miércoles, 29 de julio de 2009

NECESITO UN CABALLO

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Por: Eduardo Martin Cerrate
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Hace tres horas aproximadamente que se ha iniciado el día 1º de septiembre del año 1982, nos encontramos en Chiquián celebrando las fiestas de nuestra patrona y benefactora Santa Rosa de Lima; el día anterior habíamos bailado, comido y bebido hasta muy tarde y en consecuencia las tres de la madrugada para nosotros era momento de reposo y recuperación de energías.
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Estamos en la casa materna, en Quihuillán, calle Comercio 2ª cuadra. La casona es antigua con un portón grande que al abrirse las dos hojas, permite el ingreso de animales con carga e inclusive jinetes a caballo a través de un ancho pasadizo que termina en una sala amplia, techada, que da frente a un jardín plagado de rosales, pensamientos multicolores, cartuchos, gladiolos variopintos, plantones de manzanos y de blanquillos, algunos surcos donde afloran zanahorias, cebollita china, culantro, lechugas y una que otra mata de nuestro infaltable chinchu. A ambos lados de la sala se habían acondicionado habitaciones para descansar; en esos momentos yo me encontraba durmiendo en el cuarto del lado derecho. La abuela Emiliana hacía varios años que había fallecido y mi madre no se encontraba en Chiquián, mejor dicho yo era el único habitante en “la gran mansión”. De repente entre las profundidades de mis sueños escucho murmullos y la puerta de mi cuarto que se abre violentamente.
- ¡Aquí está!...¡Aquí esta!, grita una voz y yo entre dormido y despierto empiezo a incorporarme en el lecho cuando una potente luz me enceguece, los murmullos se acrecientan dentro de la habitación y un brazo me toma por la espalda. -¿Qué pasa?... ¿Quiénes son?... ¿Qué desean?..., mis palabras salen atropelladamente y trato de incorporarme totalmente, pero el que me abraza me retiene y saluda.
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- Eduardo,... ¡hermanito! estamos visitándote para que nos acompañes esta tarde en la entrada -y me alcanza una copa con dos buenos tragos de chinguirito bien caliente que yo ingiero rápidamente y trato de pedir explicaciones, pero detrás de él ya está otra persona que no llego a distinguir por la luz que me sigue alumbrando a la cara y he allí que me alcanza otra copa con otra dosis de esta bebida tan típica en nuestra tierra.
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- Sírvete! ... sírvete!... Ishcayta Nahuin (dos son mis ojos) -me dice alegremente y ya totalmente despierto de un sorbo seco la copa.
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- Soy Patuco, hermano y estoy viniendo a invitarte para que nos acompañes esta tarde en la Entrada -me dice el que me tenía abrazado y yo ya más calmado y repuesto, sólo atino a decirle:
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- Cómo han entrado si yo dejé las puertas con cerrojo –eso no me preguntes, porque yo mismo no sé como lo han hecho mis ayudantes, pero yo entré por la puerta del zaguán.
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- ¡Chau hermano!... - y como entraron, se retiraron.
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Con cuatro buenos tragos de chinguirito, mi cuerpo, que si bien es cierto se encontraba abrigado dentro de la habitación, empezó a calentarse mas todavía y mi cabeza me anunciaba excesos de alcohol. Dentro de esa casi embriaguez me puse a analizar los acontecimientos en medio de la oscuridad en la que me dejaron. Efectivamente, el Capitán de la fiesta don Patrocinio Allauca, que era el que me había abordado en mi propia cama, esa madrugada al igual que el Inca y su Rumi Ñahui, estaba en el Shogacuy y ambos, cada uno por su lado, visitaban las casas de sus amigos y simpatizantes, para en la tarde los acompañen en la Entrada. Esa tarde el capitán, y sus huestes tratarían de capturar al Inca, el mismo que sería defendido por su ejército formado por el Rumi Ñahui, las pallas y los amigos que estaban siendo visitados esa madrugada.
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No recuerdo en qué momento y cavilando no sé qué, me volví a quedar dormido; pero ya en la mañana al despertarme y levantarme se me vinieron de golpe los hechos ya narrados. -"Ahora que hago", me dije en silencio, Patuco personalmente me ha invitado para acompañarlo y no tengo caballo.
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Hice mi aseo personal y como no había nadie en casa me fui al mercado a tomarme un caldo de cabeza. En el camino me encuentro con don Elí Castillo y preocupado le pregunto.
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- Don Elí, un favor.

- Si Cerrate -me contesta.

- Quizás Ud. sepa quién me puede alquilar un caballo para esta tarde, fíjese que esta madrugada, no sé cómo, pero Patuco entró hasta mi cuarto para invitarme a acompañarlo en la Entrada.

