domingo, 11 de enero de 2009

La Jerusalen de Ancash


*
Por Vidal Alvarado Cruz

Un típico valle serrano se extiende a ambos lados del río Pativilca, casi cerca de su nacimiento, a 10 Km de la ciudad de Chiquián, capital de la provincia de Bolognesi en el departamento de Ancash. Este valle anida al pueblo de Aquia que según los lugareños provendría de una voz quechua que significa “vaso de oro”. Tanto por encontrarse al fondo de dos picachos nevados, el Tucu Chira y el Quicash, que lo flanquean en oriente y occidente. Aquia es un lugar muy frío, donde prevalece el invierno acompañado por cortos meses de una primavera no exenta de repentinas lluvias, razón por la cual los pobladores de caseríos aún más elevados dicen que “Aquia siempre está llorando”. Sus casas se perfilan junto al río, extendiéndose de sur a norte; y en la zona central más densa, casi se juntan los cerros Jerusalén y San Cristóbal con sus grandes farallones que lo tornan brumoso, ambiente penumbroso que lo baña de melancolía.

Sus pobladores son descendientes de antiguos mineros, portugueses y españoles, que dieron lugar al mestizo actual con sus especiales características raciales, hombres y sobre todo mujeres de tez blanca adornada de chapas naturales que el viento helado y la tonificante brisa de la cordillera se encarga de pintarlas. De su seno han egresado brillantes generaciones: estudiosos profesionales que han logrado fama y nombradía en otros medios. Para combatir el frío glacial, algunos antiguos pobladores llamados “principales” implantaron el hábito de tomar el “chinguirito” compuesto de aguardiente, agua, limón y azúcar que se bebe alegremente porque entona el cuerpo, y el frío desaparece como por encanto.

Una mañana apareció la tierra extraordinariamente iluminada, mientras por su límpido cielo volaban dos aves de rapiña como si hubieran descubierto carroña; sus cuerpos se reflejaban en el plateado río y sus sombras jugueteaban por los coloridos cerros. La gente se puso nerviosa, pensando que algo malo iba a ocurrir. Y ocurrió: La noche anterior a este memorable día, un tal Rufo había tenido una reunión de tragos y ya avanzada la noche se dirigió a la casa de su enamorada; envalentonado por el licor, golpeó la puerta, primero suavemente, pero como el frío arreciaba, golpeó más fuerte, cada vez más fuerte; como nadie salía, montó en cólera, se acordó de sus habilidades para cabecear y retrocedió unos cuantos pasos, luego tomó viada y se estrelló como un ariete humano contra la puerta que se abrió haciéndose trizas. Penetró al aposento de la enamorada y lejos de encontrar el abrigo que buscaba fue rechazado ásperamente y con insultos, y la actitud cada vez más agresiva del inoportuno visitante, determinó que los agraviados lo denunciaran y Rufo fue detenido en la gobernación del distrito. El padre de la denunciante era nada menos que el Juez de Paz del distrito, lo cual complicó la situación jurídica de Rufo, quien debía afrontar esa mañana los delitos de allanamiento de domicilio, faltamiento de palabra y obra, homicidio frustrado, violación, etc, etc, etc.


Sumamente indignado salió el Juez de Paz y se dirigió a la plaza del pueblo donde solía encontrarse con las otras autoridades y demás principales para “cortar” la mañana. En efecto una vez reunidos, Juez, Gobernador y Alcalde contó lo ocurrido en la noche y resolvieron ahogar la cólera en chinguirito. Empezaron a beber. Copas van, copas vienen… los efectos del licor no se hicieron esperar; se pusieron inestables, salían y entraban a la taberna. De pronto el gobernador dio un grito:


- ¡Supay!, ¡Supay! - llamaba.

