1. Lo que hemos
vivido
Querida mamá:
¡Leí un aforismo que dice que la sabiduría de vivir es el arte de forjarnos los mejores recuerdos! Y si es así, tú junto con papá han sabido plasmar en nosotros esas joyas y tesoros de la vida sencilla y en donde se encarna la sabiduría de vivir.
Y hasta en esto siento cómo una suerte y un privilegio inmenso que tú seas mi mamá. Y es que en días como estos de la mitad del mes de julio se me agolpan los recuerdos de lo que hacíamos.
Por supuesto que no son grandes acontecimientos ni espectáculos, ni celebraciones ni fiestas fastuosas, sino la vida más natural, simple y corriente. Y que es la verdadera maravilla cuando se la vive con cariño y consagración a lo noble de esta existencia.
Y que yace en la vida cotidiana que pareciera que no tiene grandeza y de lo cual no nos damos cuenta, pero que cuando la perdemos al correr de los años es lo que más nos conmueve y nos parece lo más dulce de lo que hemos vivido.
2. Grecas
y encajes
Así, algo que hacíamos estos días, que son al final de la primera quincena del mes de julio, antes que se erija el estandarte de la fiesta del Patrón Santiago en la Plaza de Armas, que es el 15, ¿qué es lo que recuerdo?
Que luego de merendar y arreglar la cocina subíamos todos al cuarto del segundo piso para avanzar confeccionando los vestidos que luciríamos en la fiesta del Patrón Santiago, y a terminar de hacer nuestros uniformes escolares para el desfile de las Fiestas Patrias.
Porque era en ese segundo piso en donde estaba la mesa de sastrería de papá, la máquina de coser frente a la ventana, y pegadas a las paredes las camas de dormir de quienes éramos los hijos, unos mayores y otros menores.
Mientras papá corta la tela de la cual se nos hará una camisa o un pantalón, o mientras arma la manga de un saco; tú compones y coses vestidos de mujer para vender a las muchachas del campo, que son las más bonitas, y que pasan por la puerta, y que lo adquirían porque se han quedado mirando ese prodigio de flores, grecas y encajes como alucinadas.
3. Se oye
el traquido
En realidad, no los vendíamos, sino que con ellos hacíamos canje o trueque; trocándolos por gallinas, chivillos o algún marrano tierno.
O, los cambiamos, tas con tas, con granos de las cosechas que los campesinos traen en sus rebozos, alforjas o quipes.
Para ello, todos juntos en el cuarto de arriba ayudamos a hacer algo, y cuando no cada uno hace sus tareas escolares.
Los hijos chicos ensartan el hilo en las agujas, envuelven retazos, soplan la plancha que hay que mantener encendida y caliente porque ella también nos abriga.
Otra ya tuerce el hilo y pega los botones.
Y los más grandecitos hilvanamos, hacemos bastillas, trenzamos el borde de los ojales. Mientras de rato en rato se oye el traquido esforzado de la máquina de coser.
4. Filo con hilo
dorado
También hacemos cristinas para la venta el día del desfile, y que los muchachos se lo ponen en la cabeza como parte del uniforme.
Entonces tus hijos tenemos que recortar cartulinas y hacer los rombos azules y rojos, forrándolos con retazos que juntamos. O bien con base de cartón y forrados con papel lustre.
O cosemos galones con tantos sutaches como distintos años de estudio tienen los muchachos.
Y confeccionamos escudos e insignias con bandas rojas y en el centro una blanca, bordadas en el filo con hilo dorado.
Para ello ponemos el número de la escuela pegado en el centro, con papelitos cortados.
A fin de lo cual abrimos la colección de hojas de almanaques y calendarios, que guardamos envolviéndolas en un paquete, cuyo rótulo en letra grande dice: «Manualidades».
5. Encender
la candela
Es así como en este, o en cualquier otro trabajo, nos coge y se hace sentir, como un galgo rabioso, el frío de la madrugada.
Porque, pasada la medianoche en Santiago de Chuco es hora densa, profunda y gélida.
Entonces tú y papá, para darse y darnos ánimo, se entusiasman y ambos dicen:
– ¡Hagamos ponche de chicha!
– ¡Ya, pues! ¡Hagamos!
Es la respuesta tuya entusiasta e ilusionada. ¡Cómo no va a ser si siempre eres así, mamá, animosa y que ve el lado bueno en todo!
Entonces te echas a los hombros tu pañolón y salimos a la cocina, que está afuere en el patio para encender la candela.
6. Las sombras
y el relente
Si no hay leña yo busco el hacha y alumbrado por un candil me pongo a rajar los troncos en el callejón de abajo.
Pero el frío atraviesa con sus cuchillos y tiritamos. Y saltamos encogiendo los hombros. Y nos frotamos las manos y el cuerpo para no quedar congelados.
Y mucho peor si es que ha llovido, cuando las cosas tienen en su superficie el frío de la helada y la escarcha en sus bordes.
A esa hora es una proeza hacer que el fósforo encienda. Y es hazaña mayor hacer que prenda en alguna astilla en esa madrugada en que todos los seres duermen.
Pero, ¡por fin! Se enciende una llamarada primero amarilla y después de un rojo intenso que arroja las sombras y el relente de la amanecida.
Entonces hervimos la leche, la vaciamos en la vieja ponchera de lata y al batirla espuma con la yema y la clara de huevo. Y luego tú le agregas la chicha desde el cántaro.
7. Cantar
del gallo
¡Qué manera, mamá, de hacerle frente a lo hosco e inhumano de la noche y a lo cruel del universo que rueda aterido hasta que amanezca!
¡Es feo el ponche de chicha, madre!
A mí no me gusta, aunque recién ahora lo confiese. Sin embargo, lo tomo con gusto, por lo tierno de la hora entre nosotros, los que quedamos en pie.
Y porque en realidad nos reanima en las tareas que estamos haciendo.
Pero, uno a uno van cayendo dormidos mis hermanos pequeños. Y los vamos acostando en sus camas de al lado, hasta quedarnos papá, tú y yo.
Sin decirnos, pero pensando los tres en Juvenal que está lejos, estudiando en Trujillo, pero que vendrá pronto para la fiesta.
Y así nos hemos puesto a trabajar ya en silencio hasta el primer cantar del gallo en la honda madrugada.
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