¿QUÉ SIGNIFICA SER POETA?
Reflexiones en el día del poeta
Por Nicolás Hidrogo Navarro
Desde mi época colegial en Bagua Grande-Amazonas, nunca quise utilizar el diccionario de la RAEL de la biblioteca de mi colegio “Alonso de Alvarado”, unos libros gruesos amarillentos con un sello real de Hispania, para definir conceptualmente la palabra poeta, porque siempre encontré ciclópea esta condición suprema de hechicero y demiurgo para ser designada y encasillada con tan pocas palabras.
Poeta, emocionalmente para mí fue un dios supremo del verbo, un forjador e inventor de palabras, agrimensor de figuras de significación espléndidas, un transgresor e innovador del lenguaje culto, supremo hacedor y lumbrera de simbologías y arquitectos de alegorías pluscuamperfectas, constructores conscientes de toda la retórica y poiesis aristotélica, asimiladores orgánicos kantianos, acrisoladores de Baudelaire, epistolar a lo Van Gogh e intérpretes de George Sand. Un poeta no era el que hablaba un idioma coloquial, sino usaba un lenguaje celestial aún perteneciendo al mundano sepulcro de los vivos.
Me los figuraba en una gran cueva alabastrina vestidos con túnicas blancas y barbas legendarias, maquinando la génesis de nuevas formas expresivas y quiebres sintácticos, seres casi mágicos, sacerdotes consagrados al cuidado del fuego sagrado de la poesía y de la refundición e invención de todos los tropos, lexemas y morfemas habidos hasta entonces, cual elfos o Pitias en el oráculo de Delfos. Tenían para mí una reputación sagrada y venerable, porque ellos eran los rectores de una piedra filosofal, del mosaico, de las siete artes liberales y tenedores del “santo grial lingüístico”.
La lectura de poemas para mí fue mi primera religión y sentía un éxtasis sagrado y reverencial posar mi torva mirada en aquellos apotegmas llenos de signos, incomprensibles sin diccionario a la mano. Un poema no era un amontonamiento de palabras apiladas y desconexas entre sí, sino semas mágicos, cargados con una electricidad simbólica, alegórica, semántica y cada palabra era un código secreto de comunicación para iniciados.
La poesía no era un acto blasfemo de cursilería barata y pose ridícula, sino una fina trompetería rítmica con una métrica pitagoriana cual formaciones cuadrículas de infantería espartana perfectamente disciplinadas, con rimas con solfeos gemelos cabalísticos, con escindidos sincopados de corte de confección del faro de Alejandría y con hemistiquios tan perfectos como el Phi griego. Era imposible escribir sólo una pieza poética en una sola noche, debía ser un acto de suprema inspiración que tardaría un decenio en ser culminada y repulida y dejarle desneuronado hasta la fatiga al osado aeda.
Esos seres equilibrados, místicos, serenos, eran coherentes. Debían ser unos anacoretas tan congruentes con lo que escribían, que fácilmente debían ser adorados como dioses. Esos héroes, eran mis dioses juveniles: eran los poetas.
Mis pequeñas incursiones primitivas de lector de Homero, Píndaro y Vallejo, me parecieron que estos seres alucinados no eran de esta galaxia y hubiera dado todo –hasta dejar de ir a clases- por ir a esa sandalizada montaña olímpica donde creía que moraban estos francmasones de secta sibilina. Mis alucinaciones se alimentaban con litografías de las ágoras griegas del diccionario Larousse mirando a los poetas con esa aura de perfección y oratoria encendida, fusionado con las de anacoretas medievales en penitencias para alcanzar la santidad.
La palabra “poeta” no sólo era sagrada, sino que tenía un significado ecuménico y de sapienticidad, de malabarista histriónico de todo ese caudal idiomático: esos signos misteriosos eran el resultado de la síntesis perfecta del entendimiento emocional humano y vaticinios sobre el cosmos a partir de todos los papiros leídos en una biblioteca de babilonia y ocultada por el brillo iridiscente de una ráfaga de luz nocturna. En su pulcra mirada escindía la sabiduría perfecta, el ego controlado, el dechado de valores y virtudes, pygmaliones transformadores, cada gesto tenía un justo correlato con el texto: eran aquellos inmortales a los que se podía seguir hasta que no quede fracción de hueso en nosotros de tanto seguirlos.
Cándido e infeliz, yo. Puras alucinaciones y autoengaños infantiles que algunos perversos se han encargado de pulverizarlos y destroncharlos.
