miércoles, 12 de mayo de 2010

JOSEPH BEROLO RAMOS: Ese ojo avizor que no le hace concesiones a la noche - POR CARLOS GARRIDO CHALÉN

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JOSEPH BEROLO RAMOS:


Ese ojo avisor que no le hace concesiones a la noche


Por Carlos Garrido Chalén



El gran estratega chino Zun Tzu, decía que quien conoce el arte del acercamiento (directo e indirecto) y de la maniobra, tiene asegurada la victoria; y le hacía eco a Takeda Shingen, que aconsejaba “Cuando acampes, hazlo tan rápido como el viento; en la marcha reposada sé majestuoso como un bosque; en el ataque y el saqueo, como un incendio; cuando te detengas, permanece firme como una montaña. Insondable como las nubes, muévete como un trueno”. Y lo traigo a colación, porque eso mismo es vital para trascender dentro de la literatura, como imprescindible, de otro lado, es acreditar entrega y consecuencia: ese albor de sabia nutriente que crece en los nogales, y mueve e impulsa, sin excepción, para que puedan volar, todas las aves del Cielo.


Pero cualquiera no escribe una novela histórica. No porque haya perdido en este siglo, la inmensa vitalidad que tuvo como sub género narrativo en el romanticismo del siglo XIX, a través del escocés Walter Scott (1771-1832), con su “Waverley” (1814), el norteamericano james Fenimore Cooper (1789- 1851), con “El último mohicano” (1826); y los franceses Alferd de Vigny (1797-1863), autor de “Cinq-mars” (1826), Víctor Hugo “Nuestra Señora de París” y Alexandre Dumas (padre) “Los tres mosqueteros”, sino porque exige una suerte de búsqueda más minuciosa y deliberadamente racional de los datos y acontecimientos que se narran, sin que eso signifique abdicar de la imaginación.


Ese aire socio político investigativo, ese mirar hacia el pasado para proyectarse hacia el futuro, ese ojo avizor que no entra en concesiones con la noche, que se sumerge en rituales idiomáticos de fe, es el que ha elegido, el gran poeta y escritor colombiano, Joseph Berolo, para escribir su novela “Mío y Matilde”, como antes, lo hicieron los polacos Józef Ignacy Kraszewski y Aleksander Glowacki (Faraón, en 1897) y, el premio NóbelHenryk Sienkiewicz, que escribió “A sangre y fuego” (1884),”El diluvio” (1886), “El señor Wolodyjowski” (1888) y su obra maestra “Quo vadis?” (1896); el italiano Alessandro Manzoni con “I promessi sposi” (o “Los novios”); el alemán Theodor Fontane y su “Antes de la tormenta” (1878); y los rusos Aleksandr Pushkin con “La hija del capitán” (1836) y León Tolstoi (1828-1910) y su “Guerra y paz”.


Actuando a la manera de Winston Graham, quien compuso una docena de novelas sobreCornualles a finales del siglo XVIII, Gustave Flaubert (“Salambô”, 1862) o Benito Pérez Galdós con sus “Episodios nacionales”; la finés Mika Waltari (“Sinuhé, el egipcio o Marco, el romano”) y Robert Graves, (Yo, Claudio, Claudio y su esposa Mesaina), “Belisario”, “Rey Jesús...), Joseph Berolo Ramos, ha conseguido arribar a la plenitud de una obra extraordinaria, escrita con el corazón y el alma, para mostrarnos los interiores multicolores de una historia que sus propios personajes han pintado con las brochas del dolor, de la incomprensión, de la vergüenza, de la venganza, del celo y de la envidia, pero también de la esperanza más incontrastable.


En esa obra, que puede competir en calidad con las novelas de los puertorriqueños Luis López Nieves “El corazón de Voltaire” y Mayra Santos-Febres "Nuestra Señora de la Noche", del cubano Alejo Carpentier (El siglo de las luces o El reino de este mundo, entre otras), del argentino Manuel Mújica Láinez con Bomarzo, El unicornio y El escarabajo, del peruano Mario Vargas Llosa “La fiesta del chivo” y de la chilena Isabel Allende “La casa de los espíritus”, Joseph Berolo Ramos oficia, no de nigromante para hablar con las sombras, sino de ángel bienhechor para retrojuzgar con aires de plenipotenciario del corazón, las maneras humanas de sus personajes y las costumbres de su país tiznados por el tiempo.


Ya dentro, la aún apurada mujer buscó abrigo bajo el largo y pesado cortinaje que cubría una de las ventanas de la sala consistorial abierta al corredor adoquinado del zaguán por donde había ingresado a la casona. Afuera, en la plaza, bajo las chamuscadas lonas de los toldos dispuestos a sus costados, las hornillas de carbón de palo despedían chispas y humo envolvente y aromas incitadores al primer café tinto del día, antes de los suculentos desayunos y almuerzos tradicionales que devorarían glotonamente los lugareños y sus festivos visitantes domingueros. Allí, entre enormes ollas de barro bullían armoniosamente la mazamorra chiquita, el peto, el agua de panela y la changua con huevo y arepa, y las gallinas criollas cocinadas desde la noche anterior, lucían descabezadas y espernancadas su apetitosa desnudez amarillenta desde sus lechos de latón y vitrinas salpicadas de grasa, adornadas con sus propios pescuezos convertidos en morcillas con cabeza de cresta amoratada y ojos cristalizados fijos en las bandejas repletas de papas criollas de piel dorada y corazón caliente, bofes, hígados y mollejas y otras ricuras de la cocina campesina. Sobre tanta delicia culinaria, remolineaban las moscas, y bajo las mesas de madera cruda y las bancas de troncos nudoso dispuestos para los comensales, dormitaban unos cuantos perros flacos en espera de sobrados acompañados de patadas”.


Así se preparaban los fritangueros en sus toldas y con ellos, en reñida competencia con los comerciantes tradicionales del pueblo, oleadas de vendedores ambulantes, nativos y extranjeros, de toda clase de productos novedosos, desde perfumes y cosméticos hasta telas y paños y ropa fina de última moda, importados, aseguraban los mercaderes, de Londres y París; también abundaban los cacharrerros con sus camiones repletos de mercancías para el hogar, ollas, vajillas, cubiertos de plata, cortinas, manteles y ropa de cama, y hasta de colchones y almohadas”.


Curiosamente, algunos de ellos, no portaban producto alguno que mostrar sino que vendían lo suyo desde las páginas de sus asombrosos catálogos ilustrados con dibujos y hasta con fotografías y textos rimbombantes explicativos de ofertas de bienes fastuosos de toda clase y estilo, desde cigarros cubanos hasta cruceros de mar, todo disponible para entrega y uso inmediato, y a plazos, cosa que nadie creía, y menos los nada ingenuos campesinos poco dispuestos a cambiar sus cigarros nativos por aquellos de extraña procedencia, o sus paseos económicos por la región y las zonas calientes del Magdalena, por costosos viajes a Europa, la bobadita de 105 dólares, en segunda clase, aunque a todo vapor, en los buques de Naviera Real Holandesa, o con descuento por faltar un año o más hasta que fuese lanzado el Mauritania, que sería el buque más grande del mundo, para viajar a la fabulosa Habana, la legendaria capital de la isla más alegre del mundo”.


Así, los comerciantes de sueños y los locales de realidades, terminaban siendo amigos y representantes los unos de los otros; aquellos dejarían sus catálogos con estos, que se encargarían de mostrarlos y vender lo comprado y ordenarlo a aquellos quienes despacharían lo ordenado, y pronto las gentes pudientes del pueblo comenzarían a lucir sus lujosas compras y los pobres a pensar en hacer imitaciones y hacerlas pasar por originales; lo que no se sabría rápidamente, era si lo hecho en el pueblo, particularmente sus artesanías, se promovería como prometieron que lo harían los vendedores por catálogo cuando les fueron entregadas por sus ingenuos fabricantes sendas muestras de sombreros y ruanas y artesanías nativas para que vendiesen la idea y les hiciesen pedidos como ellos harían con lo suyo”.


En fin, lo que si perduraría sería el encanto de la fiesta dominguera y los lazos de amistad forjada a la par con los negocios entre los lugareños y sus visitantes a quienes aquellos atenderían solícitamente, con sonrisas de oreja a oreja y muestras de generosidad en el regateo, los comerciantes de sus ofertas, y los fritangueros de sus viandas, con generosos bocados calientes y voluntad de ñapa. Provenientes de la región del Valle de Las Palmas, y de la capital, sus clientes llegarían a muy tempranas horas a bordo de camiones y buses recalentados, en lujosos automóviles negros con placas oficiales, muchos a pie o trepados en yuntas de bueyes o jineteando briosos corceles de pura raza, arriando recuas de burros y de mulas y cargadas con bultos de dobles cargas de café, enormes pencas de plátano verde y petacas repletas de frutas y verduras, ollas, chorotes y artesanías de toda talla y textura”.