Pasaba por ahí Ángel, quien por irónico contraste tenía el sobrenombre de “diablo”, como el gobernador ya se encontraba embriagado le llamó por su apodo, pero en quechua, ya que la palabra supay, que viene del quechua supi, emanación intestinal sonora, también significa diablo. El apodo de diablo le venía a Ángel por el gran parecido de éste a Satanás, cuya imagen yace pisado en el vientre por San Miguel, patrón del pueblo. Angel Diablo Supay, ni corto ni perezoso, acudió a tan honrosa invitación y se alineó con su vaso mandando por su parte otra tanda de calentado.

Y así fue engrosándose al contingente de bebedores, porque también los otros llamaban a los transeúntes que inocente o dolorosamente cruzaban de propósito la plaza para ser involucrados en la borrachera que, a eso de las 10 de la mañana era casi general. Y poco a poco comenzaron a formarse dos bandos: Los que patrocinaban la inmediata excarcelación de Rufo y los que defendían la honorabilidad del Señor Juez de Paz.

Los parciales de uno y otro personaje, envalentonados por el licor pasaron de la conversación a la discusión; ya era una algazara donde intervenían aun los transeúntes que no bebían; vino el griterío y los agravios personales, casi, casi los pugilatos. La gresca fue creciendo anticipándose un escándalo de proporciones. Cuando ya casi todo el pueblo participaba parecía un mitin político con dos grupos de manifestantes, con programas antagónicos. Los tinterillos gritaban levantando los vasos de chinguirito; todos tenían algo que decir; algunos reían medrosamente cuidando de que algún preponte los atropelle.

La presencia de las mujeres redondeó el caso. Mientras que las jóvenes tomaban partido por cada uno de los protagonistas, las viejitas tímidamente invocaban al Altísimo para que acuda en amparo de esa masa enardecida. Pero la mecha estaba encendida y había voluntad de aflorar en cada corazón el instinto de la pugnacidad. Surgieron antiguas rivalidades familiares, enconos reprimidos y hasta ideas políticas que actualizó la lucha de clases… Se gritaban, vivaban a uno y a otro partido, a los clubes deportivos, rivales, etc. Pero la cosa pasó de negro a nigérrimo cuando las mujeres maduras entraron a batallar.


De la banda opuesta a la cumbre del cerro Jerusalén alguien había visto descender a una persona como si estuviera dentro de un ascensor de cristal; este personaje aparecía segundos después en el ojo de la tormenta. Era un hombre de talla media, de raza blanca, barba partida, mirada penetrante y un gran poder sugestivo. Súbitamente la gente enmudeció. Caminando lentamente, con paso firme llegó hasta ponerse frente al Juez de Paz. En ese momento se produjo un ligero temblor y se sintió un olor a azufre quemado. Ángel Diablo Supay se había hecho humo. El Juez brutalmente borracho, con su vaso de chinguirito en la mano izquierda tambaleaba, presumido, al parecer convencido de que la mayoría del pueblo lo respaldaba:

- Yo garantizo a Rufo - dijo el desconocido.

El Juez que ya no era de paz sino de guerra, herido en su amor propio reaccionó:

- ¿Y quién te garantiza a ti?

Tras estas palabras el iracundo Juez le propinó una bofetada en la mejilla izquierda. El incógnito personaje asimiló la pegada y ante el asombro de la multitud, humildemente le ofreció la mejilla derecha. Luego de un breve rato de vacilación durante el cual nadie atinaba a decir ni a hacer nada, los lidercillos reiniciaron el debate Rufo versus Juez. Volvió a encenderse la hoguera, pero como ocurre siempre en los pueblos olvidados, las mujeres definieron el caso enfrascándose en tremendos insultos. Con la versátil imaginación que las caracteriza, se olvidaron de Rufo; y ahora las damas formaron dos bandos: Las del Juez, liderados por al esposa de éste y las que gritaban a favor del desconocido, lideradas por una tal María, a quien le decían “La Magdalena” por su excepcional belleza y su doctrina liberal aplicada en su azarosa vida amorosa. María La Magdalena se despachaba de lo lindo contra el juez a quien calificó de borracho, mujeriego y prevaricador. Al oír estas injurias, la mujer del juez, se lanzó vociferante sobre María y jalándola de los pelos y gritando en lengua vernácula:

- Rauraycarmi shimiquipa yaycushag siquiquita yargaramushag (*).

