sábado, 6 de febrero de 2010

La herencia del siglo XX: ¿qué nos queda de la democracia social? - Por Tony Judt

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La herencia del siglo XX: ¿qué nos queda de la democracia social?

Por Tony Judt

Originalmente publicado como “What Is Living and What Is Dead in Social Democracy?”,
New York Review of Books, 17 de diciembre, 2009 (http://www.nybooks.com/articles/23519). Conferencia de Tony Judt en New York University, 19-Oct-2009. Traducido por Alberto Loza Nehmad.

A los estadounidenses les gustaría que las cosas estuvieran mejor. En los últimos años, de acuerdo a las encuestas de opinión pública, a todos les gustaría que su hijo tuviera mejores oportunidades al momento de nacer. Preferirían que su hija o su mujer tuvieran las mismas probabilidades de supervivir a la maternidad que las mujeres de otros países avanzados. Apreciarían una cobertura médica completa a un costo menor, una mayor expectativa de vida, mejores servicios públicos y menos crímenes.


Cuando se les dice que estas cosas están disponibles en Austria, Escandinavia o los Países Bajos, pero que vienen con mayores impuestos y con un estado “intervencionista”, muchos de esos mismos estadounidenses responden: “¡Pero eso es socialismo! No queremos que el estado interfiera en nuestros asuntos y, sobre todo, no queremos pagar más impuestos”.

Esta curiosa disonancia cognitiva es una vieja historia. Hace un siglo, el sociólogo alemán Werner Sombart hizo su famosa pregunta: “¿Por qué no hay socialismo en Estados Unidos?”. Hay muchas respuestas a esta pregunta. Algunas tienen que ver con el tamaño mismo del país: los propósitos comunes son difíciles de organizar y sostener a escala imperial. También hay, por supuesto, factores culturales, incluida la distintivamente estadounidense sospecha del gobierno central.

Y, ciertamente, no es por casualidad que la democracia social y los estados de bienestar hayan funcionado mejor en países pequeños, homogéneos, donde los temas de la desconfianza y la sospecha mutua no emergen tan agudamente. La disposición a pagar por los servicios y beneficios de otra gente se basa en el entendimiento de que ellos a su vez harán lo mismo por uno mismo y sus hijos: porque ellos son como uno y ven el mundo como uno lo ve.

De manera inversa, allí donde la inmigración y las minorías visibles han alterado la demografía de un país, encontramos típicamente una crecida sospecha de los otros y una pérdida del entusiasmo por las instituciones del estado de bienestar. Finalmente, es incontrovertible que actualmente la democracia social y los estados de bienestar enfrentan serios desafías prácticos. Su supervivencia no está en cuestión, pero ellos ya no tienen tanta confianza en sí mismos como parecía alguna vez.

Pero mi preocupación esta noche es la siguiente: ¿Por qué sucede que aquí, en los Estados Unidos, tenemos tal dificultad para inclusive imaginar una suerte de sociedad diferente a aquella cuyas disfunciones nos causan tantos problemas? Parece que hemos perdido la capacidad de cuestionar el presente, y mucho menos podemos ofrecer alternativas. ¿Por qué está más allá de nosotros concebir un diferente conjunto de arreglos para nuestra ventaja común?

Nuestra deficiencia es (perdonen la jerga académica) discursiva. Simplemente no sabemos cómo hablar de estas cosas. Para entender por qué esto sería así, se hace necesario algo de historia: como una vez Keynes observó, “Un estudio de la historia de la opinión es un requisito necesario para la emancipación de la mente”. Con el propósito de la emancipación mental esta noche, propongo que tomemos un minuto para estudiar la historia de un prejuicio: el contemporáneo y universal remedio de recurrir al “economismo”, la invocación de la economía en todas las discusiones de los asuntos públicos.

Durante los últimos treinta años, en gran parte del mundo angloparlante (aunque menos en Europa continental y los demás lugares), al preguntarnos si apoyamos una propuesta o una iniciativa de ley, no hemos preguntado: ¿Es buena o es mala? Más bien inquirimos: ¿Es eficiente? ¿Es productiva? ¿Beneficiaría al producto bruto interno? ¿Contribuirá al crecimiento? Esta propensión a evitar las consideraciones morales, a restringirnos a asuntos de ganancias y pérdidas (cuestiones económicas en el más estrecho de los sentidos) no es una condición humana instintiva. Es un gusto adquirido.

Ya hemos estado en esto antes. En 1905, el joven William Beveridge, cuyo informe de 1942 pondría los cimientos del estado de bienestar británico, dio una conferencia en Oxford en la que preguntó por qué era que en los debates públicos la filosofía política había sido oscurecida por la economía clásica. La pregunta de Beveridge se aplica con igual fuerza hoy. Observen, sin embargo, que este eclipse del pensamiento político no tiene ninguna relación con los escritos de los grandes economistas clásicos mismos. En el siglo XVIII, lo que Adam Smith llamaba “sentimientos morales” eran de lo más importantes en las conversaciones económicas.

En realidad, la idea de que podríamos restringir las consideraciones de política pública a un mero cálculo económico ya era un motivo de preocupación. El Marqués de Condorcet, uno de los escritores más perceptivos del capitalismo comercial inicial, anticipó con desagrado la perspectiva de que “la libertad no será más, a ojos de una nación ávida, que la condición necesaria para la seguridad de las operaciones financieras”. Las revoluciones de la época se arriesgaban a promover la confusión entre la libertad de hacer dinero... y la libertad misma. ¿Y cómo en nuestra propia época hemos llegado a pensar en términos exclusivamente económicos? La fascinación ante el etiolado vocabulario económico no vino de la nada.