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Una vez instalados y acomodados en sus oficios y cumplidas sus diligencias de permiso de la alcaldía para vender sus mercancías, los visitantes atenderían en masa a la Misa Mayor de las doce, la sexta de las celebradas desde el alba por el ilustre Párroco Monseñor Simón Tadeo Cienfuegos, la más concurrida de todas en razón a la presencia de sus dos hermanos, el Honorable Alcalde, General Amadeo Cienfuegos y Matilde Cienfuegos, ama de llaves de la Casa Cural, el Consejo Municipal en pleno y los notables del pueblo y sus distinguidos invitados. Transcurrido el servicio religioso y calmadas las conciencias de todos los asistentes santificados por la sagrada comunión, comenzaría lo mundano de la celebración dominguera tradicional, plena de ostentosos encuentros de consabido amaño y determinado propósito entre. los gamonales de la región y políticos de toda pinta y origen, de afectado aspecto citadino, indispuestos por los malestares climáticos pero firmes en su empeño de querer ser amigos del pueblo, dispuestos a soportar cualquier calamidad que les sobreviniese con tal de obtener el aprecio de sus anfitriones”.


Notoriamente altivas, las robustas matronas de la sociedad local, aparecerían en corrillos ruidosos, de paseo por la plaza, escoltadas por sus ostentosos maridos, seguidas por los comedidos galanes de sus hijas y de sus muchos sirvientes cargados de sombrillas y silletas de tijera y canastos enormes. A cierta distancia, no menos aspavientas, deambularían las melancólicas beatas solteronas, con rosario en mano y agudas miradas criticonas haciendo eco a los menesteres de las congregaciones religiosas locales presentes con toda su regalía de cofrades dedicados al servicio de Dios y de la comunidad”.


Al espectáculo se unirían los estudiantes del colegio de religiosas de Nuestra Señora de la Merced y de las escuelas del pueblo y veredas de la región que desfilarían marcialmente al ritmo de trompetas y tambores, uniformados, las niñas con blusa blanca bordada con el escudo de sus planteles, y falda escocesa larga plisada y medias blancas a la rodilla, y los jovencitos de pantalón largo y saco cruzado igualmente bordado, y todos con brillantes zapatillas y zapatos de charol negro. Acto seguido, la banda municipal del pueblo, sonoramente destemplada, comenzaría a ejecutar su limitado repertorio de música folclórica, cosa que haría hasta bien entrada la noche, cuando ya los lugareños agotados se hubiesen retirado y los visitantes estuviesen en camino hacia sus lugares de origen, y los fritangueros, contentos en sus toldos vacíos, contasen sus ganancias, y todos se retirasen a disfrutar el recuerdo de otro día de fiesta, tranquilidad y progreso”.


Me hace recordar mucho, no a Mariano José de Larra (1809-1837), que en “El doncel don Enrique el Doliente” compite con “Sancho Saldaña o el castellano de Cuéllar” de José de Espronceda (1808-1842), pero si a Manuel Fernández y González, que escribió con aires de rompedor de estigmas “El cocinero de su Majestad”. Más cercano al realismo de Luis Coloma que al de Benito Pérez Galdós o Pío Baroja. Si viviera, José María Merino, diría que tiene su galope, esa magna carrera de galgos que hace resonar las palabras de “La tierra del tiempo perdido”. Pero yo digo que antes que eso, el ajuste de miradas, la contemplación heroica, que llevó a Miguel Delibes a escribir “El Hereje”.


“Mío y Matilde” recrea su argumento, a partir del asalto guerrillero perpetrado en la madrugada del 6 de Abril de 1929 a un pueblo indefenso llamado Palmarito, situado en el Valle de las Palmas, al oriente de la capital de Colombia, retratando el rostro íntimo del fantasma de la guerra fraticida que ha herido y sangrado de muerte a Colombia desde comienzos del siglo XX.


Sin pretender en verdad asumir la novela como un tratado netamente histórico, Joseph Berolo teje con maestría un escenario ambientado a la época de los hechos, de proporciones muy cercanas a la realidad del mundo social, político y religioso de la época; y en ese terreno donde se juegan las más extrañas fichas del sentimiento familiar, social, cristiano y político de sus actores, hace aparecer como un milagro del infierno, a Matilde Cienfuegos. Su furtiva figura escurridiza por el apacible ambiente de la plaza mayor de Palmarito, delata rápidamente la inminente llegada del amanecer de un drama sin precedentes en la historia de ese pueblo. Uno de sus tres hermanos, Amadeo Cienfuegos, Alcalde militar del lugar, es asesinado durante el ataque cumplido por unos cien hombres dirigidos por su propio hermano, Calixto Cienfuegos, el belicoso alcalde civil de un pueblo cercano.


Eran las cuatro de la madrugada del 6 de abril del año gregoriano de 1930 cuando Matilde Cienfuegos abandonó su alcoba en la casa Cural de Palmarito, un pueblo situado en el Valle de las Palmas, al sur de la capital, y salió a la plaza mayor y se dirigió hacia la estatua ecuestre de Simón Bolívar levantada a mitad del lugar sobre un pedestal de mármol negro, escalonado, que permitía alcanzar su elevada figura y hasta treparse en ancas, que fue precisamente lo que hizo la temprana visitante del Libertador”.


Abrazada frenéticamente a sus carnes marmóreas, Matilde apoyó una mano en la húmeda testa del corcel y con la otra acarició la delgada nuca fría del prócer mientras posaba sus ojos en la distancia trazada sombríamente por el macizo de la cordillera colombiana. Así permaneció hasta el amanecer cuando el tañido de las campanas de la iglesia parroquial que anunciaban la misa del alba la sacó del letargo natural en que había caído; los débiles rayos del sol naciente revelaron el umbroso perfil de su rostro joven marcado por una mirada adusta, cautelosa, ajado por el frío y el desvelo, de labios delgados, apretados firmemente, nariz bien delineada, cejas pobladas descuidadas y cabellos negros amarrados en una moña mal trenzada”.


No bien dejaron los bronces de repicar, la mujer se escurrió hasta la base del monumento, apretando al hacerlo entre sus muslos temblorosos los pétreos flancos de la insensible bestia; con su rostro turbado por una mueca de placer reprimido, la mujer se alejó rápidamente del lugar arropándose con su pañolón negro de largos flecos enredados, de regreso a la casa Cural”.


La sangre fraterna derramada ese día correría por las calles de Palmarito y el cauce formado a su paso se engrosaría con la de los lugareños y asaltantes caídos por esa causa y seria precursora de muchos otros ríos de sangre brotados de las venas abiertas de miles de colombianos sacrificados desde entonces.

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Libres del yugo español ciento veinte años atrás, los colombianos no habían podido liberarse del tirano más cruel y vengativo que un pueblo pueda tener cuando se convierte en depredador de su propia libertad y encuentra eco en dirigentes de la calaña de Calixto Cienfuegos.


En la Casa Cural, Matilde Cienfuegos, permanecía en su escondite encortinado en espera de la llegada al pueblo de los calixtianos como llamaba a los seguidores de su hermano. La mujer conocedora de sus planes desde la reunión que sostuvo con él, al amparo de la noche, en un lugar cercano al Palmarito, se preparaba para recibirlo y dar principio a su campaña proselitista para hacerse elegir alcalde de Palmarito en las elecciones que se celebrarían ese próximo mes de Agosto, cuando el limitado poder castrense de Amadeo sería reemplazado por uno de carácter civil; así, Calixto lograría extender su poder actual de alcalde nombrado por el Gobernador del Departamento, de Juntas del Valle, una pueblo insignificante situado al oriente de Palmarito, de no más de dos mil habitantes, sin industria alguna considerable, inclusive sin párroco permanente, y con no más de tres concejales dedicados a la causa de su ambicioso burgomaestre. De éste se decía que corría suertes políticas muy diferentes a las de sus hermanos, y que encabezaba un movimiento de dudoso origen compuesto de malandrines locales, y que sus demás simpatizantes eran menos de la mitad de la mitad de los habitantes de su jurisdicción”.