- Estos muchachos son buenos, seguro han entrado trepando la pared del corral, porque de otra forma ¡cómo!, salvo que dejaras tu puerta sin tranca.

- No, don Elí, yo recuerdo que puse bien el cerrojo, mas bien cuando ellos salieron, juntaron la puerta y me quedé medio mareado ni me acordé y me dormí ahí nomás... Bueno, pero lo que le pregunté, es que si conoce a alguien que me pueda alquilar un caballo.

- Acá difícil, ya no hay buenos caballos y los pocos que quedan deben estar comprometidos con los funcionarios, mas bien en Huasta puede conseguir, allí también son aficionados, vaya por allí y pregunte por el negro Justo Valdéz, él tiene varios animalitos.

- Gracias don Elí, ahí nos vemos.

- Ya Cerrate -se despide.

Terminado mi desayuno en el mercado, seguí indagando por la posibilidad de encontrar un caballo disponible. Como la mañana avanzaba y no había nada positivo, partí a Huasta en una camioneta con la que me movilizaba por la zona (en esa época me encontraba trabajando la mina Aída, de propiedad de la familia Roque, en las alturas de Pachapaqui). Al llegar a la población me informaron que don Justo vivía en Pampam, en la parte baja; finalmente, luego de varias averiguaciones llegué a una casita de Pampam, en cuyo patio se encontraba ensillado un caballo alazán tostado, tamaño medio y recién herrado.

-Don Justo! -grité, al tiempo que tocaba la puerta del zaguán.

-¿Quién? -me contesta una voz masculina desde adentro.

-¡Yo! -respondo, (mientras me pregunto a mí mismo “quien yo”)

- ¿Si? -me inquiere un hombre de mediana altura, flaco, enjuto, de piel oscura, al tiempo que abre la puerta.

- ¿Don justo?

- Si, ¿qué desea?

- Esta tarde es la Entrada en Chiquián y necesito un caballo para poder acompañar al Capitán.

-¡Ah!, pase, tome asiento -me invita señalando un banquito hecho con un trozo del tronco de la Puya, hermosa planta dada a conocer al mundo por el sabio Raimondi.

Me senté y empecé a explicarle quién era yo, de los motivos de mi solicitud; en fin, que necesitaba uno de sus caballos, tan mentados en la zona. Él sonriente y algo adulado me dice.

-Allí tengo algunos animalitos, y hoy tenemos que estar en la Entrada, está bien, le alquilaré uno.

-¡Gracias! -le dije entusiasmado, sobre todo por el bonito alazán tostado que tenía en el patio, no era para menos.

Acordamos el precio del alquiler y convenimos que me llevaría el animal por la tarde y que lo espere en la casa, que no me preocupara. Ya tranquilo, regresé a Chiquián, guardé el carro y busqué a los amigos para comentarles los hechos y los preparativos que estaba haciendo para acompañar a Patuco. Como era la primera vez que iba a estar en la Entrada, me averigüé lo que debía de hacer, cómo me tenía que prevenir; así pasaron las horas entre la desesperación y la emoción.

A las tres de la tarde los cohetes anuncian la salida del Capitán de su casa, junto a su comitiva y amigos rumbo a Quihuillán, donde se iniciará la Entrada que debe concluir con la captura del Inca en el campo de Jircán.

En la puerta de mi casa, me encontraba tomando unas cervezas con unos amigos, esperando la llegada del negro Valdez, cuando vemos pasar al capitán, don Patrocinio Allauca y demás acompañantes, sofrena al caballo, un moro de orejitas inquietas, con enfrenadora trenzada y adornada con piezas de plata.

-¡Qué pasa hermanito!, ¿no nos vas acompañar?.

-¡Claro que sí Patuco!, estoy esperando el caballo que me traen desde Pampam, para estar contigo, allá te alcanzo -le digo, mientras le doy una botella de cerveza y brindo con él, augurando la captura del Inca.

- ¡Salud! -me contesta –y no te preocupes, el Inca de todas maneras cae - me dice -y todos reímos de la ocurrencia -te esperamos -finaliza devolviéndome vaso y botella, y continúa su camino seguido de la tropilla de jinetes y la banda de músicos.

Mientras tanto el tiempo pasa y el negro Valdez nada. Vemos pasar al Rumi Ñahui por delante, seguido de sus pallas con sus faldas y pañuelos multicolores al viento, rodeando al Inca que avanza sereno, más atrás el conjunto de cuerdas y toda una multitud de paisanos que a pie lo acompañarán en esta “guerra de caramelos”, como yo lo llamo y que anualmente se reedita en una costumbre ancestral.

