¡ Salta Lucero!
Gritó el taita Cáceres con su voz rijosa asordinada y con todas las fuerzas de sus pulmones.
El caballo levantó la corcova como un resorte, que el jinete esperó empinado sobre las espuelas, se lanzó al vacío y después de segundos interminables en el aire puso las patas traseras apenas unos centímetros ya casi dentro del barranco.
Casi resbalan hacia el abismo.
Pero más pudo el jinete que lo impulsó hacia arriba y adelante. Y pudieron salir la cuesta antes que hagan blanco los disparos de fusil que empezaron a hacerle desde el altozano la soldadesca enemiga.
Lucero había saltado una fosa de nueve metros de ancho con Cáceres herido, después de haber participado luchando cuerpo a cuerpo en la batalla de Huamachuco.
En esta como en otra circunstancia era la convicción de realizar imposibles la que imponía Cáceres.
Era el aliento que agregaba a lo que cada uno podía hacer, incluso el caballo que montaba en ese atardecer supremo, algo que hacía convertir lo adverso en glorioso.
2. El destino suele cruzar los dedos
Aquella fosa fue la valla que el pelotón de chilenos que lo perseguían para ultimarlo ya no pudo cruzar.
“¡Salta Lucero!” es la frase que debemos hacerla símbolo y emblema en la juventud actual.
Y esto significará que hay que vencer retos, superar dificultades, hacer frente a los momentos aciagos y adversidades, que estuvieron en el límite de que se convirtieran en gloria, como fue el caso de la batalla de Huamachuco.
Cáceres es en esta y en todas las ocasiones un guerrero mítico.
Y si no murió en el campo de batalla fue por algo inexplicable. Porque siempre se arrojó a lo más arduo, reñido y voraz de la contienda.
No murió por esos avatares en que el destino suele cruzar los dedos, porque él estuvo y asumió cada confrontación de frente y con el pecho abierto.
3. Una apoteosis de gloria
Esa era su estirpe.
Y esto él supo poner de manifiesto desde muy joven, casi desde la adolescencia.
Apenas un mozalbete de 15 años dejó el colegio y se enroló en el ejército cuando Ramón Castilla visitó Huamanga.
En Arequipa a fin de librarlo de la muerte el jefe de su ejército tuvo que tocar diana de retirada, pues se había lanzado muy adentro del combate con sable desenvainado, en el lugar denominado “Siete Chombas”.
Su comandante le dijo después estas palabras de enojo: “¡Joven!, sea usted prudente y primero mire el lugar donde se mete”.
En la Guerra del Pacífico la participación de Cáceres siempre fue heroica, desde las batallas de Pisagua, San Francisco, Tarapacá, Alto de la Alianza, San Juan, Miraflores, Pucará, Marcavalle, Concepción. ¡Y tantas otras más!
Hasta Huamachuco, el 10 de julio del año 1883, que fue en palabras del historiador Luis Alayza Paz Soldán: “una hecatombe de dolor y una apoteosis de gloria”.
4. Las balas rozaban su frente
Veinte años antes de la confrontación con Chile, en la sublevación de Vivanco en Arequipa, en 1858, avanzó por los techos. Y entre los cadáveres de sus propios compañeros izó la bandera del Perú en el conventillo de San Pedro.
Incontables veces murió el caballo en él cual cabalgaba alcanzado por las balas, el más célebre entre ellos el llamado “Elegante”, que lo acompañó el mayor tiempo en la Campaña de la Breña.
Las balas rozaban su frente.
Sin embargo siempre salió ileso pese a estar en lo más peligroso y reñido del fragor de la batalla.
En Tarapacá tuvo que desensillar una mula capturada, que tenía la montura para un solo lado. Al parecer era de una cantinera chilena. Así reemplazó su caballo que momentos antes había sucumbido.
5. El mito de ser invulnerable
Todos morían a su alrededor.
Caían sus propios soldados y oficiales. Y él seguía avanzando intacto. Nadie se explicaba cómo es que no caía muerto.