Confiado en que Matilde secundaría sus planes políticos, Calixto Cienfuegos le prometió mantener bajo control a sus hombres para que no cometiesen actos reprochables que pudiesen comprometer su seguridad o la de sus hermanos cuando llegase a Palmarito, y que su único propósito era el de hacerse conocer como aspirante a la alcaldía del pueblo y dar comienzo a su campaña política en anticipación a las elecciones de agosto. De lograrlo, su satisfacción sería enorme y de gran orgullo poder despedir a su hermano Amadeo de regreso a la capital y a sus oficios de militar de carrera. Así, él se instalaría como restaurador de las garantías civiles cortadas años atrás por otros incidentes parecidos a los que el mismo auspiciaba en la actualidad. Aun así, Matilde se preparó mentalmente para lo que pudiese suceder, confiada en que sus hermanos sabrían comportarse como tales, y que ella, de resultar bien los planes de Calixto, sería reconocida como la verdadera gestora de su triunfo”.


Unos cien hombres envueltos en ruanas, con la pata al suelo, y armados con escopetas y machetes, componían el insólito grupo de gentes que amaneció demasiado cerca del mismísimo corazón del Palmarito; armados con machetes y burdas escopetas de dos cañones, permanecían apostados, unos en los pasadizos y atajos de las estrechas calles adoquinadas cercanas a la plaza mayor del pueblo, otros parapetados tras de las tapias de los solares de las casas cercanas a la plaza de ferias o tendidos en los corrales, entre los húmedos mojones de los vacunos deglutantes de sus últimos bolos antes de su sacrificio mañanero, se preparaban para asaltar el pueblo como ya habían tratado de hacerlo en ocasiones anteriores, llevados nuevamente a tan desmedido proceder por su amo y señor, Calixto Cienfuegos”.


Serían las ocho y minutos, cuando los calixtianos penetraron a la plaza de Palmarito disparando al aire y lanzando vivas a su líder, dando así comienzo a toda clase de desmanes y atropellos contra los atónitos fritangueros que no pudieron hacer nada para evitar que se atragantasen con cuanta comida hallaron, cruda o cocinada, entre las ollas y las estanterías, o los comerciantes para que no los despojasen de sus mercaderías”.


Ocupados en sus desmanes, los asaltantes parecían seguir órdenes muy precisas de no hacer más de lo que hacían ya que ninguno se atrevía a apuntar su arma a nadie en particular ni a otra cosa distinta que amedrentar y espantar con gestos y ofensas verbales a quien se atreviese a desafiarlos. Su conducta parecía ser encubridora de algo más siniestro a punto de sucederse. En efecto, unos cuantos de ellos fueron vistos cuando se dirigían hacia el Ayuntamiento, mientras azuzaban a su paso a los de por si desmandados suficientemente compañeros suyos para que continuasen con sus desmandes”.


Mientras todo esto sucedía, Monseñor Simón Tadeo Cienfuegos daba comienzo a la celebración de la misa del alba, acompañado de su sacristán Máximo Méndez y de unos pocos fieles acomodados en las primeras filas de bancas del templo; los amanecidos feligreses entonaban entre bostezos y enredados latinajos los acostumbrados maitines y avemarías del rito cristiano y se persignaban una y otra vez con los crucifijos de sus camándulas y apretaban contra su pecho sendos breviarios negros, deshojados”.


Su piadosa entrega a lo espiritual, fue interrumpida por los disparos y gritos que llegaban del exterior, por lo que todos a una abandonaron el sagrado recinto dejando a su pastor con la palabra colgada, que los llamaba a permanecer tranquilos en sus lugares. Ante su desbandada, Simón Tadeo, procedió a continuar con el santo oficio que ofreció a Dios y a los santos patrones de Palmarito, san Pedro y san Pablo, para que protegiesen a su rebaño de cualquier mal que pudiese sobrevenirles”.


Amadeo Cienfuegos fue sorprendido aún en ropa de dormir, arrebujado bajo las gruesas cobijas de lana de su lecho; sus botas militares aparecían erguidas al pie de su lecho de postes y dosel de fina madera tallada; su uniforme colgaba de un perchero esquinado y sobre una mesa cubierta por una carpeta de terciopelo con ribetes dorados, reposaba su cachucha de lona desteñida y bajo ella, una pequeña pistola enchapada con mango de plata que apuntaba al centro del cuarto; uno de los invasores se apoderó del arma y se plantó la gorra mientras Amadeo era asediado en su lecho por otros de ellos que lo alzaron en vilo de su humillante postración y lo colocaron ante ellos con órdenes de vestirse y acompañarlos.

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Amadeo acudió a su uniforme del que vistió solamente los pantalones sin que se le permitiese remover su larga camisola de dormir, sintiendo que sus captores le apuntaban al corazón con sus armas, y uno de ellos con su propia pistola, más dispuesto a dispararle que a devolverle la pistola en la que descansaba prácticamente su honor y su supervivencia. Acto seguido fue conducido a empujones al patio principal de la casa, invadido para entonces por numerosos otros “rufianes miserables. ignorantes”, como los increpó, prometiéndoles no dejarlos escapar de la justicia, y mucho menos dejar sin castigo al "traidor Calixto, indigno del apellido que lleva…"

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No pasaron muchas horas después de la captura de Amadeo cuando cesaron los atropellos en las calles y una tensa calma se apoderó del pueblo y sus habitantes, atemorizados e indefensos, vieron con alborozo que los asaltantes se acomodaban tranquilamente en los bancos y aceras de la plaza como en espera de algo muy importante que fuese a suceder, que solo ellos sabrían qué era. Los ahora tranquilos palmareños ignoraban lo sucedido a su alcalde Amadeo y nadie parecía darse por enterado de la presencia de Calixto Cienfuegos quien a esa hora permanecía alejado de los acontecimientos, escondido junto con sus más cercanos compinches, en algún lugar en las afueras del pueblo”


Poco duraría la calma provocada por el cese de actividades de los asaltantes. Palmarito se convertiría en una hoguera de pasiones desatadas y crímenes incalculables unas horas antes de la celebración de la misa mayor de las doce. esperada por todos los palmareños y sus visitantes y hasta por los ahora calmados asaltantes, convertidos repentinamente en inofensivos cristianos. Serían las diez de la mañana, cuando las gentes agolpadas en la plaza y en el atrio del templo escucharon un disparo proveniente del interior del Ayuntamiento, seguido de gritos y desbandada de los calixtianos, aparentemente sorprendidos por los repetidos disparos como de pistola que volvieron a escucharse provenientes del mismo lugar de donde había salido el primero de ellos. Aterrados, todos vieron cómo un grupo de hombres salía del Ayuntamiento y corría en dirección a la casa Cural llevando en andas el cuerpo de un hombre que sangraba profusamente”.
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Efectivamente, y confirmado con pelos y señales por un edil desesperado que apareció a la puerta del Ayuntamiento gritando desaforadamente, supieron que Amadéo Cienfuegos había sido herido. Algunas personas, más atrevidas que la mayoría de los presentes en la plaza, se acercaron al hombre que seguía anunciando lo sucedido, y se alejaron con él en dirección a la casa Cural. El bastante aturdido y confundido vocero de los sucedido, les contó por el camino que Amadeo, quien había sido hecho prisionero por unos desalmados y conducido al patio del Ayuntamiento, había logrado escaparse y correr hacia la caballeriza de la alcaldía en donde trató de montarse en un alazán amarrado a una columna; ”fue entonces” les dijo a sus acompañantes, “cuando fue alcanzado por los disparos que le hizo un maleante que lo perseguía” “Nuestro amado general” continuó diciéndoles, “si lo hubiesen visto ustedes…el pobrecito…cayó herido bajo la bestia…eso si, no sin antes haber herido de muerte a su victimario.. a quien vi caer en seco y bien muerto ante mi general que todavía le apuntaba con su arma en caso de que respirase nuevamente.”


El hombre calló brevemente antes de continuar con su espeluznante narración que ya comenzaba a sonar como fantasía de su imaginación en los oídos de sus perplejos acompañantes.

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Finalmente, luego de una larga pausa, el hombre continuó su historia de cómo no pudo hacer para rescatar a su general de la humillante condición en que se encontraba, gravemente herido, caído bajo las patas del asustado corcel al que había intentado desenlazar para escapar y salvarse… “fue horrible”, decía… “si… muy horrible… verlo allí tendido boca arriba…y lo peor, viendo como crecían los testículos de la bestia y como se desahogaba sobre su pobre humanidad abaleada y… orinada para colmo de colmos…y, qué se yo cómo más insultada”.