Por el contrario, vivimos a larga sombra de un debate con el que la mayoría de la gente no está familiarizada. Si preguntamos quién ejerció la mayor influencia sobre el pensamiento económico angloparlante contemporáneo, vienen a la mente cinco pensadores extranjeros: Ludwig von Mises, Friedrich Hayek, Joseph Schumpeter, Karl Popper y Peter Drucker. Los primeros dos fueron los sobresalientes “abuelos” de la Escuela de Chicago de macroeconomía de mercado libre. Schumpeter es más conocido por su entusiasta descripción de los poderes “creativos, destructivos” del capitalismo, Popper por su defensa de la “sociedad abierta” y su teoría del totalitarismo. En cuanto a Drucker, sus escritos sobre la gerencia ejercieron enorme influencia sobre la teoría y la práctica de los negocios en las prósperas décadas del boom de la posguerra.

Tres de estos hombres nacieron en Viena, el cuarto (von Mises) en la austriaca Lemberg (ahora Lvov), el quinto (Schumpeter) en Moravia, a unas pocas docenas de millas al norte de la capital imperial. Todos fueron profundamente remecidos por la catástrofe de entreguerras que sacudió a su nativa Austria. Después del cataclismo de la Primera Guerra Mundial y de un breve experimento socialista municipal en Viena, el país cayó bajo un golpe reaccionario en 1934 y luego, cuatro años después, bajo la invasión y la ocupación nazi.

Todos fueron empujados al exilio por estos eventos y todos, Hayek en particular, irían a darle forma a sus escritos y enseñanzas bajo la sombra de la pregunta central de su época: ¿Por qué la sociedad liberal había dado lugar, al menos en el caso austriaco, al fascismo? Su respuesta: los fracasados intentos de la izquierda (marxista) para introducir en la Austria post 1918 la planificación estatal dirigida, los servicios de propiedad municipal y la actividad económica colectivizada, habían demostrado ser no solo engañosos, sino que habían conducido directamente a una contrarreacción.

La tragedia europea había sido traída así por el fracaso de la izquierda: fracaso, primero, en lograr sus objetivos y, luego, en defenderse ella misma y defender su herencia liberal. Cada uno de ellos, aunque en tonos contrastantes, extrajeron la misma conclusión: la mejor manera de defender el liberalismo, la mejor defensa de una sociedad abierta y de sus consiguientes libertades, era mantener al gobierno lejos de la vida económica. Si el estado fuera mantenido a una distancia segura, si los políticos (no importa cuán bien intencionados) fueran excluidos de planificar, manipular o dirigir los asuntos de sus conciudadanos, entonces los extremistas de la derecha y de la izquierda serían mantenidos a raya.

El mismo desafío (cómo entender lo que había sucedido entre las guerras y evitar su recurrencia) fue confrontado por John Maynard Keynes. El gran economista inglés, nacido en 1883 (el mismo año que Schumpeter), creció en una Gran Bretaña estable, confiada, próspera y poderosa. Y luego, desde su privilegiado balcón en el Tesoro y como participante de las negociaciones de paz de Versalles, vio colapsar su propio mundo, llevándose consigo todas las reconfortantes certezas de su cultura y su clase. Keynes, también, se haría la pregunta que Hayek y sus colegas austriacos habían planteado. Pero dio una respuesta muy diferente.

Sí, Keynes reconoció, la desintegración de la Europa victoriana tardía era la experiencia que definía su vida. En realidad, la esencia de sus contribuciones a la teoría económica fue su insistencia en la incertidumbre. En contraste con las confiadas panaceas de la economía clásica y neoclásica, Keynes insistía en lo esencialmente impredecible de los asuntos humanos. Si hubiera una lección a extraer de la depresión, el fascismo y la guerra, era ésta: la incertidumbre, elevada al nivel de la inseguridad y el temor colectivo, era la fuerza corrosiva que había amenazado y que podría nuevamente amenazar al mundo liberal.

Así, Keynes buscó un mayor rol para el estado de seguridad social que incluyera la intervención económica anticíclica pero sin estar confinado a ella sola. Hayek proponía lo contrario. En su clásico de 1944, El camino de la servidumbre, escribió:

Ninguna descripción en términos generales puede dar una idea adecuada de la similitud de gran parte de la literatura política inglesa actual con las obras que destruyeron la creencia en la civilización occidental en Alemania, y crearon el estado mental en el que el nazismo pudo convertirse en exitoso.

En otras palabras, Hayek explícitamente proyectaba un resultado fascista en Inglaterra si los laboristas llegaban al poder. Y, ciertamente, el Partido Laborista ganó, pero pasó a implementar políticas muchas de las cuales estaban directamente identificadas con Keynes. Durante las siguientes tres décadas, Gran Bretaña (como gran parte del mundo occidental) fue gobernada a la luz de las preocupaciones de Keynes.

Desde entonces, como sabemos, los austriacos han tenido su venganza. Por qué tuvo que pasar eso, y pasar donde pasó, es una pregunta interesante para otra ocasión. Pero, por cualesquiera motivos, estamos ahora viviendo los años postreros del apagado eco (como la luz de una estrella que muere) de un debate llevado a cabo hace setenta años por hombres nacidos en su mayor parte a fines del siglo XIX. Pero, por supuesto, los términos económicos en los que se nos alienta a pensar no están convencionalmente asociados con estos muy lejanos desacuerdos políticos. No obstante, sin un entendimiento de estos últimos, es como si habláramos un idioma que no terminamos de comprender.

El estado de bienestar, para su crédito, tuvo notables logros. En algunos países fue socialdemócrata, basado en un ambicioso programa de legislación socialista; en otros, como en Gran Bretaña, equivalió a una serie de políticas pragmáticas dirigidas a aliviar las desventajas y a reducir los extremos de la riqueza y la indigencia. El tema común y el logro universal de los gobiernos neokeynesianos de la posguerra fue su notable éxito en contener la desigualdad. Si en todos los países europeos continentales junto con Gran Bretaña y EEUU, se compara la brecha que separa a ricos y pobres, ya sea por ingresos o por activos, se verá que se redujo abruptamente en la generación siguiente a 1945.

