lunes, 4 de mayo de 2009

EL REGALO


Por: Jorge Vásquez Veramendi

Nunca supe de dónde la trajeron; sólo sé que llegó a Chiquián en el camión de don Segundo Robles. Aquel día la desembarcaron junto a siete briosos corceles. Yo tenía ocho años y estaba con mi abuelo durante el desembarco. Siempre quise tener un caballo así.

-Abuelito, quiero que me regales la yegua que están bajando.

-Bueno, es tuya hijito.

-Gracias papito.

-Ah, pero con una condición.

-Haré lo que me ordenes abuelito.

-Que la cuides bien y ayudes a amansarla.

-Trato hecho papito.

Todos los días me levantaba temprano para llevarle chancaca y zanahorias. Antes de darle le silbaba y me acercaba despacio, hablándole en voz baja para ganarme su confianza. Al principio me tenía miedo y salía corcoveando. Con el tiempo se fue acostumbrando y ni bien silbaba, ya estaba a mi lado, estableciéndose entre ambos un fuerte vínculo.

Cuando cumplió la edad para domarla…

-Bueno hijo, mañana amansaremos a tu yegua, alístate que iremos a las diez en punto.

-Ya abuelito.

En el potrero la llamé y se acercó, pude sentir su respiración y ver su mirada inquieta, le puse la soga al cuello, estaba nerviosa pero aceptó. Una vez emplazada en la parte más plana, mi abuelo le dio vueltas en circulos; tenía mucho vigor la Morocha, se paraba en dos patas, quería escaparse en cada vuelta, mas las fuertes manos de mi abuelo se lo impedían. Después de una hora y media de entrenamiento la soltamos completamente sudorosa, me dio una mirada y corrió a campo traviesa con la cola levantada y la cabeza en alto.
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-Será una buena yegüita hijo.

-Sí abuelito, gracias...

Todos los días teníamos que trabajarla hasta que llegó la hora de montarla. Fue difícil acostumbrarla a la montura, recuerdo que el primer día mi abuelo ensilló a la yegua más mansa y a la "Morocha", así la bauticé el primer día que la vi. Pensé que iba acompañar a mi abuelo montando a la mansa, pero me equivoqué.

-Como tú eres el dueño de la yegua, tú la amansas.

-Pero no sé amansar

-Tendrán que aprender los dos.

Le puso unos tapaojos y me obligó a montarla, la yegüita se movía de un lado para el otro hasta que se calmó. Me entregó las riendas y mirando que mis pies estén dentro de los estribos, me dijo:

-Con la mano izquierda aprieta la rienda y con la derecha agárrate de la montura para que no te caigas, solo hasta que se acostumbre, porque esa mano tiene que estar suelta para agarrar el chicote, saludar a la gente o sacar el arma cuando estés de cacería.

-Ya abuelito.

-Y no tiembles que yo la tendré sujeta con una soga, mientras voy delante.

Una vez que mi abuelo montó la otra yegua, me pidió que levante los tapaojos y cuando lo hice, la Morocha comenzó a corcovear, pero mi abuelo emprendió la marcha. Ya cuando estábamos por la casa de la familia Lara, en la periferia de Chiquián, salió ladrando por un pasadizo un perro negro, la yegua se encabritó y caí sentado al piso, creo que me golpee el huesito de la alegría porque no sabía si reír o llorar.

-¡Ya déjate de majaderías!

-Pero me duele abuelito.

-Monta de nuevo, ya que si no lo haces el animal tomará "maña" - y no tuve más remedio que montar.

Bordeamos el pueblo por la carretera, cabalgando sin problemas por la antigua planta electríca de Umpay, mas llegando a la altura de Chicchó vi que asomaba un camión minero por Caranca, ¡huy! ¿y ahora que hago?, me pregunté. Frené el trote de la Morocha esperando que el carro pase despacio, pero este aceleró y la yegua salio corcoveando, motivando que me caiga, dislocándome el antebrazo. No sé quién ayudó a mi abuelito agarrar a la yegua. Yo tuve que ir rápido donde el señor Muchqui Valerio para que devuelva mi articulación a su sitio antes de que se enfríe.

-Aguanta, aguanta, eres varón, los hombres nunca lloran.

-Sí don Valerio...

A los pocos meses ya estaba bien domada la Morocha, su cuello era tan dócil que cuando la jalaba para uno de los lados, besaba suavemente el estribo, hasta podía guiarla con una cinta.

Una vez por semana la bañaba a orillas de la acequia de Yarush sin tener que lazarla. En el potrero la montaba a "pelo" (sin montura) y corríamos de pirca a pirca, tanto que tenía matado (con llagas) el trasero, pero no me importaba, porque era feliz. Hasta que llegó el primero de setiembre, la fiesta de Santa Rosa estaba en todo su apogeo, y mi abuelo me dice:

-Tráeme a la Morocha, le pondremos su terno de plata, quiero que te luzcas en la Entrada.

-¡Gracias papacito lindo!

Salí corriendo con mi soga al hombro. La rasqueteamos, bañamos y le pasamos un unguento por su pelaje para que brille más. Una vez ensillada, me cambié de ropa y la saqué a pasear. Trotaba toda fachosa por la calzada, ambos estábamos felices, hasta que mi abuelo me llamó:

-¡Apéate hijo! -le hice caso, algo intranquilo.

Un señor, a quien no conocía, la montó y después de dar un paseo por el pueblo retornó, bajó de la yegua y entró a la casa a conversar con mi abuelo. Al cabo de unos minutos salió a la calle, montó y se fue con la Morocha al galope...

-¡Abuelo!, ¡abuelo!, ¡abuelito! se llevan mi yegua…

-Si hijito, la he vendido

-¿Cómo abuelito?, pero si me la regalaste.

- No llores hijo, ya compraremos otra.

Mordiendo mi cólera y bebiendo mis lágrimas, con la impotencia de un niño le dije:

-¡No quiero que me regales nada, nada, nunca, nunca, nunca!
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***

No volví a verte más, Morochita del alma, pero donde estés, quiero que sepas que vives y vivirás por siempre en mi recuerdo.
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