Danilo Sánchez Lihón
1. Ha tallado
la vida
Tú que has vuelto, peregrino, no te interesa si esta noche tienes o no tienes posada.
Has
tomado una calle y la caminas de largo sin mirar el suelo, extasiado en
sus muros, en sus balcones, en el remate de sus aleros; en su cielo ora
despejado, ora anubarrado.
Con
la mirada puesta en la cumbrera de los tejados donde se juntan la
tierra y el cielo. Con el alma puesta en la vibración de la luz que hace
el festoneo de las tejas al borde de los aleros.
En
el fleco traslúcido que descompone la luz en un prisma de siete colores
que se difumina sobre la sombra violeta de los balcones.
Con
el corazón anhelante prendado del bamboleo de los hierbajos en lo alto
de los muros y sobre los techos de rastrojos donde se muestran malvas,
clavelinas y mostazas.
Devoto
de cada esquina, recodo y declive que pareciera haber tallado la vida
con sus manos compasivas. Absorto en la contemplación de cada torcedura,
inclinación y hasta en el desperfecto de una pared o el quicio de una
ventana.
2. He
vuelto
Tú que has vuelto, peregrino, no te interesa si esta noche tienes o no tienes posada.
Todo
llama tu atención. El descascarado de la pintura en el enrejado de la
pileta como el querer encontrar algunas huellas. El chirrido de un
grillo en el jardín. Lo oblongo de una piedra en el cimiento de un muro.
Pero lo que más te fascina encontrar son las puertas. Porque ellas son testigos, confidentes y vigías.
Porque es en las puertas que hicimos nuestra primera declaración de amor, y bajo sus marcos dimos nuestro primer beso.
Es
en las puertas en donde nos hemos despedido de nuestros padres,
hermanos y familiares. Y es bajo sus umbrales que volvemos a
reencontrarlos.
Porque ellas saben lo ocurrido en tanto tiempo, y que nadie más sabemos.
Porque
nosotros a lo sumo sabemos lo que aconteció. Pero no lo que iba a
acontecer, que es lo que más las ha herido y acongoja. Ni sabemos lo que
se siente, pero ellas sí, ante ello se han estremecido.
3. El pórtico
de una cripta
Pero
ahora están aquí, aunque tus ojos también empañados por las lágrimas no
te permitan reconocerlas nítidamente. Pero, les dices:
– Hola, señoras puertas, ¿qué tal? Aquí estoy, he vuelto, estoy de regreso.
Y le quedan mirando. Y te hacen una venia profunda. Y guardan reverente silencio.
Sin
embargo, lo que más llama la atención del peregrino de las puertas, en
este viaje del retorno y del regreso son en ellas estos candados
pasmados y pendientes.
Es a su vez lo que más conmueven, pues ellos cierran algo que sin duda se abre hacia otro universo
Que
permanecen colgados e inmóviles en su dolorosa quietud, pero
confidentes de un mundo secreto que acontece hacia adentro del mundo que
ellos cierran y del cual nunca hablan.
4. Llave
de cerrojo
De
arquitectura antigua, de llave en canuto y de orificio hacia el frente.
Todos oxidados ya por el tiempo. Unos en forma de escudos nobiliarios.
Otros en forma de hornacina de las iglesias. Y hasta imitando el pórtico de una cripta.
Encima
de ellos, desde donde se sujetan, y de los cuales penden, están las
armellas. Son dos aros absolutos que el candado une implacablemente,
echando así llave a la puerta.
Aquí están. ¡He aquí una vieja casona, orgullosa, pero de peor suerte porque de ella solamente pende una de las armellas!
De la otra sólo se registra el hueco carcomido desde donde debió pender el aro.
En
cambio, esta otra puerta de esta otra casa, tiene una cerradura
empotrada, donde la llave penetra por un orificio hecho en la madera.
En torno a él la madera aparece gastada y hasta renegrida. No es candado sino llave de cerrojo.
5. En estas
huellas
Tú que has vuelto, peregrino, no te interesa si esta noche tienes o no tienes posada.
¡Pero cuán desbocado está el resquicio, prueba de que muchas veces entraron y salieron! ¡Y a eso se le llama vida!
Eso
sí, como casi en todas, en torno a la cerradura aparece descascarada la
pintura. Y hasta un poco hendida la madera, en una especie de rosetón o
círculo.
El desgaste en la cerradura hace un círculo, ¿debido a qué? Se entiende que es así por aquel dar vueltas a la llave.
¿No
es, acaso, inmenso? En estas huellas está todo el palpitar, los latidos
y los sueños de la gente. Ya que en ella rozaron las manos de quienes
cerraban y abrían una o las dos hojas.
Donde
cada puerta es una persona que tiene su destino y, a su vez, es
síntesis de un conjunto de personas, a las cuales saludas y te responden
como si mucho hubieran llorado.
6. Algún
gozo
Y más minuciosamente podemos advertir, hacia el borde del ala de la puerta, otro desgaste.
Ya no hay pintura y la madera está hundida por el uso.
Sin duda, por sujetarla desde aquí, apoyando una de las manos justo en este sitio.
Sería cuando el dueño o la dueña atendían a alguien que venía a buscarlos y que conversan con él en la misma puerta.
¡Qué divagación profunda producen estas huellas!
Son como latidos hechos signo, de tantos y de nadie.
De manos y corazones tristes o esperanzados; poseídos de algún gozo o aquejados de alguna pena o tristeza.
De personas pasando con emoción, o sin ella, por entre estos marcos.
O bien con dudas y silencios, que a veces son peores, porque de ellos se desprende la muerte.
7. Antes de que sea
más tarde
Tú que has vuelto, peregrino, no te interesa si esta noche tienes o no tienes posada.
¡Es lo peor, sin duda!
Envueltas todas en la aparente rutina, pero en donde se cierne lo trascendente y eterno.
Costumbres, maneras de ser y sucesos que mirados a la distancia de los años dejan de ser rutina.
Porque
lo que antes fue común y corriente, cuando se esfuma, recién deja ver
dentro lo esencial e inconmensurable, lo permanente e ineluctable.
Ya pasó el ángelus, y es medianoche. Y el peregrino no recuerda dónde dejó su equipaje, aunque tampoco tiene posada.
Pero en la retina de sus ojos conserva el de las puertas con toda la luz del atardecer que nublaran sus ojos.
Sin mirar lo que se cree que es infaltable mirar. Antes de que sea más tarde y sobrevenga ineluctable el amanecer.
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