Con la mayor igualdad vinieron otros beneficios. Con el tiempo, menguó el temor de un retorno de las políticas extremistas: la política de la desesperación, la política de la envidia, la política de la inseguridad. El mundo industrializado occidental entró a una era dorada de próspera seguridad: una burbuja, quizá, pero una reconfortante burbuja en la que a la mayoría de la gente le fue mejor de lo que podría haber esperado en el pasado, y la gente tuvo razón en anticipar el futuro con confianza.

La paradoja del estado de bienestar, y ciertamente de todos los estados social democráticos (y demócrata cristianos) de Europa, era simplemente que su éxito con el tiempo socavaría su atractivo. La generación que recordaba los años 30 era, comprensiblemente, la más interesada en preservar las instituciones y los sistemas tributarios, de servicios sociales y de servicios públicos que ellos veían como el bastión contra el retorno de los horrores del pasado. Sus sucesores, sin embargo, inclusive en Suecia, empezaron a olvidar en primer lugar por qué ellos habían buscado tal seguridad.

Fue la democracia social la que había ligado a las clases medias con las instituciones liberales después de la Segunda Guerra Mundial (uso “clase media” en el sentido europeo). Ellas recibieron en muchos casos la misma asistencia social y servicios que los pobres recibían: educación gratuita, tratamiento médico gratuito o barato, pensiones públicas y similares. En consecuencia, a mediados de los sesenta la clase media europea se encontró con ingresos disponibles mucho mayores que nunca, con muchas necesidades vitales prepagadas mediante los impuestos. Y así la misma clase que había estado tan expuesta al temor y la inseguridad en los años de entreguerras, estaba ahora apretadamente tejida en el consenso democrático de la posguerra.

Hacia fines de los 70, sin embargo, tales consideraciones fueron crecientemente dejadas de lado. Comenzando con las reformas tributarias y del empleo de los años de Thatcher-Reagan, seguidas poco después por la desregulación del sector financiero, la desigualdad se ha vuelto nuevamente un tema de la sociedad occidental. Después de disminuir notablemente desde la década de 191o hasta los años 60, el índice de desigualdad ha crecido constantemente a lo largo de las pasadas tres décadas.

Actualmente, en Estados Unidos el “coeficiente Gini”, una medida de la distancia que separa a ricos de pobres, es comparable al de China.[i] Cuando consideramos que China es un país en desarrollo donde inevitablemente se abrirán enormes brechas entre los pocos ricos y los muchos empobrecidos, el hecho de que aquí en EEUU tengamos un coeficiente similar de desigualdad, dice mucho acerca de cuánto nos hemos retrasado en relación con nuestras anteriores aspiraciones.

Consideren la “Ley de Responsabilidad Personal y Oportunidades de Trabajo” de 1996 (habría sido difícil concebir un nombre más orwelliano), la legislación de la época de Clinton que buscaba anular los servicios de bienestar aquí en EEUU. Los términos de esta ley deberían ponernos mentalmente en otra ley, aprobada en Inglaterra hace casi dos siglos: La Nueva Ley de Pobres de 1834. Las provisiones de la Nueva Ley de Pobres nos son familiares, gracias a las descripciones de sus efectos en el libro Oliver Twist, de Charles Dickens. Cuando Noah Claypole se burla del pobre Oliver llamándolo “Work’us” (“Workhouse”), está dando a entender, hacia 1838, precisamente lo que damos a entender ahora cuando hablamos despectivamente de las “welfare queens” [“reinas del bienestar”: mujeres negras que supuestamente se enriquecen con el seguro de desempleo, denuncia no comprobada].

La Nueva Ley de Pobres fue una indignidad, que obligaba a los indigentes y desempleados a escoger entre el trabajo a cualquier salario, sin importar cuán bajo, y la humillación de la casa de labor. Aquí y en la mayoría de las formas de la asistencia pública del siglo XIX (aún pensadas y descritas como “caridad”), el nivel de ayuda y apoyo era calibrado de modo que fuera menos atractivo que la peor alternativa disponible. Este sistema se basó en teorías económicas clásicas que negaban la posibilidad misma del desempleo en un mercado eficiente: si los salarios cayeran lo suficiente y si no hubiera ninguna alternativa atractiva al trabajo, todos encontrarían un empleo.

Durante los siguientes 150 años, los reformadores lucharon para reemplazar prácticas tan denigrantes. A su debido tiempo, la Nueva Ley de Pobres y sus análogas extranjeras fueron seguidas por el suministro de asistencia pública como cuestión de derecho. Los ciudadanos sin trabajo ya no fueron considerados para nada menos dignos por eso: no eran penalizados por su condición ni había implícitas consecuencias arrojadas sobre su situación como miembros de la sociedad. Más bien, los estados de bienestar de mediados del siglo XX establecieron la profunda incorrección de definir el estatus cívico como función de la participación económica.

En Estados Unidos contemporáneo, en una época de creciente desempleo, un hombre o una mujer desempleados no son miembros plenos de la comunidad. Para inclusive poder recibir el exiguo pago disponible del seguro de desempleo, deben primero haber buscado y, cuando corresponde, aceptado empleo a cualquiera sea el salario que se ofrezca, sin importar cuán bajo el pago y desagradable el trabajo. Solo entonces ellos tienen derecho a la consideración y la asistencia de sus conciudadanos.

¿Por qué tan pocos de nosotros protestamos por tales “reformas” aprobadas por un presidente demócrata? ¿Por qué no nos conmovemos por el estigma asociado a sus víctimas? Lejos de cuestionar esta reversión hacia prácticas del capitalismo industrial inicial, nos hemos adaptado demasiado bien y con silencio consensual a ella, en revelador contraste con una generación anterior. Pero entonces, como nos recuerda Tolstoy, no existe “ninguna condición de la vida a la que un hombre no se pueda acostumbrar, especialmente si él las ve aceptadas por todos los que le rodean”.

