Banda de Guerra del Centro Viejo en Santiago de Chuco con sus maestros.
Atrás: El Director Carlos Castillo Murga, Diomedes Paredes G. y Leoncio Rebaza.
En primera fila: Francisco Miñano Benites y Danilo Sánchez Gamboa. (Fotografía: Luisan)
DANILO SÁNCHEZ GAMBOA,
MAESTRO EN EL CENTRO VIEJO DE SANTIAGO DE CHUCO
Carlos Manuel Castillo Mendoza
Mi escuela de Segundo Grado de Varones No. 271
Fue
el primer reducto que encontré para mis tiempos de soledad y nostalgia
por mi madre ausente. Sin darme cuenta, terminó siendo el ámbito donde
comenzaron mis primeras experiencias lúdicas y admiraciones, mis
diálogos y confrontaciones.
Llevo
conmigo el rostro de muchos compañeros de salón y mis maestros, hombres
de aspecto rural pero de comportamiento urbano, personas pacientes con
el estudiante romo, virtuosos para el canto pues nos enseñaron a entonar
coplas en honor a la madre, la patria, el maestro y la naturaleza.
Puntuales en llegar a la escuela, serenos cuando alguien desaforaba,
respetuosos con el director, entrañables entre camaradas.
Cada
vez que he buscado un modelo de maestro, aparecen ellos en mis
cavilaciones y aunque ya no están, me indican lo que hay que hacer para
no perder la ruta. A veces, con ellos jugábamos en una pampa rodeada de
pencas a la que improvisábamos como campo deportivo colocando en cada
extremo grandes piedras, para tener claro el arco propio a defender y la
meta contraria donde había que hacer el gol.
Mis
maestros no necesitaban la presencia jerárquica del Director para hacer
lo que hacían, decir lo que tenían que decir, ser lo que eran. Me
atrevería a decir que cualquiera podía dirigir la escuela, lo que no
descalificaba al Director pues lo consideraban como los romanos llamaban
un: “primus inter pares”
Danilo Sánchez Gamboa
Fue
mi maestro en tercer año de primaria, lo recuerdo vestido con su terno
plomo acero, camisa blanca, corbata azul alrededor del cuello
almidonado, los puños asomando por cada uno de sus puños, tenía el
rostro bronceado que lo hacía parecer como martillado por el tiempo, el
cabello lacio peinado con raya al lado izquierdo, brillaba con el sol y
no se desordenaba, sin duda era el signo externo del orden interior que
lo acompañó siempre.
Solía
sentarse a la hora de recreo en el portón de la escuela y con habitual
serenidad pelaba una fruta de estación que degustaba mientras departía
con sus colegas. Era como un rito que comenzaba al iniciarse nuestro
descanso y terminaba cuando la campana, nos indicaba el final y el
regreso a las aulas para continuar las lecciones. No he conocido hombre
más metódico ni tranquilo, su conducta era previsible, no se alteraba,
pasara lo que pasara, y siempre solucionaba cualquier impase individual o
colectivo.
La corrección como pedagogía
Un
día, un alumno mayor, dándome un golpe en las manos, hizo caer mis
canicas al suelo, algunas de las cuales rodaron hasta el urinario que
era una zanja ubicada en una esquina del patio. Como no podía sacarlas
de allí, mi reacción fue violenta y con la punta del trompo le di un
hincón en el muslo al atrevido, quien adolorido fue y se quejó a mi
maestro. Éste, mirándome fijamente a la cara y luego de escuchar mi
explicación, me dijo:
* “Nunca reacciones con violencia, puede ser peor; cuando te pase algo así, ven a decírmelo”
Se quedó pensativo y luego, asumiendo la seriedad de una autoridad decretó:
*
“Tu castigo empieza el lunes. Tienes que llegar antes que los demás
alumnos para barrer el salón y ordenar las carpetas. Eso vas a hacer
toda la semana”
Y
no se habló más, cogió al agredido físicamente por el brazo y
diciéndole palabras de consuelo lo orientó para que se dirigiera a su
salón de clase.
Era un castigo que no podía eludir. Llegado el lunes, me levanté
temprano y con el asombro de mi papá y hermanos apuré mi arreglo
personal, desayuné y salí raudo a mi escuela a cumplir la sentencia.
¡Sorpresa!
Al llegar al salón mi maestro Danilo Sánchez ya estaba sentado en su
mesa leyendo un libro, esperando mi arribo. No se inmutó, a esa hora
éramos él y yo los únicos habitantes del lugar.
Respondió a mi saludo y de inmediato me ordenó:
* “Anda a traer agua en el balde”.
