Danilo Sánchez Lihón
1. El orden
de las cosas
Cuando aquel amanecer nos llevaron a Juvenal y a mí a conocer a la bebita que había nacido en nuestra casa y en el seno de nuestra familia, papá se acercó tanto a ella para hacerle un arrumaco cariñoso que ella alzando la manita le cogió de los cabellos, tan chiquita como era y tan curiosa como había nacido.
Desde entonces Rosita se hizo la reina de la casa, llegando a ser desde muy tierna la única que podía corregirle y hasta cantarle las verdades a papá, de manera directa y sin ambages.
Hecho que jamás nos hubiéramos atrevido a intentar nosotros, ni siquiera mi mamá, ni mi hermano mayor. Ni mucho menos yo. Ni nadie sería capaz de un atrevimiento semejante en este dolorido mundo. En primer lugar, no sabíamos cómo entendía tanto y tan bien los asuntos y sufrimientos de esta vida, y acerca del orden particular que tienen las cosas.
Tanto que nos sorprendía por su ingenio, por su descubrimiento y sagacidad. Y sobre todo de cómo captaba las penas que atenazaban a cada uno de los seres humanos; y que son pozos, en los cuales a veces estamos sumergidos sin tino ni desatino para reaccionar.
2. Noche
de luna llena
Así, cuando aún no tenía edad para ir a la escuela se abrió un jardín de Educación Inicial a cargo de unas señoritas de quien me acuerdo su apellido: Paredes, solteras, ricas y de un buen corazón; quienes transformaron su casa para recibir a niños y en donde mi hermana, igual que en nuestra familia. Y ahí también, a su escasa edad, ayudaba como si fuera una profesora más. Y cada día llovían las felicitaciones.
Allí recibió un premio por ser la única bebita que pudo contar el argumento de la película de Laurel y Hardy, el Gordo y el Flaco, que la camioneta de “Mejor Mejora Mejoral” proyectó una noche de luna llena en la torre blanca del campanario en una esquina de la Plaza de Armas de Santiago de Chuco, donde se magnetizaba la gente.
Era cine abierto y gratuito que mirábamos todo el pueblo de pie, resonando solo en el aire de la noche silenciosa las voces que salían de la película, pero también el rodar de la cinta en la máquina puesta en el techo de la camioneta.
Mientras, entre rollo y rollo que se cambiaba, caminábamos hacia las tiendas con sus puertas de par en par alumbradas con candiles, velas y lámparas a kerosene, a fin de comprar ahí caramelos, cucuruchos de arroz y de maíz, turrones y otras golosinas.
3. Compasivos
entre nosotros
Sin embargo, muy pronto su estatus de reina debido a su gracia y a su perspicacia, de todos modos, se vio afectado y hasta se derrumbó, por la devaluación del sueldo de maestro de papá. Fue una medida concebida de golpe por el gobierno oligárquico de Manuel Prado Ugarteche, cayendo el presupuesto a niveles ínfimos.
Y nos vimos en estrecheces sin cuento, porque ya éramos una familia numerosa, pese a que nuestro padre nunca gastó un solo céntimo fuera del hogar, ni menos en banalidades. Ni jamás en una sola cerveza. Entonces el abriguito verde de mi hermana al cabo de dos años ya no lucía nuevo, ni sus zapatos ni su faldita de franela.
Y casi toda nuestra ropa era zurcida. Y si a las medias se les hacía hueco teníamos que hacerle un remallado con el hilo más parecido que se tuviera. Y si no lo había no importaba. Yo he zurcido mis medias marrones con hilo blanco, utilizando como base para simular el pie con un checo o calabaza
Entonces, ella ya no era la niña feliz, cantarina ni vivaracha, porque mi madre era a ella a quien le confiaba todas sus cuitas, escaseces y desventuras de esta vida. Que las hay y son muchas así seamos cariñosos y hasta compasivos entre nosotros mismos.
4. Huellas
imborrables
Porque los demás hijos de la familia éramos varones, principalmente los mayores, y no nos ocupábamos de lo que pasaba en la cocina de la casa, salvo ella, mi hermana, que era mujer. Y por serlo era confidente contertulia y paño de lágrimas de mi madre.
¡Donde había días que no teníamos alimentos para cocinar! Entonces ella cogía su canastita a fin de no ver triste a mamá. E iba a pedir a mis tías ricas. Y a mi abuela Rosa, que ella sí los tenía en abundancia, y en donde se daban grandes fiestas.