Esta “disposición a admirar y casi adorar al rico y al poderoso, y de despreciar, o al menos, ignorar a las personas de condiciones pobres y bajas... es... la más grande y más universal causa de la corrupción de nuestros sentimientos morales”. Esas no son mis palabras. Fueron escritas por Adam Smith, quien consideraba la posibilidad de que fuéramos a admirar la riqueza y despreciar la pobreza, admirar el éxito y desdeñar el fracaso, como el mayor riesgo que se nos presentaba en la sociedad comercial cuyo advenimiento él había predicho. Este está ahora sobre nosotros.

El ejemplo más revelador del tipo de problema que enfrentamos viene en una forma que podría sorprender a muchos de ustedes como un mero tecnicismo: el proceso de privatización. En los últimos treinta años el culto de la privatización ha hipnotizado a los gobiernos occidentales. ¿Por qué? La respuesta más corta es que en una era de constreñimientos presupuestarios, la privatización parece ahorrar dinero. Si el estado posee un programa público ineficiente o un servicio público caro (servicios de agua, una fábrica automotriz, un ferrocarril), busca librarse de él poniéndolo en manos de los compradores privados.

La venta cumplidamente obtiene dinero para el estado. Mientras, al entrar al sector privado, el servicio o la operación en cuestión se hacen más eficientes gracias al funcionamiento de la motivación de lucro. Todos se benefician: el servicio mejora, el estado se deshace de una responsabilidad inapropiada y malamente administrada, los inversionistas obtienen ganancias y el sector público obtiene una única ganancia por la venta.

Hasta ahí la teoría. La práctica es muy diferente. Lo que hemos estado observando estas pasadas décadas es el constante cambio de la responsabilidad pública hacia el sector privado, sin ninguna ventaja colectiva discernible. En primer lugar, la privatización es ineficiente. La mayoría de las cosas que los gobiernos han visto adecuado pasar al sector privado, estaban operando a pérdida: ya fueran compañías de ferrocarriles, minas de carbón, servicios postales o servicios de luz, ellos irrogan más para su cuidado y mantenimiento de lo que jamás podrán producir como ingresos.

Por esa simple razón, esos bienes públicos eran inherentemente poco atractivos para los compradores privados a menos que se les ofreciera un gran descuento. Sin embargo, cuando el estado vende barato, el público pierde. Se ha calculado que en el curso de la era de las privatizaciones en el Reino Unido de la era de Thatcher, el deliberadamente bajo precio al que antiguos activos públicos fueron vendidos al sector privado, resultó en una transferencia neta de £14 mil millones del público contribuyente a los inversionistas.

A esta pérdida debería añadirse £3 mil millones adicionales en pagos a los bancos que transaron las privatizaciones. Así, el estado en realidad pagó al sector privado cerca de £17 mil millones (US $30 mil millones) para facilitar la venta de activos por los que de otro modo no habría habido postores. Estas son sumas significativas de dinero, aproximadamente todo el patrimonio de la Universidad de Harvard, por ejemplo, o el producto nacional bruto anual de Paraguay o Bosnia-Herzegovina.[ii] Esto difícilmente puede ser defendido como un uso eficiente de los recursos públicos.

En segundo lugar, esto levanta la pregunta del peligro moral. La única razón por la que los inversionistas privados están dispuestos a comprar aparentemente ineficientes bienes públicos es porque el estado les elimina o reduce su exposición al riesgo. En el caso del tren subterráneo de Londres, por ejemplo, las compañías compradoras recibieron seguridades de que ante cualquier eventualidad, estarían protegidas contra pérdidas serias, socavándose así el argumento clásico en favor de la privatización: que la búsqueda de ganancia favorece la eficiencia. El “peligro” en cuestión es que el sector privado, bajo esas condiciones privilegiadas, demostrará ser al menos tan ineficiente como su contraparte pública (mientras se levanta las ganancias que pueda y carga las pérdidas al estado).

El tercer y más revelador argumento contra la privatización es éste: no puede haber duda de que muchos de los bienes y servicios de los que el estado trata de deshacerse han sido mal llevados: incompetentemente administrados, descapitalizados, etc. Sin embargo, aunque mal llevados, los servicios postales, las redes ferrocarrileras, las casas de retiro, las prisiones y otros servicios destinados para la privatización permanecen siendo responsabilidad de las autoridades públicas. Inclusive después de que son vendidos, no pueden ser dejados enteramente a los vaivenes del mercado. Ellos son inherentemente el tipo de actividad que alguien tiene que regular.

Esta disposición semiprivada, semipública de responsabilidades esencialmente colectivas, por cierto retorna a nosotros como una vieja historia. Si las declaraciones de impuestos de ustedes son actualmente auditadas en Estados Unidos, aunque es el gobierno quien decide investigarlos, la investigación misma muy probablemente será llevada a cabo por una compañía privada. Esta última ha hecho el contrato para realizar el servicio en nombre del estado, de manera muy parecida a como agentes privados han contratado con Washington para ofrecer seguridad, transporte y conocimiento técnico (con fines de lucro) en Irak y cualquier otro lugar. De manera similar, el gobierno británico actualmente contrata a empresarios privados para ofrecer asilos para ancianos, una responsabilidad antes controlada por el estado.

En pocas palabras, los gobiernos dan en contrato sus responsabilidades a firmas privadas que afirman que las administrarán más baratamente y mejor que el estado mismo. En el siglo XVIII esto era llamado arrendamiento de los impuestos [tax farming, en el original]. Los gobiernos de la época moderna temprana a menudo carecían de los medios para recolectar impuestos y así pedían que los individuos privados presentaran sus posturas para encargarse de la tarea. El mejor postor conseguía el empleo, y era libre (una vez que había pagado la suma convenida) para recolectar todo lo que pudiera y retuviera lo reunido. El gobierno hacía un descuento sobre sus ingresos anticipados por impuestos, a cambio de un pago por adelantado en efectivo.

