sábado, 15 de agosto de 2009

EL RENCOR NOS ENCARCELA, EL AMOR NOS LIBERA

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Por: Juan José Alva Valverde
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Un lunes al mediodía, Rómulo expiraba en brazos de su hijo Abel, entre la desesperación de no querer morir y los intensos dolores del cáncer que desde meses atrás lo venían martirizando, doblegando ese coraje que desde niño lo había caracterizado, generándole incontables problemas familiares y amicales. Aquel carácter indescifrable, unas veces cordial, otras tantas: descortés y hasta agresivo.
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Los ojos desorbitados, la sudoración, el balbuceo trémulo y la presión de sus manos en los brazos de su hijo, contrastaba con el llanto reprimido de este último, a quien muchas veces maltrató y vilipendió. Agonizaba a los 83 años, sin tener cerca a dos personas queridas: su esposa Inés y su hija menor Leonor. Estaba casi desterrado por ambas, en un cuartito de la casa de Abel.
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Desde que le diagnosticaron "cáncer de próstata" su hijo lo alojó con el mayor cariño, al verlo deprimido por la enfermedadad e imposibilitado de continuar atendiendo su quiosco de periódicos.
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Rómulo, hijo de doña Joaquina y de un padre a quien nunca conoció, creció en las chacras chiquianas perfumadas de eucaliptos, hierba santa y plantas de romero, cultivando la tierra fértil de su pueblito enclavado en las serranías de Ancash. Lugar dotado de cerros y campiñas preñadas de verdor, del serpenteante río Aynín y de bellos glaciares entre los que destaca el majestuoso Yerupaja.
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Rómulo, de joven se hizo carpintero, conoció y se enamoró de Inés, tuvieron dos hijos, Abel y Leonor, los criaron y educaron. La madre los colmó de amor y consejos; el padre les enseñó las labores agrícolas y les formó el carácter; “nunca se dejen pisar el poncho”, les decía, “hilen fino y trabajen para que tengan algo, para que sean alguien"; ellos, en la primera oportunidad que tuvieron, migraron a Lima, estudiaron, trabajaron, se casaron y formaron cada cual su familia. Sus parejas les resultaron buenas y sus hijos mejor aún.
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Rómulo y su querida Inés, al llamado de su hija, quien había adquirido un terrenito en el arenal de Villa El Salvador, enrumbaron hacia Lima. Ambos con muchos años a cuestas, pero felices por estar cerca de Leonor y Abel, dejaron su terruño amado, donde nacieron, crecieron, se enamoraron y se juntaron. Con los ojos nublados por las lágrimas, viajaron grabándolo todo: los valles, las montañas, los ríos, y aquel hermoso cielo azul, repitiendo en sus mentes y en sus corazones, “volveremos, volveremos”.
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Rómulo, a su llegada de su natal Chiquián, adquirió en la plaza Dos de Mayo, un quiosco de venta de periódicos y revistas, de un paisano que cansado de la agitada vida en Lima, retornaba a su querido Huasta, poblado cercano a Chiquián. Por su espiritu campechano, confiado y abierto a los demás, conoció en dicha plaza a sindicalistas, políticos y otros que pululaban en el local de la CGTP, núcleo de reuniones, acuerdos, encuentros y desencuentros, de paros y huelgas de los trabajadores. Él contaba a su familia que había conocido y conversado con tal o cual personaje público que salía en la televisión o los periódicos. Leonor e Inés se preocupaban y le recomendaban tener cuidado, sobre todo porque en el gobierno de Fujimori, veían a todos como subversivos.
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En una marcha de protesta, sin permiso, según las autoridades, la PNP inició la represión contra los asistentes. En su veloz retirada uno de ellos alcanzó una bolsa a Rómulo, quien inocentemente lo guardó, un policía que estaba cerca le quiso revisar el paquete, Rómulo se negó, pero le obligaron, encontrando volantes, que según la policía, llamaban a la subversión. Rómulo fue encarcelado después de un juicio sumario; el abogado que los hijos consiguieron casi nada pudo hacer, “las pruebas circunstanciales” lo incriminaban; el llanto y las súplicas fueron en vano.
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El presidio melló sus fuerzas, sus esperanzas, sus ansías de volver a su terruño, y llenarse de él, de sus aires, de su encanto, de su verdor, perdió la fe, la esperanza, las ganas de vivir; su rostro adusto y desencajado, denotaban hastío y tormento; su salud se resquebrajó y las enfermedades llegaban; hasta que unos exámenes delataron una enfermedad terminal. Enterados de ésto, sus hijos, aconsejados por la asistenta social del penal, solicitaron su excarcelación.
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Después de muchos años, Rómulo salió en libertad. Inés y Leonor no fueron a visitarlo al penal por temor a las represalias. “Nos da miedo” decían.
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Alojado en el cuartito que su hijo Abel le había acondicionado en su casita de Ventanilla, Rómulo pegado a la ventana de donde se veía el paradero de los carros, esperaba la visita de Inés y Leonor. En las tardes, en la penumbra de su habitación, la tristeza, el dolor del corazón, desencadenaba el llanto:
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- Papá ¿por qué no prendes la luz, está oscuro - le decía su hijo Abel.
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- No es necesario hijo, me acostumbré a la oscuridad en el penal, así puedo pensar mejor.
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- Mi esposa me dice que todas las noches lloras, ¿tienes mucho dolor?

