EL CÍRCULO
Escribe Ángel Gavidia Ruiz
Era por este mismo tiempo. Es decir, tiempo de lluvias allá en la sierra, en el caserío. Era el día del retorno. Ese día amarrado a su noche. El ajetreo. Ese espacio de turbulencia espiritual en donde la despedida hacía zozobrar el agua que, en otro momento, pudo correr fluida, tranquilamente por el lugar de los afectos. La despedida.
Mi padre no dormía. Pasaba la noche revisando los aperos, dando de comer a los caballos y escribiendo cartas y cartas para los familiares asentados en la capital. Mi madre a las cuatro de la mañana ya estaba alimentando con gruesos leños el fogón para el caldo de rigor. A las cinco bajaba yo del dormitorio. Mi padre me daba las últimas recomendaciones que siempre fueron las mismas, mi madre me servía el humeante potaje en un plato hondo y el caballo, ya ensillado, esperaba en la puerta. Todo estaba listo. Pero ¿cómo contar ese ardor en el pecho, ese hervor especial, ese desasosiego triste ante la inminencia de la partida?
Tratábamos de conservar la calma. De descubrir buenas señales como el canto de algún pájaro asociados con la buena suerte y hasta el inofensivo tránsito de una arañita por la mesa. Intentábamos estirar el tiempo, pero ya no era posible sin que se rompiera el plan. Entonces llegaba el adiós.
Hoy que debo despedir a mis hijos se repite la historia. Algo cambiada pero, como dice Silvio Rodríguez, es igual. Ya no son los caballos. Ahora es una convocatoria al taxi por celular. Ya no son los caminos de herradura, ahora son los aires. Ya no es el riesgo de la tempestad, ahora, solo, el cielo nublado. Pero, créanme, es el mismo hervor de pecho, la misma agraria tristeza de esos años, que, aunque hace varias décadas la experimenté como hijo, ahora la siento multiplicada como padre. El círculo.
Trujillo, 2 de enero del 2022