Danilo
Sánchez Lihón
Profesor de
sollozo
–he dicho a
un árbol–
palo de azogue, tilo rumoreante...
César Vallejo
1.
El árbol
y
las aves
Si algo conozco de
jilgueros, gorriones, picaflores y torcazas es porque de niño tuve un árbol que
era mi amigo, mi confidente y hasta un protector mío, hasta donde subía a
compartir alegrías y tristezas, confiarle secretos y formularle preguntas.
¡Era una casuarina!
Subido a ella permanecía
horas admirando la vida y milagros de las aves y de todo ser que transitara por
sus ramajes sin tiempo.
Así: orugas, mariposas,
abejorros; pero también contemplando iridiscencias fugaces, panales de mieles y
nidos siempre estupefactos.
Allí también, el balanceo
rumoroso de sus hojas, sintonizar la cadencia de la vida recóndita, los aromas
que emana la tierra y el perfume que exhala cada flor.
Allí el poder oír desde su
copa la conversación ingenua o el habla de la gente, que es muy distinto a
escucharla desde el suelo y desde
tierra.
Allí cada perspectiva del
campo, de cerca y en lontananza se hace más diáfana. Allí los cambios de tonos
y formas de los arreboles en el cielo se lo sienten más en el alma.
2.
Creció
robusto
e indómito
Ese árbol lo plantaron mis
padres en Urupamba, a tres cuartos de hora de camino, en la parte alta de
Santiago de Chuco, al lado de una casa de campo que son terrenos de mi tío
Leoncio y de mi tía Carmen, y que era como si tuviéramos un huerto tras la casa.
Y lo sembraron allí porque
mis padres, recién casados, no tenían ni una pulgada de tierra dónde caerse
muertos. Ni tampoco lo tuvieron después, ni nunca. Pero sí nos concibieron a
nosotros, sus hijos, que en realidad somos sus gajos de tierra transida y
temblorosa.
Cuando niño yo iba
frecuentemente a ese sitio, donde se erigía la casuarina en medio de aquel
campo fragante, y al costado de la cabaña que se adormilaba a la sombra de
aquel árbol, orgulloso y raro en ese paisaje a la vez sencillo y silvestre.
Lo adopté como mío mucho
antes de que yo pudiera entender ni darme cuenta de la historia que ese árbol
representaba. Y de cómo mis padres se hicieron de esa planta. Y de cómo la
sembraron allí, donde creció robusta e indómita para que yo en ella me
albergara.
Ahora simboliza para mí una
tierna historia de amor, cual es el cariño que mis padres inocentes y
candorosos se profesaron.
3.
Formulada
la
petición
Porque los hechos
ocurrieron así:
Mi madre era una niña
preciosa e hija de una de las familias más ricas del pueblo. En cambio don
Pascual Danilo, mi padre, era un muchacho humilde, tímido y más bien cerril. Y
con mucha inclinación y arraigo por todo lo que fuera campesino; hermano mayor
de una familia numerosa cuyo padre había muerto.
Un ser noble, correcto y
límpido, respetuoso hasta de que una araña se descuelgue y se balancee en el
aire sin él poder matarla, porque de repente se ilusiona que ella va a traer la
suerte. ¡Ingenuo, el pobre! Pero, ¡quien fascinaba a esa niña!
Cuando se atrevió a pedir su
mano animado por ella que tanto lo seguía con la mirada, fue una tremenda
concesión sólo el hecho de que mi abuelo Benigno Rojas le concediera la
entrevista. Hasta ahí llegó y no pudo ir más allá el ruego que le hiciera a ese
señor ufano su hija predilecta y consentida; porque además de linda mi madre es
valerosa.
Formulada la petición en la
audiencia que le concedió mi abuelo, quien no paraba de preguntarse cómo se
atrevía ese guiñapo a pedir la mano de su joya más preciada, le preguntó a
quien sería después mi papá lo siguiente: si se había dado cuenta cómo vivía la
señorita de la cual él se atrevía a pedir su mano, y con la cual él pretendía
casarse. A lo que el inocente muchacho respondió que sí.
4.
Amaba
a
ese muchacho
Ahí vino entonces la verdad
categórica: ¿Iba a poder darle la misma condición social?
Si tanto enfatizaba que la
quería y la adoraba, ¿iba a poder darle la misma situación económica?
Para aumentar su humillación
y vergüenza le requirió que mi padre le expusiera cuáles eran sus ingresos y
recursos económicos.
El colmo de sincero y
desolado el pobre empezó a tratar de hacerlo. Porque, ¡cándida es la gente que
ama! ¡Y más si es de alma campesina y no se da cuenta a veces del ridículo que
hacen ante los señores!
Allí mi abuelo, que dos
veces fue alcalde de esa ciudad señorial, montó en cólera y ya enojado se puso
de pie y le dijo:
– ¡Hágame el favor de
retirarse y nunca más volver a pisar esta casa! echo que mi padre cumplió con
eso hasta morir. Así lo quisiéramos llevar arrastrando.
