jueves, 8 de abril de 2010

CARNAVAL SANGRIENTO - POR ADDHEMAR H.M SIERRALTA NÚÑEZ - MIAMI

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CARNAVAL SANGRIENTO

(Cuento)

Un espeluznante cuento, de Addhemar H.M. Sierralta, nos traslada al norte del Perú durante las fiestas de carnaval.

El juicio había llegado a su fin. La sentencia no dejaba dudas –no solo por lo esperada- sino porque la cadena perpetua determinaba que Apolinario, asesino de su familia, terminaría sus días en prisión.

Tres años antes, ante la traición de su mujer con un empleado de gobierno, Apolinario, en un bien planeado crimen terminó con la vida de la infiel y su amante. Instantes previos degolló a sus dos pequeños vástagos en presencia de los amantes, que maniatados por el ofendido esposo, tuvieron que ver el martirio de los niños. Luego procedió a hacer lo mismo con los testigos.

Como era de suponer el criminal huyó del lugar –su propia casa- no sin antes incendiarla. Su rabia contenida por casi un año, al darse cuenta del engaño, se desató aquel sábado en la noche en un baño de sangre nunca visto en su pueblo, un barrio vecino a la localidad de Cerro Mocho en el norte del Perú. La fiesta de carnavales concluyó en la tragedia y no terminaría allí.

El condenado fue trasladado a una prisión en Piura y era visto con recelo por los presidiarios. Los primeros días casi no tenía contacto con los reos ni los vigilantes del centro penitenciario. Permanecía hosco y en cuclillas en el rincón de su celda. Poco a poco fue saliendo de su hermetismo y logró hacer cierta amistad con Ruperto, otro criminal y compañero de celda quien ya tenía diez años en la cárcel.

Tanto Apolinario como Ruperto empezaron a planear su fuga. Memorizaban cada recoveco de la prisión, la rutina de los guardias, los horarios de alimentación y visitas, así como todos los pormenores de interés. Ninguno de ellos recibía visitas. Sin embargo se las agenciaron para hacer amistad con la hermana de uno de los presos, doña Catalina, quien pudo alcanzarles, subrepticiamente, dos cuchillos y un frasco de veneno.

Como a los seis meses de haber iniciado la planificación de la fuga, los amigos encarcelados escogieron un sábado en la noche –por coincidencia semana de carnavales como la noche del crimen- para huir. Para ello aprovecharon que los guardias bebían cerveza y Ruperto les proporcionó dinero para comprar más bebida y ser invitados a tomar con ellos. En un descuido de los vigilantes Apolinario y Ruperto echaron unas gotas de veneno en los vasos de cerveza de los cuatro guardias. Al poco rato todos los representantes de la ley habían entregado su alma al diablo. Tomando las llaves de las otras celdas aprovecharon para soltar a los otros presos. Se dirigieron a la armería para conseguir rifles y revólveres y reducir a los guardias de la puerta y a los vigilantes externos. Diez minutos después , en plena noche de carnaval, los cerca de 30 presos estaban en libertad.

La curiosidad de Apolinario hizo que regresara a su casa por Cerro Mocho. Ruperto lo acompañó hasta la carretera y el tuvo que seguir solo hasta el interior. Tenía que caminar unos veinte minutos hasta su antigua vivienda. Por alguna razón se dice que los asesinos vuelven al lugar del crimen y Apolinario lo hacía por primera vez –solo- después de la reconstrucción de los hechos.

Cerca de su casa, a unas tres cuadras, en la plazuelita vieja, se realizaba una fiesta de carnavales, que con el bullicio, la bebida y el colorido provinciano, mantenía a los vecinos ocupados.

Apolinario se acercó a la quemada casa e ingresó en ella a través de restos y cenizas. La oscuridad era impresionante y más extraordinario sería que al dirigir su mirada al dormitorio vio un resplandor sobre la desecha cama. En ella estaban su mujer con su amante y al costado de ella sus dos pequeños hijos, Rafael y Benito. Los pequeños tenían 5 y 3 años al ser asesinados y hoy los observaba como de 7 y 5 años. Se diría que habían crecido.

De pronto su mujer, el amante y los chicos empezaron a reirse a carcajadas cada vez más fuertes. Apolinario no resistía el fuerte ruido por más que se tapaba los oídos y empezó a desesperarse. Quiso huir pero el cuarto no tenía puertas ni ventanas. Crecía la intensidad de las carcajadas … pedía por favor que cesaran … pero eran más fuertes y agudas aún … las risas se confundían con otras que traía el viento desde la plazuelita … Apolinario sentía que le reventaban los tímpanos y trató de romper las paredes pero para su sorpresa estaban a alta temperatura … simplemente quemaban sus manos. La locura parecía venirle en esa noche y las risas seguían “in crescendo” … sacó una pistola y disparó a todos pero nada ocurría … se disparó en la sien y tampoco ocurrió nada … su desesperación era tremenda. Finalmente vio que todo era rojo y sintió un ardor y calentura en su cuello y cuerpo … finalmente frío y silencio.

El domingo, como al mediodía, unos muchachitos que jugaban pelota tratando de ubicar la bola perdida entre los restos de la vieja casa hallaron –horrorizados- sobre un charco de sangre coagulada el cadáver de un hombre degollado. Creyeron sentir un ruido como cuchicheo y leves sonrisas … son ratas dijeron un par de los chiquillos … avisemos a los tombos … y se marcharon corriendo a la estación de policía.

Fuente:

TIEMPO NUEVO

Addhemar Sierralta

Año 2 No. 69

Miami, 5 ABR 2010

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