Después de la caída de la monarquía en Francia, se aceptó ampliamente que el arrendamiento de los impuestos era grotescamente ineficiente. En primer lugar, desacreditaba al estado, representado en la mente popular por un avaricioso especulador privado. Segundo, genera considerablemente menos ingresos que un sistema de recolección gubernamental eficientemente administrado, aunque solo sea en el margen de ganancia acumulado por el recaudador privado. Tercero, el estado se gana contribuyentes descontentos.

En Estados Unidos actualmente tenemos un estado desacreditado e inadecuados recursos públicos. Es interesante que no tengamos contribuyentes descontentos. No obstante, el problema que nos hemos creado es esencialmente comparable al que enfrentaba el antiguo régimen.

Como pasaba en el siglo XVIII, pasa ahora: al eviscerar las responsabilidades y capacidades del estado, hemos disminuido su prestigio público. El resultado es ricas “urbanizaciones cercadas”, en todo el sentido de la palabra: subsecciones de la sociedad que ilusamente se suponen funcionalmente independiente de la colectividad y sus servidores públicos. Si única o mayoritariamente tratamos con agencias privadas, entonces con el tiempo diluimos nuestra relación con un sector público al cual no le damos ningún uso aparente. No importa mucho si el sector privado hace las mismas cosas mejor o peor, a un costo más alto o más bajo. En cualquier caso, hemos disminuido nuestra lealtad al estado y perdido algo vital que debemos compartir (y en muchos casos solíamos compartir) con nuestros conciudadanos.

Este proceso fue bien descrito por uno de sus más grandes ejecutores: según se informó, Margaret Thatcher afirmó que “no hay tal sociedad. Hay solo hombres y mujeres individuales y familias”. Pero si no hay tal sociedad, solamente individuos y un estado “vigilante nocturno” (supervisando de lejos actividades en las que no toma parte), entonces ¿qué nos une a todos? Nosotros ya aceptamos la existencia de fuerzas policiales privadas, servicios de correo privados, agencias privadas que suministran bienes y servicios al estado en tiempo de guerra, y mucho más. Hemos “privatizado” precisamente esas responsabilidades que el estado moderno laboriosamente tomó a su cargo en el curso de los siglos XIX y XX.

¿Qué servirá, entonces, como parachoques entre los ciudadanos y el estado? Con seguridad no será la “sociedad”, duramente presionada para supervivir la evisceración del dominio público, pues el estado no está por marchitarse. Inclusive si lo despojamos de todos sus atributos públicos, aún estará con nosotros, aunque sea como una fuerza para el control y la represión. Entre el estado y los individuos entonces no existiría ninguna institución ni lealtad intermediadora: nada quedaría de la red de servicios y obligaciones recíprocos que ligan a los ciudadanos entre ellos vía el espacio público que colectivamente ocupan. Todo lo que quedaría sería personas y corporaciones privadas buscando competitivamente asaltar el estado para su propia ventaja.

Las consecuencias no son más atractivas hoy de lo que eran antes de que surgiera el estado moderno. En realidad, el ímpetu para construir el estado tal como lo conocemos, derivó muy explícitamente del entendimiento de que ningún grupo de individuos puede supervivir por largo tiempo sin propósitos compartidos e instituciones comunes. La noción misma de que la ventaja privada podría ser multiplicada para beneficio público ya era palpablemente absurda para los liberales críticos del naciente capitalismo industrial. En palabras de John Stuart Mill, “es esencialmente repulsiva la idea de una sociedad mantenida unida solamente por las relaciones y sentimientos que surgen de los intereses pecuniarios”.

Entonces, ¿qué hacer? Tenemos que empezar con el estado: como la encarnación de los intereses públicos, propósitos colectivos y bienes colectivos. Si no podemos aprender a “pensar el estado” una vez más, no habremos de llegar muy lejos. Pero, ¿qué precisamente debería hacer el estado? Mínimamente, no se debería duplicar innecesariamente; como escribió Keynes: “Lo importante para el Gobierno no es hacer cosas que los individuos ya están haciendo y hacerlo un poco mejor o un poco peor; sino hacer esas cosas que al presente no se hacen para nada”. Y sabemos por la amarga experiencia del siglo pasado, que hay algunas cosas que los estados de lo más ciertamente no deberían estar haciendo.

Lo que se solía narrar de la historia del siglo XX sobre el estado progresista se basaba precariamente en la presunción de que “nosotros” (reformadores, socialistas, radicales) teníamos a la Historia de nuestro lado; que a nuestros proyectos, en palabras del fallecido Bernard Williams, “les hacía barra el universo”. [iii] Actualmente, no tenemos una historia tan reconfortante que contar. Acabamos de supervivir a un siglo de doctrinas que con alarmante confianza pretendían decir qué debería hacer el estado, y que les recordaban a los individuos (por la fuerza, si era necesario) que el estado sabe qué es bueno para ellos. No podemos retornar a todo ello. De modo que si vamos a “pensar el estado” una vez más, mejor deberíamos empezar teniendo idea de sus límites.

Por razones similares, sería fútil resucitar la retórica de la socialdemocracia de inicios del siglo XX. En esos años, la izquierda democrática emergió como una alternativa a las variedades más intransigentes del socialismo revolucionario marxista y (en años posteriores) a su sucesor comunista. Así, a la socialdemocracia le era inherente una curiosa esquizofrenia. Mientras marchaba confiadamente hacia un mejor futuro, constantemente echaba miradas nerviosas sobre su hombro izquierdo. Nosotros, parece decir, no somos autoritarios. Nosotros estamos por la libertad, no la represión. Nosotros somos demócratas que también creemos en la justicia social, los mercados regulados y todo eso.