- Racatam musasinhagaqui shatay … shatay… goshgata (**) – replicó María La Magdalena.

Una estruendosa carcajada retumbó en todos los ámbitos de la plaza. La incontenible risa de todos los que escucharon este intercambio de insultos cambió el panorama. Algunos se alejaban a espacios más claros, agarrándose el vientre con las dos manos; otros se limpiaban los ojos con el pañuelo y buscaban las paredes más escondidas para miccionar…

En una esquina de la plaza, Sócrates, un hombre bajo y rechoncho, se revolcaba igual que un epiléptico en crisis. Y es que no hay palabras precisas en la lengua de Cervantes para graficar como el quechua, las poses ridículas en que se invitaban ambas contrincantes. Y de haberlas, serían impublicables por respeto a nuestra civilización occidental y cristiana. Las gentes un tanto serenadas se preguntaban intrigadas sobre la identidad del personaje que había tranquilizado a la multitud. Como siempre, todos se atribuían el honor de conocerlo de vista, solamente de vista. En algún sitio lo he visto a éste decían. Y cada cual quería que su opinión prevalezca.

María La Magdalena daba la impresión de ser la antigua amiga del humilde forastero y cada vez más cerca de él contemplaba arrobada el sereno rostro del apaciguador. En un momento dado levantó su profunda mirada y su silueta se destacó dentro del gentío, levantó los brazos, hizo ciertos movimientos con las dos manos y pronunció algunas palabras como en latín; se agarró las dos mejillas, se inclinó un poco y lloró. Ya atardecía. En Aquia el sol aparece a las 9 a.m., y se oculta a las 3 p.m. Me refiero a la parte urbana que goza, que disfruta de los dorados rayos solares al mediodía, dando la sensación de ser un “vaso de oro”.

El apaciguador con pasos firmes pero pausados comenzó a caminar rumbo al norte, por la calle más larga y paralela al río, tomando luego el camino hasta Cáyac. La multitud le seguía en masa, como atraídos por un poder misterioso; y al recordar la afrenta que sufrió, todos lloraban en señal de desagravio. A dos Km del pueblo hay un meandro, el río forma un remolino, el agua presenta hondas espirales antes de seguir por su cauce. Ahí entró el gringo, palabra con que lo bautizaron, y vieron con estupor que no se hundía. De pie sobre el agua alzó una vez más los brazos y les dijo:

- Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.

Después dio tres vueltas en espiral y al llegar al centro, se hundió desapareciendo totalmente. En esos momentos se oyó el canto de la lechuza, que se había posado en la cumbre izquierda y se convirtió en nieve, dando lugar a la cumbre de Tucu Chira; el huaman voló moribundo tras del Quicash, donde cayó llorando junto a la laguna de su nombre Huamanhuegue…

Años más tarde el caprichoso río cambió un poco su cauce y dejó a flor de tierra un tremendo canto rodado, una piedra donde se aprecia nítidamente la imagen de Cristo Yacente, tal como se lleva en las procesiones de Viernes Santo.

El pueblo de Aquia ha levantado una capilla donde anualmente se celebra la Misa en honor del Señor de Cáyac. Dice que es muy milagroso, pero castigador, sobre todo cuando el inadvertido visitante se atreve a dudar sobre la autenticidad de los rasgos de la imagen.

Es pues la tumba de Cristo en Aquia, la Jerusalén de Ancash.

(*) Ardiendo voy a entrar por tu boca y salir por tu ano (**) voy a hacer besar mi vagina recientemente contactada.
*
FUENTE:- Libro: ESTAMPAS CHIQUIANAS, de Vidal Alvarado Cruz - Primera Edición 1996 (Páginas 13 / 19)