Y allí ocurrió lo que tenía que ocurrir, que lo he contado en otro lugar y por lo cual mis hermanos me llenan de reproches. Pero yo les explico la razón de por qué lo hago. Y es que en el fondo encuentro en esos pasajes mucho valor, coraje y moral, para nosotros y los demás que ojalá se lo sepa percibir.
También, porque encuentro que conectando con ello se puede extraer sabiduría y llegar a ser seres sensibles, conscientes y compasivos. Y para que se tome en cuenta que todo trasciende a través de la mirada de un niño, en quien se dejan huellas profundas e imborrables. Y que por eso no los desestimemos.
5. Las flores
más hermosas
Por eso yo a Rosita, mi hermana, la recordaré siempre con su canastita de maíces y papas ya florecidas, que mi madre mandó a devolver a la casa de mi abuela, su mamá.
Y que fue el motivo para que mi madre y mis hermanos dejáramos nuestro pueblo, Santiago de Chuco, adónde ahora yo voy infaltable y deambulo sus calles deteniéndome ante cada muro o conjunto de piedras y dejo que mi memoria repase lo que allí me ocurrió, con el corazón desgarrado, pero también, a veces, henchido de emoción.
Pero que es cuando me acerco con disimulo a rezar en la tumba de mi abuela Rosa, cuyo nombre lleva mi hermana, y a ponerle las flores que encuentro por aquel camino y altozano. Que casi siempre son capullos silvestres, pero para mí los más hermosos por sus colores estallantes, tanto que parecen carmines por lo intenso, y que son de diversos matices.
Y la consuelo en su aflicción, porque la imagino triste, ella que era dueña de este mundo.
Y cuando regreso me despido de mi pueblo llorando por dentro, tal como sollocé en esa sala lóbrega y fría cuando mi hermana Rosita nació y que también he contado en otro texto.
6. ¿Qué hubiera
sido de mí?
Ahora, mi hermana Rosita es como una segunda madre para mí. Así, en el Capulí donde se integró, viniendo desde los Estados Unidos en donde reside, nos dio alcance en Trujillo, justo en el momento en que nos embarcábamos para la ciudad de Guadalupe.
Y fue con nosotros, pese a que había allí la amenaza del dengue, estando atenta para que yo me untara con el repelente a fin de espantar a mosquitos y zancudos.
Fue gracias a ella que recuperé en Angasmarca mi cartera que había extraviado y que yo di por perdida, siendo que la había olvidado en el asiento del ómnibus en el cual viajamos. Yo pregunté en la agencia y no me dieron razón de ella. El chofer al hacer la limpieza la había recogido y la tenía en un lugar visible. Mi hermana esperó el regreso del vehículo, preguntó y la devolvieron intacta.
En esa cartera tenía mis documentos personales y dinero, que no sé qué hubiera sido de mí sin ella. Y así en muchas situaciones siempre está atenta y me salva la vida.
7. Se hundió
en su pecho
Hoy día es su cumpleaños y voy a contar algo que ella no sabe ni lo recuerda porque es un hecho mínimo, aunque para mí muy significativo. Además, porque era muy chiquita cuando ocurrió, quizá apenas de cuatro o cinco añitos.
El hecho es que nuestro padre, que para mí fue un hombre sabio y ejemplar, jamás nos compró regalos ni para Navidad ni para el día de nuestro santo o aniversario. Era sobrio, austero y en todo esencial. Pero la única vez que llegó con algo que ostentó como un presente, fue un día como hoy, 3 de julio, viniendo directamente de su escuela a nuestra casa, para almorzar todos juntos. Lo vimos entrar jubiloso y sonriente por el zaguán, con su terno claro y corbata floreada. Y con su sombrero de paño ya en la mano. Y dijo, pleno de orgullo, candoroso y exultante:
– ¿Dónde está mi hija? ¡Ah, aquí! ¡Te traje un regalo, hija mía, por el día de tu cumpleaños!
Nos sorprendió alegremente este hecho inusitado. ¿Qué era el regalo? ¡Una naranja!, que papá puso en el lado de la mesa donde Rosita se sentaba, y antes de tomar asiento enternecido. Ahora bien, ¡fruta es lo que nunca faltaba en nuestra casa! Pero esta naranja que extrajo y puso allí, sobre el mantel de lino blanco, nos pareció espléndida, luminosa y estallante, la combinación del amarillo casi rojizo. Y, sobre todo, la figura amable, servicial y de ofrenda, como tiene toda naranja. Hecho que nos conmovió a todos. Corrió mi hermana a sus brazos, se hundió en su pecho y se echó a llorar.
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