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“Afortunadamente”, concluyó, “mi general fue rescatado por unos mozos de cuadra que lo alzaron de su miseria y se lo llevaron…¡Dios Mío… ojalá que se lo lleven al Dr. Fernández…!Corramos…..corramos !… a ver si está vivo…”…concluyó antes de desmayarse y quedar tendido en el camino aún manchado por las gotas de sangre vertidas a su paso por el cuerpo del infeliz Amadeo”


Matilde, quien no había dado señales de vida desde que comenzó el asalto al pueblo, abandonó su escondite al escuchar los gritos cercanos de gentes agolpadas en las afueras de la casa Cural, y se dirigió al zaguán cuya puerta principal permanecía abierta desde su regreso de la extraña excursión que había realizado a la plaza del pueblo esa misma madrugada. Alli encontró a Amadeo tendido en un charco de sangre, quien al ver que se le acercaba, logró arrastrarse y penetrar a la sala consistorial y alcanzar el pie de un enorme sofá aterciopelado colocado a la entrada del lugar. Matilde que lo había seguido sin prestarle ayuda alguna se le acercó compasivamente, y sin pronunciar palabra alguna le acomodó bajo su desgonzada cabeza en uno de los almohadones del sofá, luego se sentó a su lado y se quedó pasmada de terror viendo cómo su hermano se desangraba sin que nadie apareciese a prestarle ayuda. ¡Enorme carga esta que me impones, Dios del cielo”, exclamó resignada a ver el estado en que se encontraba su hermano, incapaz de comprender cómo y qué era lo que había sucedido para que la visita de Calixto se hubiese convertido en tan horrenda pesadilla”.


Curiosamente, este hombre en particular tiene a su lado, para bien o para mal, a un hombre santo pero fatídicamente unido a su infame proceder: su otro hermano, Monseñor Simón Tadeo Cienfuegos cura párroco de Palmarito en quien recae la decisión de condenar o perdonar a Calixto y así dar fin o principio a su desmedida ambición política.


Monseñor Simón Tadéo Cienfuegos, aún revestido para celebrar su primer misa del día, avanzaba rápidamente en aquel preciso instante por el atrio del templo, seguido de su sacristán Máximo Méndez. Como Moisés con las Tablas de la Ley, el hombre descargaba golpes sobre las cabezas de los contrincantes con la enorme cruz de plata rica en piedras preciosas que portaba en alto, dispuesto a romperle la crisma a quien no se calmase y doblegase al paso de su amo y pastor. Así continuó tras de su amo que se dirigía con dificultad hacia la cercana casa Cural, impedido por el tumulto de gentes en actitud amenazante que por allí había, que trataban de acercársele solo para ser repelidas por Máximo, decididamente presto a impedirlo. El apurado cura, logró cruzar a salvo el revuelto escenario de la plaza, conmovido y penosamente atribulado por lo que alcanzaba a oír que mascullaban las gentes a su paso sobre los Cienfuegos. Irónicamente, él, uno de ellos, no podía hacer nada para defender su ancestro, fuera de perdonar a quien lo ofendiese y tratar de amar y consolar a todos sus feligreses sin distinción alguna, y ayudar a los moribundos a morir en la paz del Señor, que era lo que hacía en ese preciso instante de ejercicio de su deber sacerdotal”.


Amadeo Ciefuegos, murió acompañado de su muy amado hermano cura quien le rindió su amor filial y eclesiástico, postrado ante él, ungiéndole devotamente y despidiendo su existencia material con su bendición redentora. Matilde, alejada del último instante de Amadeo, exhaló un suspiro, nadie supo si de pena o contento, y se retiró en apurado andar hacia el lugar de donde había surgido unas horas antes.

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Allí descorrió las pesadas cortinas de la gran ventana que le habían servido de parapeto durante su misterioso ejercicio del amanecer, y la luz del sol penetró plenamente al interior del recinto llenándolo de extrañas luminosidades. Afuera, la soleada plaza del pueblo se reveló ante sus ojos en toda su magnitud humana, agolpada belicosamente ante la estatua del Libertador”.


Hechas las paces sobre la tumba su difunto hermano, aparece entre ellos y su pueblo el más esperanzador de los personajes que pueda surgir en cualquier contienda humana: La Paz. Descrita en una asombrosa alegoría de proporciones metafísicas, los Cienfuegos y todos los actores del drama vivido, juran sembrarla en todos los rincones de su agitado Valle y lo hacen con tanto esmero y consagración que logran cosechar sus frutos en tal cantidad que les sobra para dar y repartir Paz al mundo entero.


Así lograda, se establece entre ellos un paréntesis de calma, chicha obviamente. El acuerdo terminaría siendo menos valioso que el arrugado papel periódico de los edictos donde fue inscrito. Sus garantes serían los instrumentos de su debilitamiento y desaparición.

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Simón Tadeo con su empeño en mantener su hegemonía política y espiritual sobre sus feligreses; Calixto Cienfuegos, convertido en camaleón para tomarse el poder político del pueblo y la región, y Matilde Cienfuegos con su horrenda capacidad para conspirar contra ellos. Bajo sus oscuros designios, la Paz dejaría de crecer y las consecuencias a sentirse con el advenimiento de peores calamidades nacidas de su diabólico proceder y el no menosinfernal de Calixto.


En actitud solemne, de pie ante su pomposo solio levantado en el lateral derecho del altar, revestido con ornamentos morados, y coronado por una mitra tácitamente apuntada al TodoPoderoso, Simón Tadeo, visiblemente exhausto y muy pálido cura observaba con asombrosa inmutabilidad de santo enyesado, la escena de las exequias de su hermano Amadeo. Su hermana Matilde aparecía encaramada en su reclinatorio frente a la primera hilera de bancas, en donde dormitaba al amparo de un velo tupido que colgaba de un ridículo sombrero de tafetán raído. A sus espaldas, hechos nudos de brazos y de codos, sucios, malolientes, los palmareños y los cariacontecidos asaltantes, desafiaban las barreras de bancas levantadas por el aún enfurecido sacristán Máximo Méndez, y trataban de llegar hasta la barandilla de mármol del comulgatorio, el sitio más cercano al ostentoso catafalco erigido en el presbiterio”.


La enorme puerta central del templo enmarcaba un retrato igualmente agitado de gentes amontonadas en las afueras, trazado sobre un fondo de montañas, ensombrecido y tormentoso, que pronto llegó y cubrió el pueblo y envolvió a todos sus habitantes en un palio de nubes negras, un fenómeno natural por esas épocas de Cuaresma y Semana Santa, aunque en esta ocasión, estos creyeron, como talvez lo creyeron los judíos y los romanos en su tiempo de infamia, que les había llegado el comienzo de su propio Gólgota andino”.


El pronunciamiento eclesiástico sobre la muerte de Amadeo fue hecho en el sermón que diera el atribulado cura párroco Simón Tadeo durante la misa solemne de fin de duelo celebrada nueve días después de la tragedia. No menos inquieto que sus pendencieros hermanos, aunque fiel a su credo cristiano, Simón Tadeo excomulgó ese día a su hermano Calixto, en razón a su pecado mortal de fratricidio. No existía fuera de la suya, ninguna autoridad legitima en Palmarito, ni en la región, ni en el mundo, capaz de imponer castigo suficiente a tan horrible crimen, por lo cual “es a mi, como representante en la tierra del supremo juez divino, amo nuestro crucificado por nuestra culpa, a quien corresponde imponer sentencia…”Calixto vio así derrumbada su honra moral, y en jaque su futuro político”.


El derecho a ser reconocido y aceptado como mediador entre las partes, yacía sepultado en alguna fosa común, en contraste con la gloria de su hermano Amadeo, elevado a mártir desde el momento mismo de su muerte, en la memoria de sus seguidores. Sin embargo, Calixto creyó ver un mandato claro en la aparente aceptación recibida de un pequeño grupo de amadeistas que prefirieron treparse a la carroza calixtiana y olvidarse de pasadas lealtades antes que seguir el camino de la disidencia. Conocedor de las mañas del poder, y habilidoso en el arte de embrujar a las masas, Calixto decidió dar muestras de su arrepentimiento y grandeza de espíritu; “destinado al fuego del infierno”, como murmuraban las gentes cuando lo veían recorrer piadosamente las iglesias y ermitas de los pueblos, asistiendo a misa diaria en desafío de la excomunión que le fuese impuesta que no le permitiría atender ningún servicio religioso así lo hiciera desde las afueras de los templos, hasta no ser levantada..”

