Danilo Sánchez Lihón
1. El campanario
y las calles
–
Y tú, ¿qué harías si esta noche al regresar la piedra encantada que
tienes ahora abrazada se presenta convertida en gallina de oro y la
coges?
– Compraría la hacienda de Llaray con sus ríos, sus bosques y sus puentes.
– Yo construiría una casa con muchos corredores, patios y huertos.
– Yo traería a las mejores bandas de músicos para la Fiesta del Patrón Santiago.
– Yo reventaría todos los cohetes y encendería todos los castillos.
– Yo iluminaría las noches con globos que estarían en el cielo como mecheros.
– Yo empedraría de azulejos el campanario y las calles.
– Yo haría aterrizar un avión en las pampas de Chaichugo.
– Yo tendría un barco en Salaverry
– Yo tendría una agencia de camiones que viajen hasta Trujillo.
2. Ya
es tarde
– ¿Como don Mardonio?
–
Claro, como él, que es rico desde que cogió la cría de un venado de oro
en sus chacras de Pichunchuco. Por eso tiene tanta plata. Pero hasta
ahora solo ha gastado una parte del cuerno de su venadito para comprar
todo lo que tiene.
– Y tú, ¿qué harías? –Me preguntan.
– Yo lo que quisiera ver es a la gallina y a sus pollitos. –Digo.
–
Si la miras sin intentar cogerla te morirás de encanto. Si intentas
atraparla, una de dos: será para que mueras o para ser un hombre rico.
– ¡Pollitos, pollitos! ¡Salgan por aquí!, Coco rococó, coco rococó. –Digo, cacareando como gallina
– ¡No los llames así! –Grita Rosita tapándome la boca! –¡Le voy a decir a mi mamá que te portas mal!
– Ya es tarde.
– Mejor vayámonos –indica casi enojada Amelia.
3. De ladera
a ladera
– A ver, ¡quién llega primero a Urupamba!
Ganamos
el lomo del cerro y a toda carrera después bajamos, cayéndonos y
levantándonos por el camino hasta entrar por la cerca donde hay un
saúco.
Chapoteamos
el agua que se desborda de la poza a la vera del huerto de manzanos y
limoneros; atrapamos al vuelo mariposas que revolotean entre las
madreselvas que invaden el sendero. Y nos arrojamos sobre los perros que
han salido a nuestro encuentro y que baten la cola de contentos.
– ¡Al bosque! ¡Vamos al bosque!
Pedro, el al partidario, aparece con su lampa detrás de la casa.
Leoncio desde lejos le grita:
–
Mi mamá Carmen dice que... –atropelladamente le da los encargos,
mientras nosotros ya estamos llegando al puente de la acequia–.
...llenes las alforjas con verduras! –Le grita ya desde la otra banda
tratando de alcanzarnos.
4. Ya
en la loma
– ¡Quién llega primero a la toma de agua! –Y se lanza en esa dirección.
– ¡Va hacia la toma de agua! ¡Corramos por la quebrada! Tenemos que alcanzarlo.
Desde lejos vemos que desaparece por un sembrío de alfalfa.
Amelia y Rosita trepan veloces por un declive, con las mejillas encendidas.
– Cortemos camino por las chacras de don Pancho –aconseja, excitada, Amelia.
Casi
de noche estamos cargando las alforjas llenas de cebollas, lechuga,
toronjil, hierbabuena y haciendo el camino de regreso a Santiago.
Es noche oscura y caminamos lentamente. Yo cogido de la mano de Rosita, diciéndole:
– ¡Si lloras, nunca más te traigo!
Ya en la loma, desde donde se divisan las luces de Santiago, nos animamos.
5. Tanteando
la tierra
Tenemos que correr.
– ¡Quién gana hasta las piedras encantadas!
Y sin soltarnos de la mano nos lanzamos cuesta abajo, hasta llegar cansados.
– ¡Dónde están! ¿Dónde están?
Nos preguntamos entre risas. Ríe Amelia abriendo los brazos y tanteando las piedras en la noche.
– No hay. No están
– ¡Qué raro, no están las piedras por ningún lado!
– ¡Por aquí tienen que estar! –Rastreamos con Leoncio.
Yo trato de ubicarme en relación a la subida y a la bajada de la loma. Y escudriño. Pero, no están.
– ¡No las encuentro! –Grito–. ¡Qué raro! ¡No hay nada!
– ¡Tampoco están las piedras chiquitas! –se queja Rosita
6. Mejor
corramos
– ¡Sigamos buscando!
Pero al rato sentimos a nuestro alrededor un silencio extraño. Y empezamos a tener miedo.
– Mejor vayámonos.
– Sí, vayámonos.
En eso escuchamos el cacareo nítido de una gallina. Y el piar cristalino en las tinieblas de unos pollitos.
– ¿Oyeron? –Dice Amelia, bajito.
– ¡Si! –digo, volteando la mirada y explorando por el cerro.
– ¡No mires! –Me gritan fuera de sí.
– ¡Encójanse y hundan la cabeza sin levantar los ojos!
– ¡Están subiendo por la cuesta de atrás! ¡Tápense los oídos y caminen ligero!
– Mejor corramos.
7. Luz
de candiles
– No. ¡Cuidado con caerse!
– ¡Cuidado con los perros!
Cubiertos
por el rebozo de Amelia que nos hemos echado encima como si fuera un
toldo, caminamos lentamente con un frío helado en los huesos, escuchando
nítidamente el cacareo diáfano de la gallina y el piar níveo de los
pollitos
–
No lloren –trato de consolarlas, a Amelia y a Rosita que, con un llanto
delgado como la noche sin luceros ni luciérnagas, van abrazadas a
nosotros por el camino pedregoso.
Y
así avanzamos, escondidas las miradas debajo del pañolón de mi prima,
hasta las primeras casas donde hay luz de candiles y sale el humo de
leña de una cocina.
Y
en donde los perros apagan el ruido del cacareo de la gallina y el piar
de los pollitos encantados, que no quisimos ver ni arriesgarnos a coger
y por lo cual ninguno de nosotros somos ricos, aunque estemos vivos,
todavía.
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“EL NIÑO Y SUS DERECHOS”
DE DANILO SÁNCHEZ LIHÓN