miércoles, 23 de marzo de 2022

VALLEJO Y YO - ESCRIBE ÁNGEL GAVIDIA RUIZ


 

VALLEJO Y YO

Escribe Ángel Gavidia Ruiz

No sé si a alguien le interesa algunas coincidencias y repercusiones del enorme poeta santiaguino con el transeúnte que soy y que esto escribe. Recuerdo a un declamador boliviano que nos visitara en San Marcos allá en los turbulentos setentas: No, no canto a mi dolor, decía, porque dolor de un solo hombre no es dolor que se proclame. Aunque Vallejo nos enseñó, junto a Gandih, que no hay desgracias ajenas y que cantando al dolor de un individuo se canta al dolor de la especie.

Pero volvamos al inicio. Mi encuentro con Vallejo se produjo muy tempranamente. En la niñez. Y me sucedía con sus poemas algo que después hallé escrito: que a alguna poesía no era preciso entenderla, bastaba con sentirla. Y yo, más que comprenderla, sentía la poesía vallejiana. Aun cuando, como es la intención de mostrar en este texto, había versos que calzaban inmejorablemente porciones concretas de mi periplo vital.

Mi primera infancia la viví al sur de la provincia de Santiago de Chuco, en una comarca muy hermosa, de nombre más bien modesto: La Yeguada. Pero solo había allí hasta segundo año de primaria. Entonces, a los nueve años, tuve que viajar a la capital de la provincia. En la capital, la pena se reprodujo en mi pecho con la fecundidad de las perdices. Extrañaba a mi mamá, a mi papá, a mi paisaje. Y, añorando desbocadamente mi tierra, deseando volver con toda el alma a la Yeguada , caminaba por la carretera hacia Cachicadán y en el cerro del frente en cuyo andén se asienta Chuca, se dibujaban unos “caminos blancos, curvos” por donde, con toda seguridad, iba “mi corazón a pie”. Mi corazón de niño. Mi madre tenía también un huerto , y la recordaba en él con una florcita roja muy pequeñita que tiene la forma de cartucho . Esta flor, muy común en la zona, tenía un pistilo tubular

con abundante néctar . Mi madre, gustaba poner esta florcita en su boca y con ella andaba durante tanto tiempo que probablemente al final de su faena saboreaba un “sabor ya sin sabor”.

Nosotros, como digo, vivíamos en la Yeguada. Todos los lunes llegaba a Mollebamba, la capital del distrito más cercano, el postillón trayendo cartas. Y a veces a nosotros no nos llegaba nada. Es decir “no había noticias de los hijos, hoy” o de los hermanos, o de los amigos o simplemente de los parientes.

Y ya en la adolescencia, cómo no establecer una empatía muy honda con ese Dios, que “como un hospitalario es bueno y triste; / mustia un dulce desdén de enamorado: / debe dolerle mucho el corazón”.

Mi adolescencia transcurrió en Trujillo en donde cursé la secundaria. Y ese “He almorzado solo ahora, y no he tenido/madre,/ ni súplica, ni sírvete, ni agua” lo viví muchas veces, así como sentí “El yantar de estas mesas así, en que se prueba/ amor ajeno en vez del propio amor,/ torna tierra el bocado que no brinda la/ MADRE”. Pero al final del año escolar, en diciembre, ¡qué nuestros estos versos¡ “Madre, me voy mañana a Santiago, a mojarme en tu bendición y en tu llanto./ Acomodando estoy mis desengaños y el rosado/ de llaga de mis falsos trajines”. Versos que aún llenan mi boca y seguirán llenándola no sé hasta cuando.

Mi carrera universitaria la hice en Lima. Y cómo no reparar allí, en la barriada, esa “cólera del pobre que quiebra al hombre en niños,/ que quiebra al niño en pájaros iguales,/ y al pájaro después en huevecillos”. Cómo no llenar el corazón de un socialismo casi intuitivo y, con él, de justa cólera. Cómo. Y cuando cae Velasco pero antes Allende, qué buenos esos versos de España, aparta de mi este cáliz, qué admirable ese Pedro Rojas “ de Miranda de Ebro, padre y hombre, marido y hombre,

ferroviario y hombre,/ padre y más hombre”, al que “registrándole, muerto, sorprendiéronle/ en su cuerpo una gran cuerpo, para/ el alma del mundo,/ y en su chaqueta una cuchara muerta.

Cuando hice mis primeros poemas, digamos, los presentables, cogí un manojo de ellos y los llevé a mi profesor de psiquiatría y vallejófilo convicto y confeso, el Dr. Max Silva Tuesta. Uno de los poemas decía: Hoy que lo más lejano de todo lo lejano/ llega hasta mí y me ama,/ hoy que tu ausencia en su siembra de rosas congeladas/ abre surcos sangrantes,/ hoy que me falta el alma y más que el alma,/ mi verso, que fue tierno, se endurece, / coge su piel de lobo/ y reclama a la roca sus entrañas,/ mi verso a trote largo se va/ con la noche y el viento/a las montañas. Max Silva me dijo que quien leyera ese poema no iba a pensar en Ángel Gavidia sino en César Vallejo y el santiaguino ya tenía muchos lectores pensando en él. Después leí algo como que la poética de Vallejo frecuentemente hacía discípulos mientras que la de Neruda, compañeros de ruta o algo así. Y más seguidamente me llegó una entrevista del cantautor cubano Silvio Rodríguez que se lamentaba ante Nicolás Guillén el hecho de que muchos críticos resaltaban la influencia de Vallejo en sus letras. No te preocupes le dijo el autor de “Sóngoro cosongo”, uno tiene la influencia que merece…

Queda en el tintero Paco Yunque y Servando Huanca . Queda una idea, un pedido, de que se convoque a los mejores escultores del mundo para hacer dos estatuas, una de Paco Yunque y otra de Servando Huanca. Que la calle en donde se halla el “Centro Viejo” donde estudió el poeta siga llamándose Paco Yunque y que se convierta en un lugar visitado por todos los niños de la tierra y que esos niños traigan almácigos de algún árbol de sus lares de origen con miras a lograr, en Santiago, en esa calle, una alameda que seguramente se prologará más allá del pueblo. Después de los

árboles vendrán los pájaros. No nos preocupemos por ellos. Y en cuanto a la escultura de Servando Huanca, esta debe ser un obsequio de Santiago de Chuco al pueblo de Quruvilca, tierra que contribuyó en la poesía y en la narrativa de nuestro vate aportando vida , mineral y forajido dolor, es decir, literatura. Me refiero al poema “Los mineros salieron de la mina” y a su única novela “ El Tungsteno”. Finalmente, quiero hacer el pedido de que se le devuelvan sus viejos nombres a las calles de Santiago, que, en un muy discutible vallejismo, fueron reemplazados por el nombre de las obras del vate; excepto, claro, la calle Paco Yunque, y que se trate de conservar al pueblo, con la misma devoción y esmero con que sus autoridades y pobladores conservan Stratdford upon Avon, la tierra de Shakespeare o Hannibal la de Mark Twain, que pueblos consagrados al recuerdo de tan ilustres hijos. Pero hay algo más en Vallejo y mi circunstancia vital, especialmente en estos momentos. Para ser más exactos, en la vida y conciencia de los peruanos de estos tiempos: “¡Y si después de tantas palabras,/ no sobrevive la palabra!/ ¡Si después de las alas de los pájaros, / no sobrevive el pájaro parado!/ ¡Más valdría, en verdad,/ que se lo coman todo y acabemos!”.

Trujillo, 16 de marzo del 2022.



 

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