Y daba órdenes de inmediato. E implementaba una nueva estrategia en el m omento oportuno.
Roque Sáenz Peña dijo de la batalla de Tarapacá: “El desconcierto fue tal, que a no ser por el general Cáceres todos hubiéramos perecido; a él le debemos la vida”.
En la batalla de Miraflores luchó con denuedo. y estuvo a punto de ser muerto si no hubiera sido por la intervención del capitán de fragata Leandro Mariátegui quien arrastró un cañón con el que hizo fuego rescatándolo, pero una bala le había destrozado ya el fémur derecho.
Fue auxiliado en una ambulancia de la Cruz Roja por el Dr. Belisario Sosa, luego traído a Lima y escondido en el convento de San Pedro por los jesuitas en la celda del prior superior que cedió su lecho a fin de ocultarlo.
A partir de entonces surgió el mito de ser invulnerable. Como aquellos guerreros legendarios que por ser hijos de dioses son sumergidos de niños en las aguas sagradas de algún lago o río. En este caso de alguna laguna helada de nuestra serranía.
6. De nido y flor, de abrojo y de abismo
Estuvo presente desde el inicio hasta el final de la guerra. En él se decantaron todas las amarguras y se acrisolaron todos los triunfos.
Todas las derrotas y fracasos en él se hicieron pena, como también encarnó todas las ilusiones y esperanzas de la gente.
La guerra para él no fue el arrebato o el entusiasmo de una batalla. Fue el sacrificio de toda una vida. De valor y coraje renovados cada día, de anhelos no menos obstinados, hechos que él lo encarna con valor supremo.
En Tarapacá cargó por el arenal a su hermano herido, quien luego muere entre sus brazos antes del fin de la batalla.
El resultado fue triunfo arrasador y contundente, pero para él también tristeza, porque: ¿cómo es que ganas una contienda que has dirigido y tienes clavado en el alma el puñal del hermano más próximo y entrañable irremediablemente perdido?
Ello lo perfila como un hombre, montaña, río, cordillera que tiene de nido y de flor, pero también de abrojo y de abismo. Tanto de abrazo que tiende un techo y cobija como de dolor que estremece, de dormir a cielo abierto, a la intemperie, sobre las cañadas y barrancos.
7. Porque había que defender lo humano herido
Su ejército era de indígenas, indios cubiertos de harapos y calzando a lo más ojotas, por lo general descalzos: ¡La heroica mancha india!
No es que no sabían castellano, sino que no sabían ni siquiera los esquemas de la cultura occidental.
Tanto es así que Cáceres les enseñaba a marchar poniendo a la izquierda queso y a la derecha cancha.
“¡Queso!”, gritaba y tenían que girar a la derecha. “¡Cancha!” y tenían que girar a la izquierda.
Fue ese el contingente de runas de asombro, de estupor y pasmo. No eran soldados entrenados. Eran gente del campo, casi indigentes por siglos de opresión y miseria a cargo de hacendados y gamonales pérfidos.
Solo albergando un sueño podían dejar sus surcos y el ondular de sus espigas. ¿Cuál era? Defender lo que es moral, que solo culturas señeras dan de ello ejemplo. Por eso peleaban, porque al enemigo vesánico le animaba el vandalismo y la codicia.
Porque había que defender lo humano herido, aquello que la vida nos exige y nos impone defender; también tu heredad a tu gente. Esa moral daba fuerzas para pasar días sin probar bocado y soportar el frío gélido.
Cáceres conocía y confiaba que el honor y el empuje guerrero radican en la clase humilde. En eso nunca se equivocó.
8. ¡Taita, he cumplido!
Era, para su tropa, “El taita”. Esto es: el padre. Bajo él sentían que podían morir.
Un soldado a sus pies, atravesado de balas en el campo de batalla en Huamachuco alcanzó a decirle: “¡Taita, he cumplido!”. Y expiró.
Era un deber sagrado luchar. Estaba justificado por ello abandonarlo todo. Dejar huérfanos, madre anciana y mujer joven. Estaba justificado el más absoluto sacrificio. Esta era una guerra santa. Se defendía una razón moral inquebrantable, digna de la especie humana.