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Sin embargo, Calixto buscaría obtener el perdón de sus pecados veniales y mortales y con ello la paz necesaria para sobrevivir moralmente la muerte de Amadeo y lograr el imprescindible apoyo de la iglesia representada en su hermano Simón Tadeo, y el de palmareños, dados a creer en quien se manifestase arrepentido, como él parecía estarlo. Calixto no regresaría a su oficio de Alcalde de Juntas, administrada en su ausencia por unos de sus ediles. Tal era el olvido en que estaban los pueblos de la región que nadie había aparecido, como era de esperarse, que viniese de la capital a juzgar los hechos sucedidos en Palmarito, mucho menos que alguien se atreviese a postularse para ocupar la posición de alcalde dejada en limbo político el día de la trágica muerte de Amadeo Cienfuegos”.


El oficiante ese día domingo de Junio de1930, era el recién ordenado cura Moisés Feliciano Mendoza Montero, nativo de Palmarito, asignado al curato como coadjutor, que celebraba su primer misa. Monseñor Simón Tadeo Cienfuegos, piadosamente solemne sentado en su solio, observaba el desarrollo del santo oficio revestido formalmente. Calixto Cienfuegos, admitido en esta ocasión por su compasivo hermano, pastor de todas las almas y en particular de hijos pródigos como él, oraba piadosamente en el reclinatorio de uso privativo del alcalde del pueblo, y recibía con todos los feligreses, las salutaciones cristianas que les hacía el joven sacerdote y sus doce acólitos acompañantes. Llegado el momento de invocación a la paz, Calixto lo aprovechó para proclamar a golpes de pecho, ante su sorprendido hermano, su coadjutor y los asombrados fieles, “ser y seguir siendo Católico, Apostólico y Romano, dedicado a servir a todos ustedes, muy amados palmareños, hermanos míos”.


Al igual que muchos de sus homólogos en la política nacional, Calixto Cienfuegos finge arrepentimiento por el crimen cometido y engaña a la sociedad entera que desconoce el alcance de su ambición política.


A partir de ese momento, y con la callada aceptación de Simón Tadeo, fue notoria su asistencia diaria a la misa del alba, y los domingos a la mayor, y a todo rosario y novena, y con gran pompa y alarde y seguimiento de ediles y servidores públicos, a cuanto bautizo, confirmación, primeras comuniones, bodas y entierros ocurriesen en Palmarito.

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Fungiendo como padrino y protector de personas, bienes y causas, Calixto, tramoyista consumado y habilísimo escenificador de mutanzas, capaz de hacer bailar a sus propios enemigos al son que les tocase, hizo su más ruidosa aparición, ésta de carácter político, al medio día del 6 de Agosto, noventa días después de la trágica muerte de su hermano Amadéo. Era esta la fecha en la que debieran haberse cumplido las elecciones de nombramiento del nuevo alcalde de Palmarito y fin del mandato militar ejercido por Amadeo hasta el día de su muerte”.


Muy jovial y hablador, Calixto vistió para la ocasión un traje civil, hecho de paño negro brilloso, jaspeado de tonos grises, y camisa blanca almidonada, de doble pechera de encaje y estirado cuello de pajarita, y a manera de corbata, una bufanda tricolor de puntas caídas sobre un saco ajustado con muchos botones cuatro ojos. Un vistoso trapo colorado asomaba sus alas en punta por el agujero de un bolsillo bajo la solapa izquierda, indicativo, así le manifestó a quienes le preguntaban su significado, de su corazón sangrante por la ausencia de su hermano. Cubría su cabeza con un sombrero negro encocado y alón, con cinta negra ancha anudada en vuelta mariposa, y calzaba alpargatas blancas en curioso contraste con el resto de su elaborada vestimenta. Completaba su atuendo un palo de guayacán erizado de nudillos, colgado de su muñeca izquierda de un lazo de cuero trenzado, que usaba no solo para apoyarse al caminar, que ya renqueaba de lado, sino para apuntar al corazón de los espectadores, como debió haberlo hacerlo no mucho tiempo atrás, con armas más letales que el sencillo y aparentemente inocuo cayado con el que completaba su nuevo porte y estilo de hombre público”.


Calixto dio vuelta y media de plaza, con sus brazos en alto, y todo él, renovado y alegre y muy generoso en salutaciones a sombrero quitado dirigidas a los estupefactos palmareños, asombrados de lo que veían y mucho más cuando el renovado hombre causante de sus miserias recientes, les manifestó su propia decisión, con el apoyo de hombres que lo rodeaban, algunos de ellos sus ediles en Juntas, de imponerse la banda de burgomaestre de Palmarito. “Son tales las circunstancias”, les arengó, “que no podemos darnos el lujo de unas elecciones hasta que no se restituya el orden completamente y entre todos logremos concretar una unión duradera y sin rencores ni venganzas”.


Así comenzó Calixto su periodo de alcalde auto nombrado, un hecho cumplido ante el cual nada podían hacer los palmareños fuera de protestar como lo hicieron algunos, solo para quedar convencidos de lo inútil de su protesta ante la neutralidad mostrada por el resto de sus coterráneos, conocidos de antemano por su indiferencia y fácil acomodo a cualquier tipo de situación política que les ocurriese. Ese mismo día del inusitado aviso de Calixto, todos los lugareños se darían de abrazos y apretones de cintura y se reunirían bajo la gran portada del Ayuntamiento y posarían con carácter histórico con los recién nombrados a dedo, ediles, secretarios, jueces y policías y sus amigotes inoportunos y lambiscones, y todos se prepararían para las celebraciones callejeras patrocinadas por la alcaldía. Durante la noche cuando se ofrecería un suntuoso banquete en los amplios salones del Club Social de Palmarito. cortesía de Calixto y Matilde Cienfuegos”.


Máximo Méndez, amaneció colgado de los gruesos lazos de fique trenzado que pendían del corazón de las campanas de la iglesia, haciéndolas tañir exageradamente logrando con ello despertar a los palmareños, que creyeron que estaban siendo asaltados nuevamente, por lo que se precipitaron a las calles, la mayoría en paños menores y unos cuantos en cueros y arrastrando sabanas y cobijas y hasta almohadas con las que trataban de cubrirse. Máximo, contemplaba desde su gallinero el agitado escenario de la plaza que parecía mecerse a compás de sus maromas aéreas, se sintió mareado y a punto de vomitar el suculento desayuno que había ingerido minutos antes de trepar las cuarenta vueltas en espiral de la torre del templo. De haber sabido que allá abajo, bajo sus pies, retozaban, aún ebrios y disonantes, los amanecidos festejantes, se hubiese desahogado y con creces con tal de convertirlos en acuoso remolino bilioso, que vería gustosamente, correr por las alcantarillas de donde provenían”


Matilde, esperanzada en ser reconocida y valorada por los servicios que presta a sus engrandecidos hermanos, se prepara para obtener los derechos que cree merecer, que le son negados por ellos, y Simón Tadeo, impone la justicia divina a quien la infrinja, condenando o perdonando según su criterio de clérigo inclinado a servir causas favorables a la suya. Es así como se crea un nuevo escenario dantesco. Simón Tadeo muere de pena moral a causa de su descarriada hermana Matilde. Su muerte precipita los acontecimientos que habrán de conducir a la muerte política de Calixto Cienfuegos. Matilde, huye hacia su enclave familiar construido siglos atrás y Calixto abandona igualmente del pueblo y desaparece sin dejar rastro alguno de su paradero.


Mientras todo eso sucede, Joseph Berolo con su pluma fulgurante, abre el escenario para permitir la actuación de nuevos personajes cuyo destino será el de cruzarse y enredarse con el de la infame Matilde Cienfuegos. Es el maravilloso de presentación de la grandiosa inmigración europea hacia América y su impacto en la historia inmediata y futura de Colombia. La privilegiada tierra colombiana recibía por esos años de la década de los 30, el alma, la vida y las esperanzas de los inmigrantes europeos y de otras regiones del mundo en apurada marcha hacia el fabuloso Dorado en la búsqueda de suconquista.


