Pallasca - Foto: Edgar Asencios
Probablemente ya nadie recuerda –y, tal vez, Juan Saavedra menos-, una de las etapas difíciles que le tocó vivir a Pallasca: aquella que significó el haber tenido que enfrentar a la epidemia de difteria que, en 1964, castigó sensiblemente a las familias más pobres de algunos barrios y caseríos (¡como siempre, las familias más pobres!). Gracias a Dios y a la oportuna atención que el gobierno de entonces puso en el hecho, movido por la campaña periodística que en gran medida activó María Cristina Nadramia -hermana del “Chucro” Raúl-, el número de las víctimas mortales (¡niños todos!) no fue excesivo. Llegaron varios médicos del Ministerio de Salud, incluso el ministro mismo, en atronadores helicópteros; también, por propia cuenta y empujado por su proverbial bondad y cariño por los paisanos, arribó –conmoviendo a todos- el inolvidable doctor Justiniano Murphy Bocanegra. La presencia de los reporteros gráficos de algunos diarios fue algo sumamente novedoso: se metían por todas partes con sus gigantescas cámaras fotográficas, en busca de la noticia. En honor a la verdad, debemos decir que no les fue fácil encontrarla. No es que la geografía fuese adversa, escabrosa, inaccesible; tampoco que la gente se mostrara huidiza, huraña, poco colaboradora. Nada de eso. Es que, no obstante lo delicado y grave de la situación, el drama no fue tan desmedido como para generar noticias periodísticas, digamos, vendibles. Hay que agradecer que no haya sido así. La tarea de la prensa, por ello, tuvo que llevarse a cabo echando mano a la imaginación. Ingresaban a los locales escolares, mientras los profesionales de la salud -auxiliados por don Jesús Álvarez, sanitario del pueblo, y también por nuestros paisanos Tomás Zúñiga y Mario Vidal- revisaban los ojos de los niños, en busca de los síntomas o indicios de la enfermedad; y ahí, ellos, los fotógrafos, tomaban fotos a diestra y siniestra. Podemos adivinar que el mayor número de imágenes que saturaron sus rollos debió haber sido de paisajes y caritas sonrosadas y “pispadas”. Entre los que acudieron a Pallasca se encontraba, con cámara y maletín en mano, un señor Miró Quesada que decía estar impresionado por la belleza de la ciudad, por la armonía estética de su Plaza de Armas y el valor histórico y artístico del templo de San Juan Bautista; era lo que podríamos llamar “un turista humanitario”, o algo por el estilo. Por cierto, su apellido dio lugar a que los “togados” –hospitalarios como todos los pallasquinos- le brindaran una atención especial. Aún a pesar de lo penoso que pueden ser ciertas circunstancias, los hechos pintorescos y anecdóticos se dan en todas partes; y, en efecto, eso también pasó en Pallasca: Flor Vidal recuerda que mientras se celebraba un matrimonio, todos -excepto los novios- abruptamente abandonaron la ceremonia y, empujados por la curiosidad, corrieron al estadio para ver al primer helicópetro que aterrizaba trayendo ayuda. Como dijimos al principio, los muertos fueron realmente pocos. Los periódicos capitalinos se encargaron de dar cuenta de ello; uno, creo que El Correo, contaba que, por falta de ataúdes, a los niños fallecidos se les velaba en sus propias camas, cubiertos por frazadas de bayeta, y daba fe de su afirmación con una medio convincente imagen fotográfica de primera plana. Efectivamente, allí se veía a dos criaturas de espaldas (a uno de ellos lo reconocimos al toque: era Juan Saavedra Urbano, hijo de don Amelio), acostados sobre una tarima y alumbrados por una vela que su padre llevaba en la mano. Muchos años después, en Lima, cuando en medio de una conversación surgió el nombre de Pallasca, alguien que inmediatamente se convirtió en nuestro amigo, nos dijo, emocionado: yo estuve allí. Era el autor de aquella irrepetible foto necrológica. Es posible, como lo expresamos antes, que Juan –ya no dormido como entonces- no se acuerde, o que nunca haya sabido lo que ocurrió, debido a que la epidemia jamás llamó a su puerta; pero de que está vivo, así como su hermano, nadie puede negarlo. Claro que, naturalmente, no vamos a darle las señas de nuestro amigo de la prensa escrita, para evitar, por si acaso, que lo maldigan (uno nunca sabe). Aquella cruel y al mismo tiempo piadosa invención periodística sirvió para que la ayuda del Estado no fuese tardía. A veces –ahora lo confirmamos- las mentiras, antes que reprobación, merecen una entusiasta gratitud..
