCIOS
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