Y lo amenazó con recluirlo
en un asilo de locos o mendigos, si se atrevía a seguir mirando a la niña de
sus ojos, quien, bañada en lágrimas no sabía cómo decirle a su padre adorado
que ella amaba a ese muchacho valeroso, aunque inerme e indefenso en lo que su
padre le exigía.
5.
Sellaba
ese
destino
Después de esta
conversación mi futuro padre trató de convencer a esa flor rozagante que se
olvidara de él, a fin de ser feliz y hacer dichoso a su padre y a toda su
familia. Aunque prometió nunca olvidarla ni dejar de amarla siempre.
Ahí vino la decisión
terrible de esa niña, cual fue rechazar de plano la sugerencia. Y al contrario,
resolvió abandonar su casa donde todo lo tenía, y fugarse con él que no tenía
nada, salvo la devoción que a ella le profesaba.
Este hecho significó para
mi madre ser desheredada. Y marginada de por vida de su casa matriz. De lo
contrario yo firmaría como Sánchez Rojas, como era el apellido social de mi
orgulloso abuelo.
Y esa niña siguió a mi
padre, fuese él a donde fuese, sobre todo por las sendas rijosas de las
privaciones de todo cariz. En Trujillo ella, que antes bastaba que se antojara
algo para que lo tuviera, tuvo que lavar ropa ajena para ayudar a mi padre en
los estudios a fin de hacerse Preceptor Rural de Educación.
Elección de ser maestro,
con lo cual él reafirmaba que no le había amedrentado la condena de mi abuelo
de carecer de recursos económicos, sino que elegía mi progenitor esa profesión
sellando ese destino y vocación de pobreza para siempre.
6.
De balcones
enrejados
Y esa condición se mantuvo
hasta el final de su vida, en la cual no acumuló ni pretendió jamás ningún bien
material.
– Aprendí a comer camotes
–dice mi madre con sus ojos hechos una fuente– que antes los botaban y nadie
los comía. ¡Ahora sí se sirve hasta en los platos de lujo! ¡Y son ricos! Así refiere,
resistiéndose y a punto de llorar cuando evoca esos días. Y más bien haciendo
la mueca de querer sonreír, para disimular.
Ya los dos pajarracos en
Trujillo salían a matar el hambre paso a paso, cogidos de la mano por la placita
de El Recreo, de inmensos ficus centenarios y confiterías luminosas, bajo
toldos multicolores que mostraban helados y productos apetitosos que ellos no
podían probar sino solo apenas mirar.
Ella siempre preciosa,
aunque ahora leve y pálida, ¡cuando había sido rolliza y sonrosada! ¡Pero ahora
más angelical todavía! Ambos caminaban como dos provincianos desubicados y
tímidos.
Daban vueltas y vueltas sin
poder probar bocado alguno en la ciudad colonial, de casonas solariegas y
delicadamente iluminadas, de balcones enrejados y alminares que remataban en
arabescos. Y carrozas relucientes que pasaban llevando dentro gente atildada y
de abolengo.
7.
Ilusionada
y
bella
Mirándose a los ojos y
observando los juegos y tío-vivos, llegaron hasta una tómbola ubicada al centro
de la placita, donde se rifaban variedad de artefactos y otros cachivaches.
Todo ocurrió tan rápido que
mi padre, sin saber cómo ni por qué ya tenía entre los dedos un boleto que el
animador avispado, criollo y zamarro dejaba en las manos de los distraídos
caminantes y transeúntes que por allí pasaban.
– ¡Nunca tengo suerte en
rifas! –Se disculpó quien sería mi futuro papá ante la jovencita candorosa, quien
después sería mi mamá. Y a quien él nunca dejó de tratar como una princesa
nacida en cuna de oro.
– ¡Yo nunca he ganado nada
en sorteos! –Le volvió a repetir a ella tratando de devolver el papelito.
Pero al verla a su lado tan
inocente, ilusionada y bella, solo por deferencia le preguntó:
– ¿Tú, quieres apostar?
– ¡A ver! ¡Sí! ¡Por nuestro
amor! –Dijo ella echándose a sus hombros, sonriente y cogiendo el boleto. Y
añadió enternecida– ¡Todo sea nuestro bien!
8.
Sonreía
el
destino
Y mi padre tuvo que
alcanzar las únicas monedas que tenía. Y que eran para el pan de esa noche y
los camotes de los días venideros.
Corrió la ruleta. Y se fue
deteniendo poco a poco hasta dar con el número que justo era el que tenía en la
mano la princesa de los cuentos de hadas. ¡Y mi futura mamá!
– ¡Suerte! ¡Suerte! Vean
cómo a esta linda parejita, ¡señores y señoras!, ¡les sonríe la suerte! –Grita
sensacional y a todo pulmón el vendedor o rifero.
Ellos se alegraron.
¡Saltaba de alegría mi madre! ¡Por fin les sonreía el destino! ¡Y no todo sería
sacrificio y privaciones para siempre!
Ahora la suerte, hasta
entonces esquiva, de rostro adusto e implacable con ellos, les hacía por lo
menos una dulce guiñada.