Por: Bernardo Rafael Alvarez
Probablemente ya nadie recuerda –y, tal vez, Juan Saavedra menos-, una de las etapas difíciles que le tocó vivir a Pallasca: aquella que significó el haber tenido que enfrentar a la epidemia de difteria que, en 1964, castigó sensiblemente a las familias más pobres de algunos barrios y caseríos (¡como siempre, las familias más pobres!). Gracias a Dios y a la oportuna atención que el gobierno de entonces puso en el hecho, movido por la campaña periodística que en gran medida activó María Cristina Nadramia -hermana del “Chucro” Raúl-, el número de las víctimas mortales (¡niños todos!) no fue excesivo. Llegaron varios médicos del Ministerio de Salud, incluso el ministro mismo, en atronadores helicópteros; también, por propia cuenta y empujado por su proverbial bondad y cariño por los paisanos, arribó –conmoviendo a todos- el inolvidable doctor Justiniano Murphy Bocanegra. La presencia de los reporteros gráficos de algunos diarios fue algo sumamente novedoso: se metían por todas partes con sus gigantescas cámaras fotográficas, en busca de la noticia. En honor a la verdad, debemos decir que no les fue fácil encontrarla. No es que la geografía fuese adversa, escabrosa, inaccesible; tampoco que la gente se mostrara huidiza, huraña, poco colaboradora. Nada de eso. Es que, no obstante lo delicado y grave de la situación, el drama no fue tan desmedido como para generar noticias periodísticas, digamos, vendibles. Hay que agradecer que no haya sido así. La tarea de la prensa, por ello, tuvo que llevarse a cabo echando mano a la imaginación. Ingresaban a los locales escolares, mientras los profesionales de la salud -auxiliados por don Jesús Álvarez, sanitario del pueblo, y también por nuestros paisanos Tomás Zúñiga y Mario Vidal- revisaban los ojos de los niños, en busca de los síntomas o indicios de la enfermedad; y ahí, ellos, los fotógrafos, tomaban fotos a diestra y siniestra. Podemos adivinar que el mayor número de imágenes que saturaron sus rollos debió haber sido de paisajes y caritas sonrosadas y “pispadas”. Entre los que acudieron a Pallasca se encontraba, con cámara y maletín en mano, un señor Miró Quesada que decía estar impresionado por la belleza de la ciudad, por la armonía estética de su Plaza de Armas y el valor histórico y artístico del templo de San Juan Bautista; era lo que podríamos llamar “un turista humanitario”, o algo por el estilo. Por cierto, su apellido dio lugar a que los “togados” –hospitalarios como todos los pallasquinos- le brindaran una atención especial. Aún a pesar de lo penoso que pueden ser ciertas circunstancias, los hechos pintorescos y anecdóticos se dan en todas partes; y, en efecto, eso también pasó en Pallasca: Flor Vidal recuerda que mientras se celebraba un matrimonio, todos -excepto los novios- abruptamente abandonaron la ceremonia y, empujados por la curiosidad, corrieron al estadio para ver al primer helicópetro que aterrizaba trayendo ayuda. Como dijimos al principio, los muertos fueron realmente pocos. Los periódicos capitalinos se encargaron de dar cuenta de ello; uno, creo que El Correo, contaba que, por falta de ataúdes, a los niños fallecidos se les velaba en sus propias camas, cubiertos por frazadas de bayeta, y daba fe de su afirmación con una medio convincente imagen fotográfica de primera plana. Efectivamente, allí se veía a dos criaturas de espaldas (a uno de ellos lo reconocimos al toque: era Juan Saavedra Urbano, hijo de don Amelio), acostados sobre una tarima y alumbrados por una vela que su padre llevaba en la mano. Muchos años después, en Lima, cuando en medio de una conversación surgió el nombre de Pallasca, alguien que inmediatamente se convirtió en nuestro amigo, nos dijo, emocionado: yo estuve allí. Era el autor de aquella irrepetible foto necrológica. Es posible, como lo expresamos antes, que Juan –ya no dormido como entonces- no se acuerde, o que nunca haya sabido lo que ocurrió, debido a que la epidemia jamás llamó a su puerta; pero de que está vivo, así como su hermano, nadie puede negarlo. Claro que, naturalmente, no vamos a darle las señas de nuestro amigo de la prensa escrita, para evitar, por si acaso, que lo maldigan (uno nunca sabe). Aquella cruel y al mismo tiempo piadosa invención periodística sirvió para que la ayuda del Estado no fuese tardía. A veces –ahora lo confirmamos- las mentiras, antes que reprobación, merecen una entusiasta gratitud.
