sábado, 23 de marzo de 2019

MI VUELTO, CARAJO, MI VUELTO - POR MELACIO CASTRO MENDOZA (PERÚ / ALEMANIA)


MI VUELTO, CARAJO, MI VUELTO

Autor: Melacio Castro Mendoza (Perú/Alemania)

De no haber sido yo mismo, señoras y señores, a quien le sucedió lo que les voy a contar, diría que cuando la gente habla sobre lo que me sucedió, miente. Vean ustedes, resulta que como chofer del microbús que suelo arrendar a una empresa para ofrecer mis servicios turísticos a Kuélap, un fenomenal testimonio arqueológico que nadie sabe si fue una fortaleza o un centro de culto de los viejos Chachapoyas, quedé casi mudo al ver subir a mi vehículo a un burro, una borrega y un perro. A punto de echar del vehículo al raro trío, me frené. Campantes, tomaron asiento entre las gringas y los gringos, gente a quienes por el color azul o verde de sus ojos, y por su piel blanca, nosotros llamamos los Mushos.

Al frenar mis intenciones de echarlos, me dije: «José Llaja Soplín, cálmate: el burrito pardo, la borreguita blanca y el perrito chusco color vino, son los únicos peruanos que van a prestarte compañía en el microbús. ¡Ellos son la peruanidad junto a la extranjería de los Mushos!». Cediendo, pues, a mis ganas de echarlos, me puse al mando del timón y de los pedales de mi alquilado microbús: mi único instrumento de trabajo. Resulta, señoras y señores, que fuera ya de la ciudad de Chachapoyas, a la altura de Maino, a unos 2850 metros de altura, el burro alzó la voz, y me mandó a parar.

¡Bajo, bajo! —dijo.—Agregó, luego:—Tome, señor, el valor de mi pasaje. ¡Cóbrese, cóbrese, señor!

Burrito caballero, buen peruano él, me entregó un billete de diez soles. Con gusto, le devolví su vuelto. Lleno de simpatías por su amabilidad, pensé: «Burrito que paga y no debe a nadie, es, y será en mi microbús, burrito siempre bienvenido. ¡Que siempre se deje ver! Noble animal, cuando presta sus servicios a la gente acarreando cargamentos por caminos y trechos que a veces disputa a los camiones, suele ser amenazado por estos. ¿Cómo negar que hay choferes brutos? ¡Unos atropellan y matan hasta a las piedras! Aún así, el burrito nunca se achica!».

Después de que mi burrrito pasajero bajara a la altura de Maino, continué venciendo curvas, hacia Kuélap. En Nuevo Tingo la borrega me mandó parar. Nuevo Tingo, señoras y señores, es un lugar cuyos pobladores pueden atestiguar cien y mil veces de que después de una de las catástrofes naturales que acabó destruyendo partes esenciales de su pueblo, ningún político del Perú se aprestó a ayudar a ninguna de las víctimas pobres, y menos, a reponer sus bienes.

Obediente a la borrega, detuve mi microbús, y vean ustedes: ¡el animal se echó a correr!... «Borrega ¡pícara!», pensé.

La súbita rabia que me provocó, me hizo maldecirla. ¿Que decirle a los Mushos? Avergonzado por la pícara conducta del lanudo animal, pensé: «La borrega se parece a los demogogos que nos gobiernan en Lima y en provincias. De bondadosa y pacífica apariencia, ¡se las sabe todas! Con la cabeza baja, debe sentirse bien por haberme sacado la vuelta. Cuando vuelva a verme, de pura vergüenza, no sabrá dónde esconderse. Espejo vivo de nuestros gobernantes: poseída por un sentimiento de deuda, poniendo cara de inocente, me rehuirá».

¿Paz y bondad borreguil? ¡Que lo crean los ingenuos! Con un sabor amargo en mi boca, aunque riendo, seguí adelante. En Longuita, a 3225 metros de altura, el perro, el último ejemplar de peruanidad junto a los mushos, ladró: «¡bajo, señor, bajo!». «Aja», pensé, «este rabudo se me hace ser muy amigo de la borrega: tiene que pagarme él su pasaje, y el pasaje que no me pagó ella». En estado de alerta, recibí su billete de diez soles y, completo, me lo guardé.

¡Qué animal! Gruñó y reclamó: «¡Mi vuelto!»

Yo, señoras y señores, deseoso de acercar a mis pasajeros Mushos a Kuélap, mi bello y último objetivo turístico, ignoré sus reclamos. Reinicié mi viaje a todo pedal. ¿Por qué tendría que haberle devuelto un centavo al íntimo amigo de alguien que usó mis servicios y huyó sin pagarme? Desde entonces, cada vez que me desplazo a Kuélap, no hay perro que por los pueblos y carreteras lejanos, no siga detrás de mi microbús, reclamándome con sus ladridos: «¡Mi vuelto, carajo, gua, guau; mi vuelto!».




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