sábado, 1 de mayo de 2010

FLORECER EN EL MES DE MAYO - PLAN LECTOR, PLIEGOS DE LECTURA: EL ÁRBOL DE MI INFANCIA - POR DANILO SÁNCHEZ LIHÓN

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FLORECER EN EL MES DE MAYO


PLAN LECTOR, PLIEGOS DE LECTURA

EL ÁRBOL DE MI INFANCIA

Danilo Sánchez Lihón


"Profesor de sollozo –he dicho a un árbol–
palo de azogue, tilo rumoreante...
"
César Vallejo

1. El árbol y las aves

Si algo conozco de jilgueros, gorriones, picaflores y torcazas es porque tuve en mi infancia un árbol que era un amigo, un confidente y hasta un protector a donde subía a compartir alegrías, confiarle penas y formularle preguntas.

¡Era una casuarina!

Subido a ella permanecía horas admirando la vida y milagros de las aves y de todo ser que transitara por sus ramajes: orugas, mariposas, abejorros; pero también contemplando iridiscencias fugaces, panales de mieles y nidos estupefactos.

Allí también el balancearse rumoroso de las hojas, la cadencia de la vida recóndita, los aromas que emana la tierra y el perfume que exhala cada flor.

Allí el oír, desde su copa, la conversación o el habla de la gente, que es muy distinto a escucharla desde tierra.

Allí cada perspectiva del campo, de cerca y en lontananza.

Allí los cambios de tonos y formas de los arreboles en el cielo.


2. Creció robusto e indómito

Ese árbol lo plantaron mis padres en Urupamba, a media hora de camino, en la parte alta de Santiago de Chuco, al lado de una casa de campo de mi tía Carmen.

Y lo sembraron allí porque mis padres, recién casados, no tenían ni un metro de tierra dónde caerse muertos. Ni lo tuvieron tampoco después. Pero sí nos concibieron a nosotros, sus hijos, que en realidad somos gajos de tierra temblorosa.

Cuando niño yo iba frecuentemente a ese sitio, donde se erigía la casuarina en medio de aquel campo fragante y al costado de la cabaña que se adormilaba a la sombra de aquel árbol, orgulloso y raro en ese paisaje silvestre.

Lo adopté como mío mucho antes de que yo pudiera entender la historia que ese árbol representaba. Y de cómo mis padres se hicieron de esa planta y de cómo la sembraron allí donde creció robusta e indómita para que yo en ella me albergara.

Ahora simboliza para mí una tierna historia de amor, cual es el cariño que mis padres se profesaron.


3. Formulada la petición

Porque los hechos ocurrieron así:

Mi madre era una niña muy linda e hija de una de las familias más ricas del pueblo. En cambio don Pascual Danilo, mi padre, era un muchacho humilde, con mucho arraigo hacia todo lo campesino; hermano mayor de una familia numerosa cuyo padre había muerto.

Era un ser noble, correcto y límpido.

Cuando él se atrevió a pedir la mano de mi madre fue una tremenda concesión sólo el hecho de que mi abuelo Benigno Rojas lo recibiera. Hasta ahí llegó y no pudo ir más allá el ruego que le hiciera su hija predilecta y consentida.

Formulada la petición en la entrevista que tuvieron mi abuelo preguntó al que sería después mi padre si se había dado cuenta cómo vivía la señorita con la cual él pretendía casarse. A lo que el inocente muchacho respondió que sí.

Ahí vino entonces la pregunta categórica: ¿Iba a poder darle la misma condición social e igual situación económica?


4. Fugarse con él

Le requirió que mi padre le expusiera cuáles eran sus ingresos y recursos económicos.

El colmo de sincero el pobre empezó a hacerlo. Porque ¡cándida es la gente de alma campesina y no se da cuenta del ridículo que hacen ante los señores!

Allí mi abuelo, que dos veces había sido alcalde de la ciudad, ya enojado montó en cólera.