Esta mañana, en una sola oración, un estudiante universitario de Lengua y Literatura de aquí de la FACHSE-UNPRG-Lambayeque, que todas las mañanas me visita para tertuliar un poco y debatir los avances de nuestras lecturas cotidianas, de la estirpe de angustiados solitarios existencialistas, trastornados y frustrados suicidas de boquilla que quieren colgarse en una viga para pasar a la inmortalidad de la soga, misántropos remedones y fanáticos apologistas de antihéroes literarios, me hizo volver nuevamente a la realidad y me epifonemó:
“Profe: Me basta aparentar que estoy loco, decirle cabrón a Dios, decirme cada mañana al espejo que soy el mejor del mundo, ser alcohólico irreverente como lo recomienda Charles Bukowski, no trabajar como lo dice el gran maestro Cioran, alardear mi egomanía, escribir cualquier cosa para justificarme y ya soy poeta: esa es la moda, al diablo con los putos valores humanos y la literatura comprometida y nada de leer a nadie para no contaminarse”.
Fuente:
conglomeradocultural2005@yahoo.es
Me los figuraba en una gran cueva alabastrina vestidos con túnicas blancas y barbas legendarias, maquinando la génesis de nuevas formas expresivas y quiebres sintácticos, seres casi mágicos, sacerdotes consagrados al cuidado del fuego sagrado de la poesía y de la refundición e invención de todos los tropos, lexemas y morfemas habidos hasta entonces, cual elfos o Pitias en el oráculo de Delfos. Tenían para mí una reputación sagrada y venerable, porque ellos eran los rectores de una piedra filosofal, del mosaico, de las siete artes liberales y tenedores del “santo grial lingüístico”.
La lectura de poemas para mí fue mi primera religión y sentía un éxtasis sagrado y reverencial posar mi torva mirada en aquellos apotegmas llenos de signos, incomprensibles sin diccionario a la mano. Un poema no era un amontonamiento de palabras apiladas y desconexas entre sí, sino semas mágicos, cargados con una electricidad simbólica, alegórica, semántica y cada palabra era un código secreto de comunicación para iniciados.
La poesía no era un acto blasfemo de cursilería barata y pose ridícula, sino una fina trompetería rítmica con una métrica pitagoriana cual formaciones cuadrículas de infantería espartana perfectamente disciplinadas, con rimas con solfeos gemelos cabalísticos, con escindidos sincopados de corte de confección del faro de Alejandría y con hemistiquios tan perfectos como el Phi griego. Era imposible escribir sólo una pieza poética en una sola noche, debía ser un acto de suprema inspiración que tardaría un decenio en ser culminada y repulida y dejarle desneuronado hasta la fatiga al osado aeda.
Esos seres equilibrados, místicos, serenos, eran coherentes. Debían ser unos anacoretas tan congruentes con lo que escribían, que fácilmente debían ser adorados como dioses. Esos héroes, eran mis dioses juveniles: eran los poetas.
Mis pequeñas incursiones primitivas de lector de Homero, Píndaro y Vallejo, me parecieron que estos seres alucinados no eran de esta galaxia y hubiera dado todo –hasta dejar de ir a clases- por ir a esa sandalizada montaña olímpica donde creía que moraban estos francmasones de secta sibilina. Mis alucinaciones se alimentaban con litografías de las ágoras griegas del diccionario Larousse mirando a los poetas con esa aura de perfección y oratoria encendida, fusionado con las de anacoretas medievales en penitencias para alcanzar la santidad.
La palabra “poeta” no sólo era sagrada, sino que tenía un significado ecuménico y de sapienticidad, de malabarista histriónico de todo ese caudal idiomático: esos signos misteriosos eran el resultado de la síntesis perfecta del entendimiento emocional humano y vaticinios sobre el cosmos a partir de todos los papiros leídos en una biblioteca de babilonia y ocultada por el brillo iridiscente de una ráfaga de luz nocturna. En su pulcra mirada escindía la sabiduría perfecta, el ego controlado, el dechado de valores y virtudes, pygmaliones transformadores, cada gesto tenía un justo correlato con el texto: eran aquellos inmortales a los que se podía seguir hasta que no quede fracción de hueso en nosotros de tanto seguirlos.
Cándido e infeliz, yo. Puras alucinaciones y autoengaños infantiles que algunos perversos se han encargado de pulverizarlos y destroncharlos.
Esta mañana, en una sola oración, un estudiante universitario de Lengua y Literatura de aquí de la FACHSE-UNPRG-Lambayeque, que todas las mañanas me visita para tertuliar un poco y debatir los avances de nuestras lecturas cotidianas, de la estirpe de angustiados solitarios existencialistas, trastornados y frustrados suicidas de boquilla que quieren colgarse en una viga para pasar a la inmortalidad de la soga, misántropos remedones y fanáticos apologistas de antihéroes literarios, me hizo volver nuevamente a la realidad y me epifonemó:
“Profe: Me basta aparentar que estoy loco, decirle cabrón a Dios, decirme cada mañana al espejo que soy el mejor del mundo, ser alcohólico irreverente como lo recomienda Charles Bukowski, no trabajar como lo dice el gran maestro Cioran, alardear mi egomanía, escribir cualquier cosa para justificarme y ya soy poeta: esa es la moda, al diablo con los putos valores humanos y la literatura comprometida y nada de leer a nadie para no contaminarse”.
Fuente:
conglomeradocultural2005@yahoo.es
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