Estaba justificado abolir todo cálculo, hacerse a los abismos. Hacerse a la muerte y penetrar a lo más intrincado de las sombras.
Y en esto Cáceres es un personaje que inspira, que se erige como un baluarte, una figura inhiesta, imponente y encarnando todas las virtudes de un guerrero. Un caudillo a quien la gente sigue confiando en él ciegamente.
Es como los nevados incólumes, loa apus tutelares que protegen a los pueblos, los picachos orlados de fulgores supremos que se erigen sobre una cadena de montañas, con campos sembrados, plenos de espigas como de fragosidades de miedo.
9. ¡Honor para Cáceres!
Siempre tomó la iniciativa en el combate.
Siempre sus ataques tuvieron el factor sorpresa.
De allí el apelativo que le dieron los propios chilenos: “El brujo de los andes”.
Pero fue ese arrebato lo que nos venció en Huamachuco, según el parte de guerra de Alejandro Gorostiaga, comandante del ejército contrario.
Fue la fogosidad, la pasión y el atolondramiento de ganar a como de lugar aquella batalla decisiva. Fue aquello que nos venció según lo dejó escrito quien sabía de estos menesteres.
¡Honor para Cáceres! ¡Orgullo incluso que así fuera!
Eso no quita que se haya consagrado como un gran estratega. Triunfó en todas las batallas que dirigió antes de Huamachuco, que también la teníamos ya vencida.
Si fue así, la pregunta que surge es: ¿entonces por qué perdimos casi todas las contiendas?
Por la impresionante maquinaria de guerra enemiga.
10. Cruzaron descalzos
Porque la potencia combativa de Cáceres frente a los ejércitos chilenos, a los cuales enfrentaba, era de veinte a uno. Y este fue el factor decisivo en la batalla de Huamachuco.
Este ejército sin provisiones, vestuario ni armas es sin embargo por su temple, su arrojo y su bravura el ejército de la dignidad para cualquier pueblo del mundo que se preciara de tenerlo; de valentía sin par, de ideales y utopías sin límites.
¡Y eso mismo debemos ser todos nosotros ahora y siempre!
Realizaron proezas de fábula. Vencieron caminos abruptos y empinados, gargantas estrechas cubiertas de nieve, con precipicios de vértigo.
Con frecuencia tuvieron que trepar inmensas escaleras de hielo.
Cruzaron descalzos y con vestidos hechos jirones la Cordillera Blanca subiendo por las lagunas de Llanganuco.
El camino es de piedras filudas, rojizas y escarchadas de cellisca.
Debían avanzar cerrando el camino para obstaculizar el paso de algún batallón enemigo que rondaba la zona y podía sorprenderlos.
11. Sin rabia, sin rencor, tranquilos
Se tuvo que escalar pendientes con agua helada a más de cinco mil quinientos metros de altura, en noches inclementes para arribar lo más pronto que se pudiera al callejón de Conchucos.
En este trance murieron 600 hombres enfebrecidos buscando a la tropa de Gorostiaga a quien lo encontraron en Huamachuco.
Este es un paso de desfiladeros de vértigo, de ríos encajonados, de barrancos pavorosos.
Todo fue adverso: la epidemia, los huaycos y las inundaciones. El 18 de febrero de 1882 en el cerro de Julcamarca una tempestad sepultó a 412 hombres de su tropa, reduciendo a menos de la mitad a los integrantes de un batallón.
Subir la cordillera blanca sobre las aguas de la laguna de Llanganuco costó 600 vidas, caminando sobre hielo o piedra cortante y helada; e ir tapando el camino, como ya dijimos.
¿Sabemos lo que ello significa para quien comanda a aquella gente?
Pero todo eso nos hace ahora seguros de los que somos: sin rabia, sin rencor, tranquilos.
