Danilo Sánchez Lihón
Hay lugar para el regocijo
de los niños,
al patio triste ha descendido
el cielo.
Luis Valle Goycochea
1. El patio
de tierra
Después de los meses de enero y febrero, que en Santiago de Chuco son de invierno crudo y caen lluvias torrenciales, el patio de tierra de nuestra escuela, cerrado por las vacaciones, lo encontramos completamente distinto y cambiado. ¡Abrumadoramente mágico!
Porque, en semanas de clases, el patio es como la arena de una plaza de toros, seco, amarillo y arcilloso, donde jugamos al trompo y a la rayuela y entonamos de pie el himno nacional y un variado repertorio de canciones bajo el sol radiante de la mañana.
Donde nos desgañitamos cantando a pulmón lleno, con los ojos brillantes puestos en los pilares llenos de macetas en donde estallan las flores. Como en los aleros y el borde de las tejas en cuyo fondo trepida el cielo azulado.
Donde mientras nuestros labios pronuncian las letras que evocan, y otras proclaman promesas y esperanzas, con los ojos ilusos seguimos los vuelos de las golondrinas que revolotean encima y debajo de los magueyes.
Allí vemos, con el rostro levantado y el cuerpo enhiesto cómo escapan correteándose las torcazas. Y como el colibrí ni un instante permanece quieto picoteando entre las hierbas del muro. O cómo contornea alrededor del pino la libélula anunciadora de visitas, o portadora del aviso de que vamos a recibir una carta lejana.
2. El cielo
sereno
En este patio cuando no es un vergel tupido como lo es ahora, jugamos a todo: a la gallina ciega, al rompe y raja de los trompos, al salta cordel; al “te vi e inmóvil te quedas”.
O corremos a desquitarnos del “pega-pega”. O partimos tras los aviones de papel que se echan a volar a todo vértigo desde el corredor hacia lo alto, y luego de evolucionar en el aire vibrante van a caer en picada en el suelo.
Ahí también temblamos de miedo delante del profesor que revisa la corrección de las prendas de vestir de nuestro uniforme, y la limpieza de manos, orejas y cuello. O cómo está nuestro corte de cabello.
Allí extendemos las manos por el dorso en revisión de las uñas que deben estar parejas y recortadas casi a ras de las yemas de los dedos.
¡Ah! también se pasa inspección al brillo y lustre de los zapatos, que tienen que reflejar el sol de la mañana, como también retratar a las nubes rezagadas de la alborada, bogando ilusionadas en el añil del cielo sereno.
3. Chirrían
los goznes
Pero ahora es el momento del año, después de las lluvias y antes de iniciadas las actividades escolares, en que este patio es incomparablemente hermoso, profuso y hasta un bosque encantado con su flora y su fauna y diferente.
Es completamente otro, hasta el punto de estremecernos y casi ahogarnos con una sensación de estupor en el pecho que es inédita y en una emoción profunda y asombrosa.
Y que la vivimos hoy cuando mi padre, el primer día del mes de marzo, nos ha traído de la mano a abrir el portón de la escuela porque pronto vendrán los niños diariamente a clases en un nuevo año escolar.
Por eso, de pie ante la puerta, mi padre da vueltas a las inmensas llaves de canuto mohosas por el abandono, que introduce en dos ranuras en forma de peras ahuecada.
El portón luce lavado por las lluvias torrenciales que han caído desde diciembre, pasando por enero y febrero, y seguirán cayendo aún más en este mes de marzo.
En el forcejeo por abrir la puerta pequeña del portón chirrían los goznes dormidos y resuenan los clavos entumecidos que se aquejan por algún calambre o por algo adormecido.
4. Ahora
es una huerta
Pero, aun así, se resisten y no abre el portón chico, atónito ante el brillo del cielo repentinamente claro y luminoso.
O se esconden inhibidos porque lucen sus tablas descoloridas, allí donde los ramalazos de agua desprendidos desde las nubes han descascarado la pintura, dejando al descubierto sus pasmadas nervaduras.