Enigmático poderoso y eventualmente trágico es el encuentro de uno de esos inmigrantes con su destino: el de Giuseppe Bresni, un noble y distinguido jovensuizo italiano con Magda de la Rosa, la romántica hija única del hogar de un prestigioso hombre público. Predestinados para vivir su amor y por vivirlo, a morir prematuramente y con su muerte condenar al bastardo que procrearon al más horrendo de los castigos que pueda sufrir ser alguno por el solo hecho de haber nacido. Mío, así llamado por su desventurada madre, llega al mundo bajo la sombra de Matilde Cienfuegos. No cuenta aún con unos pocos días de vida, cuando su padre es empujado al suicidio por ésta, que desempeña el cargo de chaperona de su amada Magda, que le niega el derecho a vivir para salvar a su amada y a su hijo de la vergüenza y el repudio de la sociedad bogotana. Magda, partiría igualmente unos meses después, dejando en manos de la pérfida Matilde el fruto del trágico romance.


Joseph Berolo Ramos con un talento extraordinario, usa la perfidia del alma de Matilde, la tenebrosa carga mortal de su conciencia asesina, su frustrada ambición social y política, su fanatismo cristiano aplicado a la búsqueda de bienes materiales, su miserable condición de mujer consumida por el fuego de una agobiante sexualidad insatisfecha, la carencia de toda clase de afecto sentimental incluyendo el de sus padres y el de sus hermanos pese a su deseo de emularlos y servirles, y la más absurda de las circunstancias como fue la de haber llegado a la vida de Magda de la Rosa, para convertirla en el tenebroso y trágico personaje central de una historia que habrá de vivir ella misma y el infeliz huérfano condenado a ser el instrumento de sus horrendos designios.


Convertida en mujer, Matilde sufrió el flagelo atormentada por ominosos faunos que sentía le quemaban el sexo y colmaban su mente de deseos innombrables y le causaban sudores aletargantes y desmayos interminables. Fue así como un día soleado de noviembre de 1927, estando de paseo de graduación por el campo sabanero, a orillas del Río Bogotá, logró evadir la vigilancia de sus maestras y se sumergió desnuda en las gélidas aguas transparentes, protegida por la tupida arboleda de los sauces llorones descolgados sobre el remanso en que el disfrutaba su primer encuentro con la naturaleza de su ser. Su solitario encuentro con los pálidos contornos de su cuerpo, retratados en las deformidades de la corriente, la llevaría a más profundas excursiones íntimas reveladoras de su naturaleza evidentemente lujuriosa”.

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En el horizonte de la época, se levanta y crece el monstruo de la II guerra mundial y sus consecuencias a sentirse en Colombia misma. Su noble capital, Bogotá, ardería un 9 de abril de 1948 y se partiría en dos y sus mitades abismales se verían pobladas de una nueva generación de seres encargados de mantenerla enfrentada a un destino sin final de barbarie social y política sin precedentes en la historia de su existencia soberana.


Unos cien hombres envueltos en ruanas, con la pata al suelo, y armados con escopetas y machetes, componían el insólito grupo de gentes que amaneció demasiado cerca del mismísimo corazón del Palmarito; armados con machetes y burdas escopetas de dos cañones, permanecían apostados, unos en los pasadizos y atajos de las estrechas calles adoquinadas cercanas a la plaza mayor del pueblo, otros parapetados tras de las tapias de los solares de las casas cercanas a la plaza de ferias o tendidos en los corrales, entre los húmedos mojones de los vacunos deglutantes de sus últimos bolos antes de su sacrificio mañanero, se preparaban para asaltar el pueblo como ya habían tratado de hacerlo en ocasiones anteriores, llevados nuevamente a tan desmedido proceder por su amo y señor,Calixto Cienfuegos”.


Serían las ocho y minutos, cuando los calixtianos penetraron a la plaza de Palmarito disparando al aire y lanzando vivas a su líder, dando así comienzo a toda clase de desmanes y atropellos contra los atónitos fritangueros que no pudieron hacer nada para evitar que se atragantasen con cuanta comida hallaron, cruda o cocinada, entre las ollas y las estanterías, o los comerciantes para que no los despojasen de sus mercaderías”.


Ocupados en sus desmanes, los asaltantes parecían seguir órdenes muy precisas de no hacer más de lo que hacían ya que ninguno se atrevía a apuntar su arma a nadie en particular ni a otra cosa distinta que amedrentar y espantar con gestos y ofensas verbales a quien se atreviese a desafiarlos. Su conducta parecía ser encubridora de algo más siniestro a punto de sucederse. En efecto, unos cuantos de ellos fueron vistos cuando se dirigían hacia el Ayuntamiento, mientras azuzaban a su paso a los de por si desmandados suficientemente compañeros suyos para que continuasen con sus desmanes”.


En esa fecha, derrotada por la turba malhechora que estuvo a punto de acabar con el orden social y político de Colombia, y le arrebató a quien ahora proclamaba ser el hijo de sus entrañas, Matilde (“Única mujer y último retoño del General Simón Patricio Cienfuegos del Valle y su esposa Doña Justa Montero Méndez, prácticamente ignorada desde su nacimiento por su padre a quien solo le importaron sus hijos Simón Tadéo, Amadeo y Calixto, a quienes educó en máximos saberes culturales y logró ver crecer a su manera de ser de combatiente de mucha andanza, según contaban los conocedores de su historia”), se convertiría en una oscura delincuente errante por entre las ruinas de la capital colombiana, en donde se encuentra nuevamente con Calixto Cienfuegos convertido en líder de los incendiarios que quisieron destruirla y con él y sus seguidores se pierde en el misterio selvático de la cordillera oriental en cercanías del escenario de sus pasados crímenes, el Valle de las Palmas.


Joseph Berolo Ramos, con una sabiduría que le viene de sus antepasados, logra que Mío, habiendo conocido y sufrido en carme propia el horror de la tragedia del 9 de abril, forme parte de la generación de juventudes de la época responsable de la recuperación de los valores morales de la patria, y se esmere en la reconstrucción de su propia vida y abre las puertas de un destino común a todos los de su generación: conseguir empleo y soñar con un futuro libre de aberraciones como las que sufrió desde antes de tener uso de razón. Es así como llega a Palmarito. El destino lo colocaba nuevamente en el camino de Matilde, que durante la celebración de la Misa Mayor, un domingo de diciembre de 1932, dos semanas antes de la Navidad, irrumpió en el sagrado recinto del templo vestida con una larga bata roja, batiendo el tricolor nacional ensartado en un palo de escoba, gritando "Abajo todos". Mío Bresni, habrá de morir y nacer mil veces desde el día cuando su Némesis aparece nuevamente dispuesta a morir en su intento de recuperarlo. Lo que le ocurre a partir de ese horrendo instante de su encuentro, es sólo comparable con la huida de todos los seres de la tierra que desde la Creación han venido escapando de algo o de alguien. La historia de su exilio y largo recorrido por todos los continentes, y la de sus únicos hijos y la suerte corrida por su inquieta esposa Camila, quedará para seguramente ser contada alguna vez en otras obras sucesivas.


El escritor colombiano trama que de regreso del sueño, conocedor de su realidad, Mío se disponga a recuperar para él y para sus únicos hijos el amor de su vida: su Patria transformada en un mundo colindante con las estrellas del progreso y la globalización de todo lo bueno del universo, su Colombia, sumergida, como cuarenta y siete años atrás, en el abismo de la tragedia fraticida, temiendo morir sin ver reinar la paz sobre su tierra, pero esperando a la vez que el milagro, en una de esas,acontezca.


Sumido en tan sórdidos pensamientos, Mío se encontró en una hondonada cubierta de neblina, levemente iluminada por los primeros albores del amanecer que permitían ver las oscuras siluetas de enramadas levantadas desordenadamente aquí y allá entre las sinuosidades del lugar. De algunas de ellas brotaban las incipientes llamas de fogones prendidos, aunque nadie parecía haber en su interior. Al parecer, los únicos seres presentes eran los hombres y mujeres y niños que lo habían seguido, que ahora se encontraban acurrucados en los alrededores de sus miserables viviendas, apoyados en sus armas, con machetes al cinto, extrañamente silenciosos”.


Un gran estruendo de armas disparadas repentinamente, acompañó la aparición de un jinete, claramente trazado sobre el plomizo telón del día que ya comenzaba a clarear sobre la cima cercana, que desapareció tan rápidamente como había llegado. Del otro lado de la hondonada se alzaba una columna de humo, inconfundible entre la neblina. El paisaje matutino se tornó rojizo como los atardeceres antes de la llegada del invierno que ya comenzaba a arreciar por esos días de fin de año. El extraño fulgor, formaba un halo fantasmagórico sobre la ondulante cima hacia donde se dirigía Mío. ¿qué fuerza diabólica lo arrastraba, otra que no fuese la de Matilde, decidida a llevárselo para siempre?— Nada podría detenerlo. Había llegado a la más alta cumbre o al más profundo abismo de su joven existencia. Solo allí podría, o vivir y regresar libre de Matilde, o morir entre sus garras”.