Me
dirigí hasta al “pozo sagrado”, que así llamábamos a un manantial que
surtía de agua salubre al barrio, distante dos cuadras del plantel y,
con el recipiente a medio llenar, algo cansado llegué a cumplir la
sanción.
* “Muy bien, ¿sabes cómo hacerlo?” -me preguntó.
Comprendiendo mi inexperiencia, de inmediato me ordenó:
* “Arrima todas las carpetas a la mitad del salón”, cosa que hice con un poco de esfuerzo.
Teniendo
medio salón desocupado se remangó la camisa y me indicó cómo regar y
barrer el piso de madera desgastada desigualmente por el tránsito de
otros niños que por allí pasaron antes que yo. Como mi trabajo era
imperfecto, con paciencia me iba indicando cómo mejorarlo, luego me
ordenó poner las carpetas en la parte ya limpiada para comenzar a hacer
lo mismo con la otra mitad. Cosa que hice con un poco más de práctica.
El maestro sentado en su mesa observaba mi desempeño, indicándome, de
rato en rato, cómo proceder hasta terminar en la parte de adelante.
* “Ahora, acomoda las carpetas en su sitio” – me dijo.
Eso
empecé a hacer mientras mis compañeros iban llegando al salón para
dejar sus cosas y regresar al patio a la formación. Su cronológico
proceder lo tenía todo programado pues al concluir la faena sonó la
campana y como todos los alumnos fui al patio para el izamiento de la
bandera, cantar el Himno Nacional e iniciar la jornada semanal.
El
martes fue igual, el miércoles también y así todos los días hasta el
sábado que concluyó mi castigo de la misma manera como había comenzado
el lunes, sin alterar uno solo del proceso por él establecido,
incluyendo su puntualidad.
Lección para la vida
Danilo
Sánchez Gamboa había hecho del castigo una oportunidad para mi
aprendizaje útil en lo personal y colectivo. No recuerdo haber percibido
en la sanción desprecio a mi persona, arrebato, ni solidaridad excesiva
con el agraviado. No olvidaré que en ese acto, a mis ocho años, y por
primera vez, tomé una escoba y aprendí algo que me ha servido toda la
vida.
Es
más, hoy veo que el castigo no sólo fue para mí sino también para el
que lo impartió, pues mi maestro me acompañó a cumplirlo cada día y con
la misma cordura y precisión. Me doy cuenta que no fue un acto vertical
de arriba hacia abajo, sino un gesto horizontal lleno sencillez y
contundencia.
.
Alguien dirá: “eran otros tiempos, ahora es diferente”
y es verdad. Para mí es una prueba de lo mucho que hemos ido perdiendo
por el camino y nos hemos encontrado con que toda sanción en la escuela
es intrínsecamente mala.
Y mi padre era el Director de la escuela
En
efecto, Carlos Castillo Murga era el Director de la escuela y Danilo
Sánchez Gamboa maestro de aula, trabajaron juntos treinta años asumiendo
sus responsabilidades sin desautorizarse uno a otro. Daba la impresión
que no sólo había respeto entre ambos sino afecto fraterno, pues mis
padres fueron padrinos de bautizo de sus hijos Danilo y Rosita. De modo
que una sanción en la escuela para el hijo del Director fue hecha con
sentido formativo y hasta paternal.
Sin
duda conversaron del asunto pues mi padre, nunca me preguntó del porqué
de mis afanes en salir temprano de la casa, dejando a mis hermanos
tomando desayuno. Nunca me dijo nada al respecto ni hizo el menor
intento por consolarme; es más, como que me inducía a cumplir la
sanción. Era una muestra de la solvencia moral que todos mis maestros
tenían y un modo de entender el trabajo en equipo. Tenían los caminos
claros y los objetivos precisos.
Gratitud y afecto al maestro aún presente
¿Cómo
no decirlo ahora?, ¿por qué no dar testimonio de gratitud y afecto a
quien puso en mí, con actos sencillos, las primeras piedras de lo soy en
el trabajo y la familia?, ¿cómo no proclamar que por ello se han vuelto
perdurables en el tiempo?, ¿por qué no proponerlos como modelos si
queremos una educación diferente?
Han
cambiado los procesos educativos, se han hecho más técnicos y se
esperan resultados a corto plazo, lo que no debemos perder es el sentido
humano que debe acompañar todo proceso formativo en la escuela.
A más de cien años de su nacimiento, solo me queda decir: ¡Gracias maestro
Pascual Danilo Sánchez Gamboa! Gracias porque igual que mi padre, nacido
también en 1912, siguen inspirando los sentimientos y tareas de los que
estuvimos bajo su atenta mirada.
Texto que puede ser reproducido
citando autor y fuente
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