Mientras el objetivo de los socialdemócratas fue convencer a los electores de que eran una opción radical respetable al interior de la institucionalidad liberal, esta posición defensiva tenía sentido. Pero actualmente tal retórica es incoherente. No es por casualidad que una demócrata cristiana como Angela Merkel pueda ganar una elección en Alemania contra sus oponentes socialdemócratas (inclusive en el punto más alto de una crisis financiera) con un conjunto de políticas que en sus componentes esenciales más importantes, se parece al mismo programa de sus oponentes.

La socialdemocracia, en una u otra forma, es la prosa de la política contemporánea europea. Hay muy pocos políticos europeos, y ciertamente más pocos aún en posición de influencia, que puedan disentir de los supuestos social democráticos esenciales acerca de los deberes del estado, sin importar cuánto difieran en cuanto al alcance de esos deberes. En consecuencia, los socialdemócratas en la Europa de hoy no tienen nada distintivo que ofrecer: en Francia, por ejemplo, inclusive su irreflexiva disposición a favorecer la propiedad del estado, difícilmente los distingue de los instintos colbertianos de la derecha gaullista. La socialdemocracia necesita repensar sus propósitos.

El problema está no en las políticas social democráticas, sino en el lenguaje en que ellas son presentadas. Desde que ha decaído el desafío autoritario desde la izquierda, el énfasis sobre “democracia” es en gran medida redundante. Todos somos demócratas hoy. Pero “social” aún significa algo, podría decirse que ahora más que hace algunas décadas cuando el rol del sector público era indiscutidamente aceptado desde todos los lados. ¿Qué, entonces, es distintivo de lo “social” en el enfoque democrático social de la política?

Imaginen, si lo desean, una estación de ferrocarril. Una estación de ferrocarril verdadera, no Pennsylvania Station de Nueva York: un fracasado centro comercial de los años sesenta colocado sobre un almacén de carbón. Me refiero a algo como Waterloo Station en Londres, la Gare de l'Est en París, el impresionante Terminus Victoria de Mumbai, o la magnífica Hauptbahnhof de Berlín. En estas notables catedrales de la vida moderna, el sector privado funciona perfectamente bien en su lugar: no hay razón, después de todo, para que los puestos de periódicos o las cafeterías deban ser administrados por el estado. Cualquiera que quiera recordar los resecos sánguches envueltos en plástico de los cafés de British Raiways aceptará que la competencia en este campo debe ser alentada.

Pero no se puede operar los trenes competitivamente. Los ferrocarriles, como la agricultura o los correos, son al mismo tiempo una actividad económica y un bien público esencial. Además, no se puede hacer que un sistema de ferrocarriles sea más eficiente por medio de poner dos trenes en una línea y esperar cuál se desempeñe mejor: los ferrocarriles son un monopolio natural. Aunque resulte difícil de creer, los ingleses realmente han instituido tal competencia entre los servicios de autobús. Pero la paradoja del transporte público, por supuesto, es que cuanto mejor éste hace su trabajo, menos “eficiente” es.

Un autobús que ofrece un servicio expreso para quienes pueden pagarlo y evita las villas remotas donde sería abordado solo por el ocasional jubilado, hará más dinero para su dueño. Sin embargo, alguien, el estado o la municipalidad local, aún debe ofrecer el servicio local no lucrativo, ineficiente. En su ausencia, los beneficios económicos de corto plazo de recortar la oferta del servicio, serán superados por el daño de largo plazo para la comunidad en general. Predeciblemente, por tanto, las consecuencias de los autobuses “competitivos” (excepto en Londres donde hay suficiente demanda de transporte) han sido el incremento en los costos asignados al sector público; una abrupta alza de los pasajes al nivel que pueda aguantar el mercado; y ganancias atractivas para las compañías de buses expresos.

Los trenes, como los buses, son sobre todo un servicio social. Cualquiera podría administrar una línea férrea lucrativa si todo lo que tuviera que hacer fuera empujar expresos ida y vuelta entre Londres y Edimburgo, París y Marsella, Boston y Washington. ¿Y qué con los enlaces ferroviarios con lugares donde la gente toma el tren solo ocasionalmente? Ninguna persona individual va a destinar suficientes fondos para pagar los costos económicos de financiar tal servicio para las infrecuentes ocasiones en que los vaya a usar. Solo la colectividad (el estado, el gobierno, las autoridades locales) puede hacer eso. El subsidio requerido siempre parecerá ineficiente a ojos de cierto tipo de economistas: ¿no sería por supuesto más barato desarmar todos los rieles y dejar que cada uno use su auto?

En 1996, el último año antes que los ferrocarriles de Gran Bretaña fueran privatizados, British Rail se ufanaba de tener el subsidio más bajo de los ferrocarriles europeos. En ese año los franceses planeaban una tasa de inversión de £21 per cápita en sus ferrocarriles; los italianos £33; los británicos solo £9.[iv] Estos contrastes se reflejaron exactamente en la calidad del servicio suministrado por los respectivos sistemas nacionales. Ellos también explican por qué la red de ferrocarriles británicos solo pudo ser privatizada a una gran pérdida, tan inadecuada era su infraestructura.

Los contrastes en la inversión ilustran mi argumento. Los franceses y los italianos por largo tiempo han tratado a sus ferrocarriles como un servicio social. Hacer llegar un tren a una región remota, a pesar de ser inefectivo en términos de costos, sostiene a las comunidades locales. Reduce el daño medioambiental al ofrecer una alternativa al transporte carretero. La estación de ferrocarriles y el servicio que ofrece son así un síntoma y un símbolo de la sociedad como una aspiración compartida.