– ¡Ya ves! –Le decía ella–.
¡Vamos a ser felices! ¡Y tiene que llegarnos la dicha algún día!
¿Qué se habrían ganado?
¿Una plancha para desajar los vestidos? ¿Una lámpara para alumbrarse en la
oscuridad en que vivían? ¿Una pequeña cocina para cocer los alimentos crudos
que comían? Ellos no sabían lo que se había puesto en juego.
9.
No
lloré
– ¿Qué es? ¿Qué es?
–preguntaban con ansiedad.
¡Se habían ganado una
plantita, chiquita y enjuta como un pollito o un pajarillo desvalido! Como
ellos, una presencia desolada en la infinitud del universo.
¡Qué decepción! ¡Qué
desencanto en esos días de hambre, de frío y desamparo!
Se sonrieron por compromiso
y siguieron caminando ya con la bolsita de papel periódico húmeda y acunada en
los brazos de quien sería mi mamá.
Caminaban cada uno pensando
en la ironía del destino: ¡No tenían casa donde vivir, ni luz en el cuarto, ni
agua corriente, que había que traerla del caño del callejón de enfrente! ¡Nada!
Y ahora se les agregaba un
ser todavía más débil y tenue. Ser que les traspasaba su frío después de
caminar varias cuadras apretada como iba contra el vientre de mi mamá.
– No lloré por orgullo y
por el cariño que le tenía a tu papá. –Se seca primero unas lágrimas mi madre
cuando cuenta y ya no resiste echarse a llorar. Pero después, y ya sin poder
contener su llanto de aquella vez, no este que es otro, le preguntó entre sollozos
quién era ya su esposo.
– ¿Qué hago con esta
plantita? –Le inquirió humilde, al verlo a él cabizbajo y meditabundo.
10.
Aún
vivía
– No sé. Si quieres déjala
por ahí. –Le respondió él, más confundido que seguro de lo que decía.
Pero, más por vacilación
que por creer que hacía bien, mi madre no pudo deshacerse de ella.
Tres meses duraron los
cursos vacacionales, tiempo en el cual mi madre cuidó de la plantita en la
habitación fría y oscura del colegio adonde habían conseguido posada por estar
estudiando mi padre para ser maestro.
Cuando tuvieron que
regresar ese palito apenas verde con solo dos hojitas diminutas ¡aún vivía en
su bolsita de papel periódico!, sin haber desarrollado ni un solo milímetro,
seguro por recato. Ni decrecido tampoco, quizá con buena intención y cautela.
Y fue lo único que trajeron
en el maletín, en la góndola temblequeante que los trajo de vuelta, y al
descender a la calle empedrada sostenían en sus brazos como equipaje, ya en
Santiago de Chuco.
La sembraron en Urupamba,
al lado de una cabaña de campo perteneciente a mis tíos Leoncio y Carmen, hermana
de mi padre; lugar adonde nosotros frecuentemente íbamos.
11.
Por su tronco
sonoro
Allí creció, al principio
titubeante e indecisa, porque era rara entre todas las plantas de la comarca,
en donde reinaban altivos alisos, robles portentosos, eucaliptos ariscos,
fresnos primorosos y señoriales jacarandás.
Pero después la plantita
tomó confianza y creció indetenible, tanto que superó en altura a los árboles
más soberbios y ufanos que la miraban extrañados.
Eso sí, tengo que decirlo,
creció un poco torcida y ladeada hacia el techo de la cabaña, como queriendo
protegerla, cubriéndola con su sombra y sus exhalaciones de cariño.
Cuando yo era niño, ni bien
cruzaba la tranquera, por donde se desbordaba una acequia, y donde había una
poza casi siempre cubierta por las hojas amarillas, corría a abrazarme de ella.
Chapoteaba sobre el agua de
la poza desbordada adonde caían las hojas de un manzano que crecía a su vera,
de tronco robusto y adonde yo iba tirando la alforja, la gorra, el saco, y
cuanto me dificultara en los brazos, para treparme a la casuarina por su tronco
sonoro hasta sus ramas altas.
12. Tierna
historia de
amor
Allí se posaban todas las
aves que hay en el universo, y a toda hora: sea en las mañanas, sea en las
tardes o ya sea en las noches asombradas.
Allí yo espiaba los nidos
de gorriones bulliciosos: las santas rositas azuladas, las cuculíes que nos
enternecían con sus trinos y zureos.
Bajo su sombra protectora,
ya a oscuras, llegaban hasta sus ramas las lechuzas y el tuco temible, que
donde se pose la gente lo corre y espanta a pedradas.
Para nosotros, por el hecho
de guarecerse en nuestra casuarina, dejaba de ser un anuncio de malagüero.
Y, al contrario, nos daba
confianza, porque era tener al malvado y malhechor pero de aliado y consejero:
– Tucúuu, tucúuu, tucúuu.
–Arrullaba por las noches con su canto temible nuestro sueño.
Ahora, cada vez que
distingo de cerca o a lo lejos una casuarina, evoco aquella de mi infancia. Y
la tierna historia de amor que por siempre se depararon mis padres.
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