Como dije líneas arriba, era la primera vez que participaba de esta recreación y creí necesario tomar mis precauciones: “Dicen que tiran huevos, tomates, también tiran manzanas, hay caramelos que pueden romperte la cabeza”. Con todos estos comentarios, debajo de los pantalones me forré las piernas con cartones, igualmente bajo la camisa tanto en el pecho como en la espalda, me forré con cartones. Me conseguí un casco de esos que usan los mineros, un abrigo largo y una bufanda que me protegía la cara y la nuca.

Ya empieza a sentirse el movimiento de la gente, señal que va a comenzar el evento y el negro Valdéz ¡Nada!, y yo con toda esa ropa encima, parecía un robot que apenas podía caminar, sudando a cántaros.

De pronto varios cohetes se elevan, ¡pum!....¡pum! ...¡pum! retumban en el cielo dejando copitos de nube en cada lugar donde explosionan y de donde se ven caer las varillas de carrizo que les sirviera de guía. Se ha dado inicio a la Entrada, y la banda de músicos lanza sus melodiosas notas al viento animando a los de a caballo a avanzar, mientras los de a pie defendidos por largas varas de maguey atravesadas a lo ancho de la calle impiden que la tropa del Capitán los arrolle y van retrocediendo poco a poco, mientras el conjunto de cuerdas los anima musicalmente a defender sus posiciones. En toda esta trifulca los caramelos y demás elementos “de guerra”, cruzan por los aires tratando de alcanzar a los del bando contrario.

Mientras esto acontecía, yo parecía un atribulado padre en la maternidad esperando el nacimiento de su hijo: entraba a la casa, salía al zaguán, "ese desgraciado ya me engañó"!,... la masa humana avanzaba lentamente, acercándose poco a poco al portón de la casa. De pronto por la otra bocacalle escuchamos el paso amblado de un caballo, cuyos cascos resuenan en el empedrado de la calle, dobla la esquina.

- Ahí llega! -me grita uno de los amigos que me acompañaba. Efectivamente, era el negro Valdez que llegaba apurado, se baja del zaino y se me acerca.

- Disculpe Ud., me demoré un poquito porque no encontraba a la yegüita, se había salido del pasto, pero de todas maneras aquí está.

Y efectivamente, me entrega “una yegüita” de color indefinible, que apenas llegaba al metro veinte de alzada y para colmo, preñada muy próxima a parir.

Miré al esperpento de animal, miraba al negro Valdez, miraba a los amigos que también me miraban; cuál sería mi expresión que señalándome con el índice se reían, primero un tanto temerosos y luego a carcajada abierta.

- ¿Esto me vas a dar? -casi gritando me dirigí a Valdez, mientras miraba su bien ensillado alazán.

- Es lo que me queda, los demás ya los tenía alquilados.

- ¿Y ese alazán en el que vienes montado?.

- ¡No!, ese lo he preparado para pasar mi fiesta, no se lo doy a nadie.

Me encontré en la encrucijada: ¿salgo con esto? ¿no salgo?. pero ya le prometí a Patuco acompañarlo. Estaba en estos cavileos, cuando me vuelve a la realidad la voz del negro Valdez:
– Págueme de una vez, y salgamos de aquí, que ya se acerca la gente.

Y entre risas y bromas de los amigos, pagué lo acordado y subí al animalejo. Valdez, retornando por donde vino, haciendo caracolear su alazán, a la distancia me grita:

- En Jircán me lo entrega, al terminar la Entrada.

Yo, montado en “la yegüita”, con casco, bufanda y abrigo, que parecía un gnomo cuyos pies casi llegaban al suelo, al paso cansino del animal avancé hasta la bocacalle por donde desapareció Valdez, para esperar que pase la muchedumbre y finalmente poder acompañar al Capitán, al amigo Patuco.

Epilogando esta experiencia, concluyo el relato con el recuerdo de “Chico” y “Altamar”, dos potros, el primero un castaño terciado y el segundo un alazán tostado de primer tamaño, que con el tiempo adquirí en la costa y los llevé a Chiquián, donde por varios años lucieron su estampa y permitieron resarcirme de los ingratos momentos, que hoy, ya sonriente me permito dar a conocer.
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Fuente:
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Página Web del Club Chiquián
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http://clubchiquian.multiply.com/
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Paisanos: Celia Chávez Araujo de Aranda, Eduardo Martin Cerrate, Félix Víctor Rivera Anzualdo y Román Grimaldo Ibarra Damián. Nuestras oraciones por el alma buena de nuestro hermano Carlos Lara Márquez. Que Dios los bendiga.
Nalo





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