lunes, 8 de octubre de 2018

PANCHO - POR ÁNGEL GAVIDIA (MOLLEBAMBA, SANTIAGO DE CHUCO)


PANCHO

Por Ángel Gavidia

Cuando Pancho llegó a casa ya habíamos comenzado a irnos. Ya habíamos mudado, por ejemplo, nuestros pensamientos: ellos vivían, por lo menos desde la fiesta del patrón San Jerónimo, retozando en la costa. Esperábamos sólo la cosecha de diciembre para trasladar nuestros cuerpos y las cosas, incluyendo los pocos víveres que habríamos de llevar.

El papal prometía. Mi padre gustaba silbar en torno a él tonadas largas y lejanas como quien va desenrollando la nostalgia atada firmemente a estacas que nosotros no veíamos. Mi madre, en cambio, silenciosa, pasaba el día encostalando ollas, cucharones, frazadas y la ropa menos usada, además de algunas herramientas y un viejo “primus” heredado de los abuelos.

Con las primeras lluvias de diciembre llegaron las perdices y, con ellas, el desorden en la chacra de papas.

- ¡Estas facinerosas...! - decía mi padre, recogiendo los tubérculos picados aquí y allá y cubriendo las raíces desenterradas.

Una tarde, mientras estimaba, metido entre los surcos, la avería de las perdices, encontró a Pancho. Lo encontró husmeando un nido de perdiz con doce huevos. Mi padre retornó con Pancho entre los

brazos y doce huevecillos color marrón en la pequeña alforja que solía llevar consigo.

- ¡Un perrito! - dije

-  No - dijo mi padre -. Es un zorro.

Recién reparé, entonces, en sus orejas erguidas y en su hocico puntiagudo.

- Es muy tiernito - volvió a decir papá -, necesitará leche.

- ¡La oveja! - dije -. Ayer parió la oveja.

Y Pancho vivió entre la oveja y nosotros las últimas semanas que permanecimos allá. Fueron semanas donde la incertidumbre, al igual que las perdices, anidó fecunda en algún lugar de nuestra casa. Mi madre amanecía llorando y papá se emborrachaba con su compadre Zenón para llorar también.

El día del viaje, don Zenón y su mujer llegaron muy temprano a despedirnos.

- Mi arado y la oveja con su cría para usted, compadre - dijo papá.

- Déjeme también al Pancho, compadrito - dijo don Zenón.

-  El Pancho se va de costeño, compadre - dijo papá -. El muchacho se ha encariñado con él.

Ya en Casa Grande, Pancho y yo éramos los más extraños del barrio obrero. Parecía que no había lugar para nosotros. Pero éramos dos y eso nos aliviaba bastante. Pancho me enseñó a tener el pellejo grueso y a erizar los pelos y a mostrar las muelas cuando era preciso manifestar el coraje. Pero, también, a tener orejas sólo para escuchar palabras tiernas y no para los insultos. Además, como siempre sucede, el barrio se fue acostumbrando a nosotros y nosotros al barrio. Total, casi todas eran familias serranas afincadas allí. Y Pancho fue, más que nuestro zorro, nuestro perro o quién sabe más, mucho más...

Tocaban a la puerta y Pancho salía primero. Iba yo a hacer mandados y Pancho trotaba adelante. Me escapaba al cañaveral a cazar chiscos y Pancho los olfateaba, anticipándose. Me metía en la acequia a coger peces y el hocico de Pancho topaba con mis manos disputando una charcoca. Y, en las noches, él era quien cuidaba a los conejos y a las gallinas de las lechuzas y los gatos. En las tardes soleadas le gustaba dormir en el corral, y a las gallinas, picotearles la trompa recuperando restos de sopa o cancha que Pancho engullía ruidosamente en un plato de madera que mi madre logró traer entre otros trastos.

Y así vivíamos mis padres, Pancho y yo hasta que empezaron a perderse las aves de otras casas: primero fue el gallo de Juan, luego el pavo de doña Lisaura, después la gallina carioca de Sebastián, y así de todos los vecinos, menos de nosotros. Pancho seguía haciendo su siesta en el corral de las gallinas y ellas espulgándole los bigotes mientras soñaba sabe Dios qué cosas.

Un día, mi padre comentaba preocupado la desaparición de tantos animales cuando un ruido nos llamó la atención. Algo había caído de golpe en el corral. Corrimos hacia allá: un pato yacía sangrando en el suelo.

- ¡Pancho! - dijo mi padre.

Pancho se descolgó del techo arrastrándose humildemente hasta sus pies. Yo temblé.

- ¡Papá! - le dije.

- ¡Vete! - gruñó mi padre.

- ¡No lo mates! - le dije.

Mi madre me sacó a rastras llevándome hasta Julia, la vecina.

- ¡No lo maten! - volví a decir, llorando.

- Sólo lo va a castigar - dijo mi madre para que me tranquilizara.

Cuando volvimos a casa, Pancho ya no estaba.

Una semana después, un hombre, muy golpeado, iba mostrando seguido de una multitud, cómo había robado en una y otra casa.

- ¿Y mi pato? - preguntó Zenaida.

- Venían unos vecinos - gimió -. No recuerdo, en el apuro, a qué corral lo arrojé.

Fuente:

Libro Aquellos pájaros, de Ángel Gavidia