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Fuente:
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ANECDOCRONICAS DE PALLASCA
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Pallasca - Foto: http://pallasca2.inictel.net/EL AUTOR
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Bernardo Rafael Alvarez, poeta y escritor. Nació el 12 de noviembre de 1954 en Pallasca, Ancash. Sus primeros estudios los hizo en su pueblo natal, hasta el 4° de secundaria; los culminó en Trujillo. Ya en Lima, estudió Cooperativismo y Ciencias Administrativas en las universidades Villarreal y Garcilaso de la Vega, y siguió, además, cursos libres de Lingüística en San Marcos.
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Bernardo Rafael Alvarez, poeta y escritor. Nació el 12 de noviembre de 1954 en Pallasca, Ancash. Sus primeros estudios los hizo en su pueblo natal, hasta el 4° de secundaria; los culminó en Trujillo. Ya en Lima, estudió Cooperativismo y Ciencias Administrativas en las universidades Villarreal y Garcilaso de la Vega, y siguió, además, cursos libres de Lingüística en San Marcos.
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A fines de 1972 comenzó a frecuentar a los poetas de Hora Zero y es con el sello informal de dicho movimiento que en 1974 publica Aproximaciones & Conversaciones, un libro que según confiesa, tiene menos de él que -aunque burdamente- de Jorge Pimentel, Enrique Verástegui y Juan Ramírez Ruiz. Publicó, también, poemas en diversas revistas y periódicos. Es -además del libro citado- autor de Dispersión de cuervos(1999) y de Toro de trapo y algunas otras deudas (2003) y figura en las antologías Hora Zero, la última vanguardia latinoamericana de poesía (Venezuela, 2000), Un canto por Sierra Maestra (Lima, 2000), YACANA/51 poetas (Lima, 2005) y Poesía peruana contemporánea, 33 poetas del 70 (Lima, 2005). Conduce la asociación Cáctus, Cultura contra el desierto.
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Radica en Lima y ha viajado poco, pero ha vivido intensamente los gozos, sufrimientos, hedores y traiciones de una ciudad como Lima, grande y tormentosa.
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La poesía de Alvarez, a decir de Tulio Mora, se caracteriza, entre otras cosas, por el deconstructivismo y "ese afán de capturar el contrasentido de lo real." Para Marco Aurelio Denegri, se trata de una "poesía viral y arrebatada", "porque es poesía impetuosa, inconsiderada y violenta". Para Pedro Escribano (diario La República) "es una especie de graznido humano y salvaje, por eso muchas veces desordenado, que busca retratarnos por dentro y por fuera."
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27 ENE 2008
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Fuente:
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http://www.angelfire.com/al4/alvarezbr/biograf
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27 ENE 2008
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Fuente:
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http://www.angelfire.com/al4/alvarezbr/biograf
BERNARDO RAFAEL ALVAREZ
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EN HUARI
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XVIII ENCUENTRO DE ESCRITORES Y POETAS DE ANCASH
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Fotografías: Nalo Alvarado Balarezo
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Huari
Huari
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