Sugerí arriba que el suministro del servicio de trenes a los distritos remotos tiene sentido social inclusive cuando es económicamente “ineficiente”. Esto, sin embargo, elude una cuestión importante. Los socialdemócratas no irán muy lejos proponiendo laudables objetivos sociales que ellos mismos afirman cuestan más que las alternativas. Terminaríamos reconociendo las virtudes de los servicios sociales, denunciando sus costos... y no haciendo nada. Necesitamos repensar los mecanismos que empleamos para evaluar todos los costos: sociales y económicos juntos.

Déjenme ofrecer un ejemplo. Es más barato entregar paquetes de benevolencia a los pobres que garantizarles el rango total de los servicios sociales como un derecho. Por “benevolente” me refiero a la caridad basada en la religión, las iniciativas privadas o públicas, la ayuda dependiente del ingreso bajo la forma de cupones para alimentos, préstamos para vivienda, subsidios para vestimenta y cosas por el estilo. Sin embargo es notoriamente humillante estar en el lado receptor de ese tipo de ayuda. La “prueba de medios” aplicada por las autoridades británicas a las víctimas de la depresión de los años 30 aún es recordada con desagrado e inclusive cólera por una generación mayor.[v]

Inversamente, no es humillante estar en el lado receptor de un derecho. Si uno está nominado para recibir pagos de desempleo, pensión, incapacidad, vivienda municipal o cualquier otro tipo de ayuda públicamente suministrada como un derecho, sin nadie que investigue para determinar si uno se ha hundido lo suficientemente bajo como para “merecer” ayuda, entonces uno no tendrá vergüenza para aceptarla. Sin embargo, tales derechos universales y nominaciones son caras.

¿Y qué pasaría si tratáramos la humillación misma como un costo, como un costo contra la sociedad? ¿Y qué si decidiéramos “cuantificar” el daño hecho cuando la gente es puesta en vergüenza por sus conciudadanos antes de recibir las meras necesidades de la vida? En otras palabras, ¿qué pasaría si incluyéramos la diferencia entre una caridad y un beneficio en tanto derecho, como un factor en nuestras estimaciones de la productividad, la eficiencia o el bienestar? Podríamos concluir que el suministro de servicios sociales universales, el seguro público de salud o el transporte público subsidiado, serían realmente una manera efectiva de lograr nuestros objetivos comunes en términos de costos. Tal ejercicio es inherentemente contencioso: ¿Cómo cuantificamos la “humillación”? ¿Cuál es el costo mensurable de privar a ciudadanos individuales del acceso a los recursos metropolitanos? ¿Cuánto estamos dispuestos a pagar por una buena sociedad? Poco claro. Pero, a menos que nos hagamos tales preguntas, ¿cómo podemos esperar a diseñar las respuestas?[vi]

¿A qué nos referimos cuando hablamos de una “buena sociedad”? Desde una perspectiva normativa podríamos comenzar con una “narrativa” moral en la cual situar nuestras preferencias colectivas. Tal narrativa sustituiría entonces los términos estrechamente económicos que constriñen nuestra presente conversación. Pero definir nuestros propósitos generales de ese modo no es asunto simple.

En el pasado, la socialdemocracia incuestionablemente se preocupaba de temas relativos a lo correcto y lo incorrecto: tanto más cuanto que había heredado el vocabulario ético premarxista imbuido del disgusto cristiano por la extrema riqueza y la extrema adoración del materialismo. Tales consideraciones, sin embargo, eran frecuentemente superadas por preguntas ideológicas. ¿Estaba el capitalismo condenado? Si así era, ¿ayudarían determinadas políticas a anticipar su caída o amenazaban con prolongarla? Si el capitalismo no estaba condenado, entonces las preferencias de políticas tendrían que ser concebidas desde una perspectiva diferente. En cualquier caso, la cuestión relevante típicamente se dirigía a las perspectivas del “sistema” más que las virtudes o defectos inherentes de determinada iniciativa. Tales cuestiones ya no nos preocupan. Estamos así más directamente enfrentados a las consecuencias éticas de nuestras preferencias.

¿Qué es precisamente eso que encontramos aborrecible en el capitalismo financiero la “sociedad comercial” como lo llamaba el siglo XVIII? ¿Que es lo que encontramos instintivamente defectuoso en nuestra situación actual y qué podemos hacer acerca de ello? ¿Qué encontramos injusto? ¿Que es lo que ofende nuestro sentido de lo apropiado cuando se encuentra con el lobbysmo irrestricto de parte de los ricos a expensas de todos los demás? ¿Qué hemos perdido?

Las respuestas a tales preguntas deberían tomar la forma de una crítica moral de las insuficiencias del mercado irrestricto o del estado despreocupado. Necesitamos entender por qué ellos ofenden nuestro sentido de la justicia o la equidad. Necesitamos, en suma, volver al reino de los fines. Aquí la social democracia es de limitada ayuda, porque su propia respuesta a los dilemas del capitalismo fue meramente una tardía expresión de discurso moral ilustrado aplicado a la “cuestión social”. Nuestros problemas son bastante diferentes.

Estamos ingresando, creo, a una nueva era de la inseguridad. La última de tales eras, memorablemente analizada por Keynes en Las consecuencias económicas de la paz (1919), siguió a décadas de prosperidad y progreso y a un abrupto incremento en la internacionalización de la vida: “globalización” en todo sino en el nombre. Como Keynes la describe, la economía comercial se había difundido alrededor del mundo. El comercio y las comunicaciones se estaban acelerando a una tasa sin precedentes. Antes de 1914, era ampliamente afirmado que la lógica del intercambio económico pacífico triunfaría sobre el interés nacional propio. Nadie esperaba que todo esto fuera a llegar a un abrupto fin. Pero llegó.