- Me duele, pero ya me acostumbré, el doctor me dijo que así sería.

- No te he dicho nada hasta ahora, pero tengo la impresión de que no estás a gusto acá.

- No es así hijo, te agradezco por todo, de repente inmerecidamente me das atenciones, no fui bueno contigo, eso me remuerde.
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- No digas eso, me diste lo que pudiste y es bastante.
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- Extraño a tu mamá, a Leonor y a mis nietos; quisiera vivir con ellos.
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- No te quise decir antes, por no causarte pena, pero Eduardo, el esposo de Leonor no acepta que vivas con ellos, tú sabes, sus vecinos se alejaron de ellos cuando fuiste a la cárcel.
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- Yo soy inocente, todos saben que fui calumniado, nunca fui miembro de partido político alguno, menos simpatizaba con los revoltosos, fue un accidente lo que me pasó, eso lo saben todos; pero si ellos no quieren que viva allí, está bien, les causé daño, vergüenza, pero no lo busqué, repito fue un accidente; todos los años que pasé en prisión, maldecía tantas cosas, el venir a Lima, el trabajar en la plaza Dos de mayo, incluso maldecía el haber nacido, tengo rabia, rencor, siento odio con la justicia, que me encarceló injustamente, hijo hasta siento rencor seguir viviendo, me siento preso aun, y tal vez me sentiré libre el día que muera.
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- No digas eso papá, todo esto pasará y volveremos a ser como antes, unidos, nos reuniremos en torno a una mesa familiar compartiendo la pachamanca o el jaca rogro que tanto te gusta; iremos a la playa o al Parque de las Leyendas, todos juntos, te revolcarás en la grama con tus nietos, y les harás capachún, no te desanimes viejo.
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- Gracias hijo, eres noble como tu madre, ella te inculcó buenos sentimientos, tus hijos te recompensarán por todo lo que haces conmigo; sé que no me queda mucho tiempo, quiero suplicarte de todo corazón, y que hoy me prometas, que cuando yo muera no me entierres en Lima, nunca me gustó, es un lugar feo, lleno de casas, de carros, y de gente que viven alocadamente, todos apurados, nadie conoce a nadie, hay mucha gente mala, nadie ayuda a nadie; no te pido que lleves mi cadáver a Chiquián, sólo mis cenizas, yo, hijo mío, desde donde esté te agradeceré y te bendeciré.
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Hasta que fin llegó ese día. Fue lunes, por cosas del destino, a Abel le tocó descanso en su centro de labores. Solo, abrazado a su padré, se despidió de él en el cuartito de su casa, mientrás balbuceaba "al fin soy libre...”.

juanjosealva@hotmail.es

Lima, 14 de Agosto del 2009.

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