Tras de él, se había formado una nueva comitiva de seres que trepaban la pendiente cabizbajos; se parecía a un cortejo funeral por lo sombrío de su porte y su prolongado silencio turbado solamente por el crujido de las ramas y el despeje a machetazos de la maleza. Pronto, le alcanzaron y rodearon y todos coronaron la cumbre y comenzaron a descender precipitadamente por la ladera al otro lado de su infeliz reducto en las hondonadas. Así, por un camino silvestre, trazado sinuosamente bajo la espesura se dirigió hacia lo que parecía ser una hoguera prendida en algún lugar de la maleza. Su fulgor crecía a medida que se acercaba; pronto, al llegar a un claro limitado por una cortina chispeante que envolvía un montecillo envuelto en llamas, Mío se encontró al final de su horrenda jornada.

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Allí se consumía un cuerpo envuelto en trapos negros incandescentes amarillentos, empapados en líquidos sanguinolentos que corrían por los candentes restos de los troncos y la negra superficie de lecho de la horrenda incineración. Un crucifijo del que solo se quedaba el rostro del redentor, yacía derretido entre las rotas costillas del cadáver, desprendidas de su caja torácica descuadernada, botín de cuervos que ya comenzaban a revolotear en las cercanías”.


Iluminado por las llamas, sintiendo el calor infernal que se desprendía de ellas, Mío se acercó al túmulo. Las gentes que lo acompañaban, desdibujadas entre la maleza, permanecían absortas viéndolo enmarcado por la crujiente hoguera que parecía tragárselo, envuelto en su tétrica humareda. Las llamas lo envolvían en remolinos candentes; las cenizas se amontonaban en la cuenca de sus manos abiertas al cielo, calizas, inútilmente alargadas hacia la Parca que danzaba su infernal danza de victoria sobre los calcinados restos de quien quiera que fuese que ardía ante sus espantados ojos.¡ Oh fortaleza humana!, Mío se alzaba sobre la infernal escena. El grito de horror que lanzó en ese instante acalló los disparos de las armas que reventaban inesperadamente los testigos del sórdido encuentro; su grito no era el aullido de un lobo herido; era el trepidar de un hombre convertido en vorágine de encuentros viscerales insondables, capaz de acallar todas las lamentaciones de todos los seres del mundo. El infeliz joven acababa de reconocer los restos de Matilde. Aún conservaban los trazos siniestros de su cuerpo envuelto en los pedazos chamuscados de su saco de hombre, de sus enaguas rojas, de los lazos retorcidos de sus escapularios, de sus altas botas negras, retorcidas entre los huesos de sus pies, detenidos, finalmente, para siempre Las chispas de la hoguera rechinaron y se avivaron nuevas llamas y crecieron y temblaron las entrañas de la tierra, y las gentes ocultas en la maleza, en sus chozas y guaridas de la cordillera, sintieron el estruendo causado por el desplome de la pira funeraria que se desintegró y agrietó el terreno donde había prendido, y comenzó a apagarse lentamente hasta desaparecer en un plano negro profundo que pronto cubriría la selva con su paso de gigante encubridor de todo lo que sucediese bajo su imperio”.


Los pasos de regreso de Mío a la vida, lo llevaron rápidamente por los mismos senderos de miseria recorridos la noche anterior, en esta ocasión, iluminados por el sol que los mostraba en armónica fusión con la naturaleza, poblados por gentes humildes, laboriosas, campesinos de ancestro, que ahora lo veían pasar, haraposo, ceniciento, eso si, erguido, apurado, rumbo a Palmarito. Atrás habían quedado los verdaderos hijos de Matilde Cienfuegos, cautivos de su legado. Su causa, no era la de Mío que regresaba de verlos, hablarles, conocerles y creer que deseaban la paz, como él la suya. Más no. Su causa era la de reivindicación de otras orfandades y miserias abismales; era de búsqueda de lo perdido la madrugada aquella de su huida del corazón de la patria, cuando creyeron que no les perdonaría sus desmanes”.


Erguida con altanería en el punto más alto de la serranía, se veía la figura del misterioso jinete de la cordillera. Parecía estar sembrado allí, en acecho vigilante de un paraíso perdido para él y sus seguidores. Un día no muy lejano, el mundo colombiano sabría que su nombre era Calixto Cienfuegos y su destino, el de convertirse en el guerrillero más cruel y vengativo de todo el continente”.


Unos días más tarde, muy de madrugada, Mío, Camila y Mío Segundo abandonaron Palmarito a bordo de un bus de la flota del Valle de las Palmas contratado especialmente para llevarlos. Prudencio Dueñas, pálido y sombrío los acompañó hasta el Alto de la Cruz. Allí descendió del vehículo y permaneció a la orilla del camino hasta que lo vio perderse en la distancia”.


En la Casa Cural, Matilde Cienfuegos, permanecía en su escondite encortinado en espera de la llegada al pueblo de los calixtianos como llamaba a los seguidores de su hermano. La mujer conocedora de sus planes desde la reunión que sostuvo con él, al amparo de la noche, en un lugar cercano al Palmarito, se preparaba para recibirlo y dar principio a su campaña proselitista para hacerse elegir alcalde de Palmarito en las elecciones que se celebrarían ese próximo mes de Agosto, cuando el limitado poder castrense de Amadeo sería reemplazado por uno de carácter civil; así, Calixto lograría extender su poder actual de alcalde nombrado por el Gobernador del Departamento, de Juntas del Valle, una pueblo insignificante situado al oriente de Palmarito, de no más de dos mil habitantes, sin industria alguna considerable, inclusive sin párroco permanente, y con no más de tres concejales dedicados a la causa de su ambicioso burgomaestre. De éste se decía que corría suertes políticas muy diferentes a las de sus hermanos, y que encabezaba un movimiento de dudoso origen compuesto de malandrines locales, y que sus demás simpatizantes eran menos de la mitad de la mitad de los habitantes de su jurisdicción”.


Confiado en que Matilde secundaría sus planes políticos, Calixto Cienfuegos le prometió mantener bajo control a sus hombres para que no cometiesen actos reprochables que pudiesen comprometer su seguridad o la de sus hermanos cuando llegase a Palmarito, y que su único propósito era el de hacerse conocer como aspirante a la alcaldía del pueblo y dar comienzo a su campaña política en anticipación a las elecciones de Agosto.

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De lograrlo, su satisfacción sería enorme y de gran orgullo poder despedir a su hermano Amadeo de regreso a la capital y a sus oficios de militar de carrera. Así, él se instalaría como restaurador de las garantías civiles cortadas años atrás por otros incidentes parecidos a los que el mismo auspiciaba en la actualidad. Aun así, Matilde se preparó mentalmente para lo que pudiese suceder, confiada en que sus hermanos sabrían comportarse como tales, y que ella, de resultar bien los planes de Calixto, sería reconocida como la verdadera gestora de su triunfo”.


Creo con seguridad que estamos ante una obra excepcional por donde se le mire, incluso sin llevar la correlación de los acontecimientos o hacerle un seguimiento secuencial al argumento, lo que, para comprobarlo, me he permitido adrede, desgranar líneas arriba y más abajo.


Joseph Berolo Ramos, con “Mío y Matilde”, se consagra como un escritor felizmente no del montón, sino de polendas. No por la turbulenta pero atractiva historia que con oficio de desgranador de mazorcas de maíz, ha magistralmente expuesto, sino por el lujo en el trato de un idioma que se prestó para los logros concomitantes de la novela. Maestro en el trato de la palabra, pero sobre todo de la descripción minuciosa de las circunstancias, le ayuda excelentemente su trabajo de poeta. Y entonces juntos: el aeda y el narrador que para ese efecto se unifican, emprenden el conteo, la prédica de una historia rica en sabores y contenidos, que estoy seguro dará mucho que hablar a las distintas generaciones de su país
y el mundo.