Nosotros también hemos vivido a lo largo de una era de estabilidad, certidumbre y de ilusiones con el mejoramiento económico indefinido. Pero todo eso ya está en el pasado. En el futuro cercano habremos de estar tan económicamente inseguros como lo estamos ahora culturalmente. Estamos convencidamente menos confiados de nuestros propósitos colectivos, nuestro bienestar ambiental y nuestra seguridad personal que en cualquier otro momento desde la Segunda Guerra Mundial. No tenemos idea de qué tipo de mundo heredarán nuestros hijos, pero ya no podemos engañarnos más suponiendo que se parecerá al nuestro de maneras reconfortantes.

Debemos volver a ver los modos en que la generación de nuestros abuelos respondió a desafíos y amenazas comparables. La social democracia en Europa, el Nuevo Trato y la Gran Sociedad aquí en los Estados Unidos, fueron respuestas explícitas a las inseguridades e inequidades de la época. Pocos en occidente son lo suficientemente viejos para saber qué significa ver colapsar su mundo.[vii] Encontramos difícil concebir un quiebre completo de las instituciones liberales, una desintegración total del consenso democrático. Pero fue un quiebre así el que produjo el debate Keynes-Hayek, del que nació el consenso keynesiano y el compromiso democrático social: el consenso y el compromiso en el que crecimos y cuyo atractivo ha sido oscurecido por su mismo éxito.

Si la democracia social tiene un futuro, será como una democracia social del temor.[viii] Más que buscar restaurar un lenguaje de progreso optimista, deberíamos comenzar volviéndonos a familiarizar con el pasado reciente. La primera tarea de los disidentes radicales actualmente es hacer recordar a su audiencia los logros del siglo XX, junto con las consecuencias probables de nuestro descuidado apresuramiento para desmantelarlos.

La izquierda, para ser muy franco, tiene algo que conservar. Es el derecho que ha heredado, la ambiciosa urgencia modernista de destruir e innovar en nombre de un proyecto universal. Los socialdemócratas, característicamente modestos en estilo y ambición, necesitan hablar más afirmativamente de las ganancias del pasado. El surgimiento del estado de servicio social, la construcción a lo largo de un siglo de un sector público cuyos bienes y servicios ilustran y promueven nuestra identidad colectiva y nuestros propósitos comunes, la institución del bienestar como un asunto de derecho y su suministro como un deber social: estos no fueron logros menores.

Que estos logros fueran no más que parciales, no debería significarnos problema. Si no hemos aprendido nada más del siglo XX, deberíamos al menos haber entendido que cuanto más perfecta la respuesta, más terroríficas sus consecuencias. Las mejoras imperfectas sobre circunstancias insatisfactorias son lo mejor que podemos esperar, y probablemente todo lo que deberíamos buscar. Otros han pasado las últimas tres décadas destramando y desestabilizando metódicamente esas mismas mejoras: esto debería ponernos más enojados de lo que estamos. También debe preocuparnos, aunque solo sea por motivo de prudencia: ¿Por qué hemos estado en tal apuro por desarmar los diques tan laboriosamente colocados por nuestros predecesores? ¿Estamos tan seguros de que no habrá ninguna inundación por venir?

Una democracia social del temor es algo por lo cual luchar. Abandonar los trabajos de un siglo es traicionar a aquellos que vinieron antes que nosotros así como a las generaciones que están por venir. Sería placentero, pero engañoso, informar que la democracia social o algo semejante, representa el futuro que nos pintaríamos en un mundo ideal. No representa ni siquiera el ideal pasado. Pero entre las opciones disponibles para nosotros en el presente, es mejor que cualquier otra cosa a mano. En palabras de Orwell, al reflexionar en Homenaje a Cataluña sobre sus recientes experiencias en la Barcelona revolucionaria:

Había mucho en eso que yo no comprendía, de algunas maneras ni siquiera me gustaba, pero lo reconocí de inmediato como un estado de cosas por el que valía la pena luchar.

Creo que esto no es menos verdad para cualquier cosa que podamos recuperar de la memoria del siglo XX de la democracia social.

Notas:

[i]Ver “High Gini Is Loosed Upon Asia”, The Economist, August 11, 2007.
[ii]Ver Massimo Florio, The Great Divestiture: Evaluating the Welfare Impact of the British Privatizations, 1979–1997 (MIT Press, 2004), p. 163. Para Harvard, ver “Harvard Endowment Posts Solid Positive Return,” Harvard Gazette, September 12, 2008. Para el PNB de Paraguay o Bosnia-Herzegovina, ver www.cia.gov/library/publications/the-world-factbook/geos/xx.html.
[iii] Bernard Williams, Philosophy as a Humanistic Discipline (Princeton University Press, 2006), p. 144.
[iv] Para estos datos, ver mi artículo “'Twas a Famous Victory,” The New York Review, July 19, 2001.
[v] Para recuerdos comparables de caridades humillantes, ver The Autobiography of Malcolm X (Ballantine, 1987). Estoy agradecido a Casey Selwyn por señalarme esto.
[vi] La comisión Internacional para la Medida del Desempeño Económico y el Progreso Social, presidida por Joseph Stiglitz y asesorada por Amartya Sen, recientemente recomendó un enfoque diferente para medir el bienestar colectivo. Sin embargo, a pesar de la admirable originalidad de sus propuestas, ni Stiglitz ni Sen fueron mucho más allá de sugerir mejores maneras de evaluar el desempeño económico; las preocupaciones no económicas no figuraron prominentemente en su informe. Ver www.stiglitz-sen-fitoussi.fr/en/index.htm.
[vii] La excepción, por supuesto, es Bosnia, cuyos ciudadanos son por demás conscientes de lo que significa ese colapso.
[viii] Por analogía con “The Liberalism of Fear,” el agudo ensayo de Judith Shklar sobre la desigualdad política y el poder.

Fuente:

Libros Peruanos

http://www.librosperuanos.com/traducciones/esquina143.html

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