Y lo amenazó con recluirlo en un asilo de locos o mendigos, si se atrevía a seguir mirando a la niña de sus ojos quien, bañada en lágrimas, no sabía cómo decirle a su padre adorado que ella amaba a ese muchacho, aunque inerme e indefenso en lo que el padre exigía.

Después de esta conversación mi futuro padre trató de convencer a esa niña preciosa que se olvidara de él, a fin de ser feliz y hacer dichosa a su familia. Aunque prometió nunca dejar de amarla.

Ahí vino la decisión terrible de esa niña, cual fue rechazar de plano la sugerencia. Y al contrario, resolvió abandonar su casa donde todo lo tenía y fugarse con él, que no tenía nada, salvo la devoción que a ella le deparaba.

Este hecho significó para mi madre ser desheredada. Y marginada de por vida de su casa paterna. De lo contrario yo firmaría Sánchez Rojas, como era el apellido de mi orgulloso abuelo.


5. Dos pajarracos en Trujillo

En Trujillo ella incluso tuvo que lavar ropa ajena para ayudar a mi padre en los estudios, a fin de ser Preceptor Rural de Educación, con lo cual reafirmaban que no les había amedrentado la condena de no tener recursos económicos sino que eligiendo mi padre ser maestro, lo sellaba, eligiendo para siempre mi progenitor su vocación de pobreza.

Y esa condición se mantuvo hasta el final de su vida, en la cual no acumuló ni pretendió jamás ningún bien material.

– Aprendí a comer camotes –dice mi madre– que antes los botaban y nadie los comía. ¡Ahora sí se sirve hasta en los platos de lujo! ¡Y son ricos! –Refiere, resistiéndose a llorar. Y más bien haciendo la mueca de querer sonreír para disimular.

Los dos pajarracos en Trujillo salían a matar el hambre paso a paso, cogidos de la mano por la Placita del Recreo, de inmensos ficus y confiterías luminosas bajo toldos multicolores, que mostraban helados y productos apetitosos que ellos no podían probar.

Ella preciosa. Ambos como dos provincianos desubicados y tímidos. Daban vueltas y vueltas sin poder probar bocado en la ciudad colonial, de casonas solariegas y finamente iluminadas, de balcones enrejados. Y carrozas relucientes que pasaban llevando dentro gente atildada y de abolengo.

6. Corrió la ruleta

Mirándose a los ojos y observando los juegos y tío-vivos, llegaron hasta una tómbola donde se rifaban variedad de artefactos y otros cachivaches.

Todo ocurrió tan rápido que mi padre, sin saber cómo ni por qué ya tenía entre los dedos un boleto que el animador zamarro, criollo y avispado, dejaba en las manos de los distraídos caminantes que se acercaban.

– Nunca tengo suerte en rifas. –Se disculpó quien sería mi papá ante la jovencita candorosa, quien después sería mi mamá. Y a quien él nunca dejó de tratar como una princesa nacida en cuna de oro.

– ¡Yo nunca he ganado nada en sorteos! –le volvió a repetir a ella tratando de devolver el papelito.

Pero al verla a su lado tan inocente, ilusionada y bella, por deferencia le preguntó:

– De repente, ¿tú quieres apostar?

– ¡A ver! ¡Sí! –le dijo ella echándose a sus hombros, sonriente y cogiendo el boleto. Y añadió enternecida– ¡Todo por nuestro amor!

Y mi padre tuvo que alcanzar las únicas monedas que tenía. Y que eran para el pan de esa noche y los panes de los días venideros.

Corrió la ruleta. Y se fue deteniendo poco a poco hasta dar con el número que justo era el que tenía en la mano la jovencita, ¡y mi futura mamá!


7. Se ganaron una plantita

– ¡Suerte! ¡Suerte! Vean cómo a esta linda parejita, ¡señores y señoras!, les sonríe la suerte, –gritaba sensacional y a todo pulmón el vendedor o rifero.

Ellos se alegraron. ¡Saltaba mi madre! ¡Por fin les sonreía el destino y no todo sería sacrificio y privaciones para ellos!