12. Somos Cáceres
Todos ahora somos Cáceres, integrantes de un ejército de gloria. Sin complejos de inferioridad, sin sentimiento de culpa, convencidos de que moralmente ganamos aquella guerra.
Y porque si quieren robarnos es gracias a que somos ricos y tenemos.
Que podemos afrontar las circunstancias e inclusive las calamidades, dar ejemplos de valor, de sacrificio y heroísmo sin par. ¡Ese es el legado que tenemos!
Esa es nuestra sangre, todo ello ya está en nuestros genes, nervios, corazones.
Está probado que eso somos. Y esta es la conclusión genuina:
Está en nuestra corriente sanguínea esta proeza. ¡Somos eso! Pensar diferente es confundirnos. Cáceres ha de surgir de nosotros mismos cuando queramos.
Está en nuestras venas aquel ser aguerrido, visionario e inquebrantable.
Está en nuestro ancestro y se ratificó con Cáceres: que somos dignidad pura: ¡ése es el resultado lógico de esta historia! Que somos puro corazón. ¡Es nuestro el heroísmo sin límites!
Que somos pura ternura, unidos con el desposeído.
Y no es que fuimos grandes, sino: ¡que somos!
13. Esta tierra es sagrada y se la respeta
Reivindiquemos el valor, el coraje, como también la indignación y la rabia de los ofendidos.
Somos también amor fino, amor de mandolina; del bordoneo de una guitarra con la desolación en el alma.
Con él y por él tenemos el ejemplo sublime de cómo se defiende la heredad y el patrimonio.
Con él y por él sumamos entonces a la inmolación de los peruanos de Antofagasta, de Arica, de la Defensa de Lima, ¡la gesta de la Campaña de la Breña!
Para que desde entonces se haga más evidente que el ser peruano es sinónimo de honor, de ejemplo titánico, de gloria imperecedera.
La “Campaña de la breña” de Cáceres nos demostró para siempre a nosotros mismos, ¡qué es lo que verdaderamente somos, tenemos y valemos! Que somos nobles, sublimes e indoblegables.
Que estamos dispuestos a defender la sagrada heredad con nuestra vida y con nuestra muerte.
14. Lo que importa es la estela que nos dejaron
Esta tierra es sagrada y se la respeta. ¡Podrás vivir en ella, pero no mancillarla! Es sagrada porque miles y miles dieron la vida en defenderla.
Y eso ya jamás se olvida. ¡Y menos se negocia!
Cáceres y sus valientes son seres que valen para siempre, eternamente.
Pudieron perder una batalla y hasta la guerra pero no la diadema que orla su frente. Ni tampoco el alto designio que llevan para forjar su destino con gloria, y ser estrellas en el firmamento. ¡Nuestro valor así se hizo inextinguible.
No ganaron militarmente pero lo que importa es el sentido y la estela que nos dejaron.
Pudieron tener errores, pero lo cierto es que nos sirven como ejemplo y referencias inacabables.
Pudieron sucumbir ante leves tentaciones, lo cierto es que sobresalen sus virtudes, sus sacrificios, sus grandes desvelos y consagraciones.
¡Y qué cerca estuvimos del triunfo! Eso lo sabemos. Entonces solo nos queda pensar que, además de algunos lamentables errores, los naipes los teníamos cruzados y los dados vueltos al revés.
15. A él loor eterno
Cáceres es el guerrero insigne.
No le arredran los abismos, los barrancos, las soledades. ¡Ni lo incierto de la hora, ni las sombras!
Todo lo supera con pundonor y coraje. También las noches del alma.
Cáceres no desfallece. Hace de tripas corazón.
Asume lo aciago y lo adverso. Sostiene lo desgraciado y hace de ello un canto heroico e himno de victoria; no por los resultados sino por todo lo que en la brega alcanza a ponerse en juego.
De él es la emoción, la tragedia, la victoria; pero sobresale la pasión y el amor entrañable a la tierra que lo vio nacer.
De él es el amor y es el quebranto. De él el canto puro del huayno, de la teja extasiada y de la ojota que persevera.
A ti ¡loor eterno!
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