Pero, apenas cede por algún gozne desvencijado por los relámpagos, con retazos de pintura verde endurecida en las tablas, cuando se abre un resquicio por donde la claridad de adentro se refleja hacia afuera cegando los ojos.
Y por donde introducimos hasta el dorso de la mano, agitando los dedos hacia adentro. Pero nada, la puerta como un vehículo en el camino está atascada a la vera del sendero.
Mi padre entonces llama a algún vecino, quien viene con un pico y una lampa. Arrima el barro del umbral, empuja la puerta y ¡suá! nos deslumbra desde el fondo, en lo que era antes un patio, un huerto insólito, reluciente y florido delante de la luz blanca de las paredes enjalbegadas, donde se alinean los salones de cuyas paredes cuelgan algunos emblemas, carteles y letreros desteñidos.
5. Orugas
verdinegras
– ¡Mira! –Le digo a mi hermano–. ¡Nada había aquí y ahora hay un huerto florido!
– ¡Más bien es un bosque! –Me dice él mirando desconcertado igual que yo.
Donde ahora todas son enredaderas, hojas, cañas y juncos que han crecido. Y junto a ellos hay mariposas y orugas verdinegras que se deslizan por entre los tallos, y hasta nidos de chilcos y de gorriones en los carrizos y bajo las techumbres.
– Y, ¡ahora!
– ¡Qué!
– ¿Dónde van a jugar los niños?
– En las escaleras y en los corredores. –Dice él.
Mientras, mi padre avanza y sube las gradas llenas de yerbas crecidas entre piedra y piedra, entre ramajes de alverjas, cordones de chiclayos extendidos por el piso. Y de ñuñas que han crecido como yedras y madreselvas en torno a los pilares.
Sin duda de los granos que los niños hemos perdido por las rendijas de las piedras, jugando los días de clases al hoyito, a la pirámide, al tres en uno.
6. Han brotado
y crecido
Allí, nosotros dos, mi hermano y yo, después de permanecer anonadados, sin avanzar, mirando desde el pórtico, nos decimos:
– ¡Todo ha florecido!
Pensando cómo las ñuñas, alverjas y chanitos que hicimos rodar, eran semillas que contenían dentro de sus cáscaras esta maravilla.
Que esas minúsculas pepitas que hicimos rodar y golpeamos ¡eran plantas y hasta árboles! con raíces, hojas y capullos. Y hasta con gusanillos y larvas de mariposas que reptan por sus tallos.
De aquello no nos dimos cuenta, que no solo eran granos y bolitas minúsculas para nuestros juegos, sino un follaje de trinos, aromas y flores.
¡Y vainas con frutos frescos y rozagantes! Si no, velos aquí. ¡Han brotado y crecido!
¿Quién puso todos estos colores, acordes y fragancias? Y ahora pienso que así son los niños y así es la escuela.
7. Florece
a escondidas
Mi hermano y yo, después de estar un rato atolondrados, con los ojos desorbitados y en silencio, nos aventuramos paso a paso a entrar por ese jardín imprevisto.
– ¡Ñuñas! ¡Coleccionemos ñuñas!
– ¡Ya, pues!
Y nos introducimos, como apartando agua, acariciando acelgas, dalias, hinojos; laureles, perejiles.
Y hasta grandes zapallos primorosos cuyos tallos peludos enredan nuestros pies, y caemos dejando la huella de nuestras manos pequeñas en la tierra humedecida, arenosa y blanca.
En algún reino innombrable deben estar guardadas esas huellas junto con aquel vergel escondido que nadie ha cuidado en los dos meses y medio de vacaciones.
¡Y que solo el prodigio de la lluvia, el sol y lo que la tierra esconde de madre y maestra nos muestra ahora en todo su esplendor!
¿No es igual la vida que florece a escondidas, supuestamente a ciegas y en el aparente olvido?
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CONVOCATORIA
XX ENCUENTRO
INTERNACIONAL ITINERANTE
CAPULÍ, VALLEJO Y SU TIERRA