Ahora la suerte, hasta entonces de rostro adusto, les hacía por lo menos un guiño dulce.

– ¡Ya ves! –le decía–. Vamos a ser felices. Y tiene que llegarnos la suerte.

¿Qué se habrían ganado? Ellos no sabían lo que se había puesto en juego.

– ¿Qué es? ¿Qué es? –preguntaban con ansiedad.

¡Se habían ganado una plantita, chiquita y enjuta como un pollito!

¡Qué decepción, en esos días de hambre, frío y desamparo!

Se sonrieron por compromiso y siguieron caminando ya con la bolsita húmeda y acunada en los brazos de la que sería mi mamá. Pero cada uno pensando en la ironía del destino: ¡No tenían casa donde vivir, ni luz en el cuarto, ni agua corriente que había que traerla del caño de enfrente! ¡Nada!


8. Aún vivía

Y ahora se les agregaba un ser todavía más débil y tenue, que ella cansada después de caminar varias cuadras apretaba contra su vientre.

– No lloré por orgullo y por el cariño que le tenía a tu papá. –Se seca primero unas lágrimas mi madre. Pero después ya sin poder contener su llanto, solloza.

– ¿Qué hago con ella? –le preguntó humilde, al verlo a él cabizbajo y meditabundo.

– Si quieres déjala por ahí, –le respondió él, más confundido que seguro de lo que decía.

Pero, más por vacilación que por creer que hacía bien, mi madre no pudo deshacerse de ella.

Tres meses duraron los cursos vacacionales, tiempo en el cual mi madre cuidó de la plantita en la habitación alquilada, fría y oscura.

Cuando tuvieron que regresar ¡aún vivía en subolsita!, sin haber desarrollado un milímetro, por recato. Ni decrecido, por cautela.

Y fue lo único que en su equipaje trajeron a Santiago de Chuco, aparte de las cosas que habían llevado.


9. Por su tronco sonoro

La sembraron en Urupamba, al lado de una cabaña de campo perteneciente a mi tía Carmen, hermana de mi padre, a donde nosotros frecuentemente íbamos.

Allí creció, al principio titubeante e indecisa, porque era rara entre todas las plantas de la comarca, en donde reinaban altivos alisos, robles centenarios, eucaliptos ariscos, fresnos primorosos y señoriales jacarandás.

Pero después tomó confianza y creció indetenible, tanto que superó en altura a los árboles más soberbios y ufanos.

Eso sí, creció un poco torcida y ladeada hacia el techo de la cabaña, como queriendo protegerla, cubriéndola con su sombra y sus exhalaciones de cariño.

Cuando yo era niño, ni bien cruzaba la tranquera, por donde se desbordaba una acequia, ya iba tirando la alforja, la gorra, el saco y cuanto me dificultara en los brazos, para treparme por su tronco sonoro hasta sus ramas altas.


10. Tierna historia de amor

Allí se posaban todas las aves que hay en el universo y a toda hora: sea en las mañanas, en las tardes o en las noches asombradas.

Allí yo espiaba los nidos de gorriones bulliciosos: las santas rositas azuladas, las cuculíes que nos enternecían con sus trinos y zureos.

Bajo su sombra protectora, ya a oscuras, llegaban hasta sus ramas las lechuzas y el tuco temible, que donde se pose la gente lo corre y espanta a pedradas.

Para nosotros, por el hecho de guarecerse en nuestra casuarina, dejaba de ser un anuncio de malagüero.

Y, al contrario, nos daba confianza, porque era tener al malvado pero de aliado y consejero:

– Tucúuu, tucúuu, tucúuu, –arrullaba por las noches con su canto nuestro sueño.

Ahora, cada vez que distingo de cerca o a lo lejos una casuarina, evoco aquella de mi infancia. Y la tierna historia de amor que por siempre se depararon de mis padres.


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Entrada editada por Armando Alvarado Balarezo (Nalo)
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