Su piadosa entrega a lo espiritual, fue interrumpida por los disparos y gritos que llegaban del exterior, por lo que todos a una abandonaron el sagrado recinto dejando a su pastor con la palabra colgada, que los llamaba a permanecer tranquilos en sus lugares. Ante su desbandada, Simón Tadeo, procedió a continuar con el santo oficio que ofreció a Dios y a los santos patrones de Palmarito, san Pedro y san Pablo, para que protegiesen a su rebaño de cualquier mal que pudiese sobrevenirles”.


No pasaron muchas horas después de la captura de Amadeo cuando cesaron los atropellos en las calles y una tensa calma se apoderó del pueblo y sus habitantes, atemorizados e indefensos, vieron con alborozo que los asaltantes se acomodaban tranquilamente en los bancos y aceras de la plaza como en espera de algo muy importante que fuese a suceder, que solo ellos sabrían qué era. Los ahora tranquilos palmareños ignoraban losucedido a su alcalde Amadeo y nadie parecía darse por enterado de la presencia de Calixto Cienfuegos quien a esa hora permanecía alejado de los acontecimientos, escondido junto con sus más cercanos compinches, en algún lugar en las afueras del pueblo”


Poco duraría la calma provocada por el cese de actividades de los asaltantes. Palmarito se convertiría en una hoguera de pasiones desatadas y crímenes incalculables unas horas antes de la celebración de la misa mayor de las doce. esperada por todos los palmareños y sus visitantes y hasta por los ahora calmados asaltantes, convertidos repentinamente en inofensivos cristianos. Serían las diez de la mañana, cuando las gentes agolpadas en la plaza y en el atrio del templo escucharon un disparo proveniente del interior del Ayuntamiento, seguido de gritos y desbandada de los calixtianos, aparentemente sorprendidos por los repetidos disparos como de pistola que volvieron a escucharse provenientes del mismo lugar de donde había salido el primero de ellos. Aterrados, todos vieron cómo un grupo de hombres salía del Ayuntamiento y corría en dirección a la casa Cural llevando en andasel cuerpo de un hombre que sangraba profusamente”.


Efectivamente, y confirmado con pelos y señales por un edil desesperado que apareció a la puerta del Ayuntamiento gritando desaforadamente, supieron que Amadeo Cienfuegos había sido herido. Algunas personas, más atrevidas que la mayoría de los presentes en la plaza, se acercaron al hombre que seguía anunciando lo sucedido, y se alejaron con él en dirección a la casa Cural. El bastante aturdido y confundido vocero de los sucedido, les contó por el camino que Amadeo, quien había sido hecho prisionero por unos desalmados y conducido al patio del Ayuntamiento, había logrado escaparse y correr hacia la caballeriza de la alcaldía en donde trató de montarse en un alazán amarrado a una columna; ”fue entonces” les dijo a sus acompañantes, “cuando fue alcanzado por los disparos que le hizo un maleante que lo perseguía” “Nuestro amado General” continuó diciéndoles, “si lo hubiesen visto ustedes…el pobrecito…cayó herido bajo la bestia…eso si, no sin antes haber herido de muerte a su victimario.. a quien vi caer en seco y bien muerto ante mi general que todavía le apuntaba con su arma en caso de que respirase nuevamente.”

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La novela de Joseph Berolo Ramos inquieta al enemigo, porque sabe que una victoria no se consigue repitiendo tácticas, sino respondiendo a las circunstancias, con una variedad infinita de caminos. Como lo hicieron en su oportunidad Marguerite Yourcenar con “Memorias de Adriano”); Noah Gordon, con “El último judío”; Vaquib Mahfouz con “Ajenatón el hereje” y Umberto Eco con “El nombre de la rosa”, entrando con habilidad a una dimensión insospechada, como el viento, como el rayo, como el relámpago, dándole a las palabras el valor y el suspenso exacto, la fuerza necesaria justo ahora que necesitamos de una literatura vital innovadora que nos respalde contra la injusticia, la debacle y la muerte, pero que además cree belleza y tenga la fuerza y la potencia de una ballesta completamente tensa que se lanza como el halcón tras su objetivo.


Bajo el buque en apurado navegar hacia su destino final, gemía el Magdalena; atribulado por el paso de tantas inquietudes humanas y se desbordaba sobre las orillas cenagosas y regresaba en torbellinos impetuosos que hacían mecer peligrosamente las naves y turbaban la tranquilidad de los viajeros. Pronto, al amanecer del cuarto día de viaje, arribarían a su destino en La Dorada, fabuloso puerto fluvial de encuentro de rutas hacia todas las regiones del país”.


El estruendo del brutal estiramiento coyuntural de los enganches y el sonido del pito de la locomotora del tren del Ferrocarril de Girardot detenido en la estación del mismo nombre construida sobre la margen occidental del Gran Río de la Magdalena, ahogaba la gritería de los pasajeros en calurosa despedida de sus amigos y familiares agrupados a lado y lado de los vagones del imponente monstruo pujante listo a partir hacia su destino en la capital colombiana. Cerca de allí, el turbio oleaje de las aguas arremolinadas en la anchurosa curva del Paso de Flandes, mecía las barcazas de carga y los largos cayucos de los pacientes pescadores del río, y en las orillas, los ribereños esperaban el paso del monstruo que haría cimbrar sus viviendas de latón y tablas construidas bajo la sombra del puente férreo, y lo verían alejarse y perderse en la lejanía y regresarían nuevamente a la normalidad de sus vidas, y el encantador puerto fluvial recuperaría su encanto de ciudad de acacias y cálidos refugios vacacionales”.


Maravilloso mundo ese de los trenes nacionales con sus rutas de curvas voluptuosas, audaces cortes abismales, fuertes terraplenes, taludes y pontones tendidos a lo largo y ancho de ambiciosas trochas abiertas hacia todos los puntos cardinales del país, trazadas por entre zonas de belleza natural excepcional y climas tan variados que bien podría decirse que viajar por Colombia era hacerlo por todos los climas y paisajes del continente. Los viajeros no olvidarían jamás el paisaje de maravillas naturales que aparecía ante sus ojos, desde el mismo instante de la partida; voluptuosas tierras calientes; tormentosos páramos helados; zonas de incesante lluvia y desafiante bruma; infinitos bosques de eucaliptos, de pinos y de sauces y extensos terrenos sembrados de ubérrimos cafetales en crecimiento bajo la sombra de verdes y frondosos platanares. Así, kilómetro a kilómetro, los asombrados viajeros del tren, verían llegar las opimas cumbres de la cordillera central, sembradas de árboles frutales y paisajes de enredaderas y bejucos y fantásticas espesuras vegetales humedecidas por prodigiosas caídas de aguas de incontables ríos y quebradas zigzagueantes como los caminos trazados por los arrieros y sus recuas precursoras de nuevas rutas y destinos comerciales”.


Jadeando en las subidas, veloz en los descensos, siempre dejando atrás la huella de su noble penacho de humo tendida sobre los pastizales y la campiña y los rebaños de ganado triste y pensativo en su frugal pacer entre las lomas, el tren se detendría frente a grandes portadas solitarias erigidas a la orilla de la carrillera, puntos de acceso a grandes haciendas y feudos legendarios construidos más allá del horizonte; allí, los vagones de carga se llenaban de toda clase de productos del campo, y ganado y aves de corral y pájaros cantores, y hasta de sus propios dueños que encontraban acomodo, a falta de espacio en los vagones de pasajeros. Así, el encanto del viaje crecía curva a curva en el corazón de los viajeros, distraídos con los menesteres de abastecimiento de las locomotoras, los desvíos a líneas alternas de espera del paso contrario de un tren hermano cuando reinaba el alborozo y proliferaban los saludos de vagón a vagón plenos de gestos amables y deseos de buen viaje y pronto reencuentro. Los encantados viajeros encontrarían también los más alegres y fabulosos lugares de esparcimiento y satisfacción de su apetito por la comida colombiana, cuando el tren se detenía en los pintorescos pueblos andinos levantados a lo largo de laruta”

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Carlos Garrido Chalén


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Premio Mundial de Literatura “Andrés Bello”, Versión Poesía 2009 de Venezuela

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Presidente Ejecutivo Fundador de la Unión Hispanoamericana de Escritores (UHE)

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WET - COMO QUIEN PIERDE UNA ESTRELLA

WET - DÓNDE ESTARÁ MI PRIMAVERA

NO PUEDO ARRANCARTE DE MÍ

WET - BUENOS DÍAS TRISTEZA

WET - LUNA DE MIEL

ESPÉRAME - LOS DOLTONS

Chiquián - Oswaldo Pardo Loarte

NIEVES ALVARADO

La casa vieja - Nieves Alvarado

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Chiquián