BAJO
LA NOCHE
OSCURA
Danilo Sánchez Lihón
«Bajo la noche
oscura»
César Vallejo
1. En el agua
del río
– ¡Amílcar ha muerto!
Es la noticia que detona como un fulminante en nuestras caras atónitas y pasmadas esta mañana.
Las muchachas del salón se han puesto a llorar. Los varones estamos perplejos, anonadados, estupefactos.
Amílcar
Gil García es nuestro compañero de estudios en el tercer año de
Educación Secundaria, nominado desde el inicio del Año Escolar como
brigadier de nuestra sección, hecho inusitado pues no es de la ciudad ni
siquiera de un caserío sino del campo.
Un adolescente puntual, límpido y enérgico. Y pleno de nobleza.
Ha
venido a estudiar desde Uningambal y se aloja en casa de su tía, la
mamá de Modesto García, su primo y también nuestro compañero de aula.
¿Qué
ha motivado su muerte? A medianoche una intensa hemorragia por la
nariz; borbotones de sangre que nadie vio a esa hora. Y amaneció muerto.
Ayer, después de jugar en el estadio bajamos con el profesor de educación física, y nos zambullimos en el agua del río Patarata.
2. Hora
honda
Tiene trece años de edad al morir, la misma edad que tenemos todos nosotros, sus compañeros de estudio.
Las
clases en todo el colegio se han suspendido. Es un día trágico y
solemne, como de Semana Santa. Se escuchan llantos en las esquinas,
detrás de las puertas.
Los
compañeros del Tercer Año nos hemos organizado para hacer una guardia
de honor durante todas las horas, así sea de madrugada, a fin de
acompañar sus restos mortales y no dejarlo ni un momento solo.
El
turno que a mí me toca comprende de doce de la noche a dos de la
mañana, junto con Luis Aguilar, Manuel Angulo y Pedro Carrión. Con ellos
somos cuatro, dos a cada lado de su féretro, dos a la cabeza y dos a
los pies.
Las
doce de la noche aquí es hora honda. Hay que caminar por las calles sin
luz del barrio Santa Mónica hasta llegar a la casa donde se vela ya su
cadáver.
Queda
en la parte alta y ya en las afueras de Santiago de Chuco, a un costado
de «La Poza» que almacena el agua para consumo del pueblo.
3. Canto
de difuntos
Al
entrar a la sala vemos que Amílcar aún no está puesto en un ataúd, sino
tendido sobre una mesa, en torno a la cual se ha alzado la capilla
ardiente.
Como
mortaja viste su uniforme oficial, igual al que nosotros tenemos
puesto, con galones, corbata y nuestras insignias de colegiales.
Su
semblante es pálido, con los cabellos erizados, como si hubiera tenido
miedo; él, que en vida fue tan valiente y tenía siempre el pelo liso y
bien peinado.
En
la habitación donde se vela alumbran dos ceras entristecidas junto al
cuerpo exánime. Todo lo demás es oscuro, hasta tenebroso en los rincones
de la sala.
Afuera
en el corredor hay lámparas y candiles de kerosene. Y en el patio,
abierto hacia el paisaje, el fogón donde algo se hierve. Por uno y otro
lado se acurrucan sombras silenciosas de hombres y mujeres.
A
las doce de la noche el rezador, arrodillado en el patio, entona ese
canto lúgubre y estremecedor de difuntos que empieza con el lamento:
«Magnifica y alabada sea…»
4. Aferrarse
a un imposible
A
la una de la mañana aparecen, hacia el fondo de la carretera, las luces
de un camión en la noche tupida y aciaga. Hay un revuelo en la casa.
Se
espera que quizá en él llegue la mamá, que ha sido avisada por «un
propio» que ha salido a caballo en la madrugada de ayer tan pronto la
familia donde se aloja vio con horror lo que sus ojos veían.
Después
de seguir por el horizonte las luces del vehículo, éste se ha ido
acercando y acaba de parar ciertamente al pie del promontorio donde se
ubica la casa, ladera abajo, por donde cruza la carretera.
Han corrido desde la casa a ver desesperados quién viene.
Ciertamente. ¡Es la madre acompañada de su hija mayor y hermana de Amílcar quien llega a esta hora profunda de la madrugada!
La
mamá entra corriendo y en su rostro, que jamás olvido, está la ansiedad
y la última esperanza de que esto que estamos viviendo no sea cierto;
que ella, y solo ella como madre, sabe que Amílcar solo se ha dormido.
En sus ojos hay el conmovedor aleteo de quien quiere aferrarse a un imposible.
5. Al lado
mío
Se abalanza sobre el cuerpo inerte... Pero ahí está inamovible y sin caprichos la realidad ineluctable.
Levanta a su hijo de la mesa, se abraza a él y lo acurruca. Le habla al oído.
Le canturrea enloquecida una canción. Le dice al oído un susurro, un silabeo primitivo, fuera de sí.
Con su lengua lame sus orejas y de un momento a otro emite un grito desgarrador, salvaje, atroz.
Y
cae desmayada dejando que el cadáver vuelva con un golpe seco y otra
vez letal, a la mesa donde la tabla resuena con un retumbo bronco, el de
la muerte.
Familiares
acomedidos la han llevado a las habitaciones que quedan en lo recóndito
de la casa, echándole aire y rociándola con agua florida.
Y
otra vez empiezan los cánticos de ánimas en esta noche inhumana,
teniendo al frente los cerros. Y a un paso, al lado mío, el misterio de
la muerte sin entrañas.
6. A ratos
abrazados
Para
relevar nuestro turno han ingresado otros compañeros. Trato de
averiguar algo de la mamá, si es que se recupera para decirle en nombre
del colegio y de nuestra sección nuestras condolencias.
Por lo menos que sepa que aquí estamos, hasta el último momento, al borde de esa oquedad irreparable.
En ese afán estoy.
Cuando pregunto por mis compañeros me dicen:
– ¡Mira a qué hora sales! ¡Tus compañeros se han cansado de esperarte!
– ¿Dónde están?
– ¡Ya se fueron!
Corro por el callejón de la casa que da hacia la puerta de calle. Felizmente allí está Manuel esperándome.
Le pregunto por los otros dos amigos y me responde que ya se han ido.
Con
Manuel, enrumbamos por las calles oscuras. A ratos abrazados para no
caer al tropezar en las piedras. Y conversando acerca de Amílcar y de la
muerte.
Manuel está sereno.
7. Buscando
sus ojos
Me dice:
– La muerte es nacer hacia otro universo–. He sentido cómo su aliento penetra en mis oídos.
Frente a la puerta de mi casa le extiendo la mano; pero él me abraza fuertemente, dándome ánimo.
Las dos hojas de la puerta de mi casa hacia la calle están abiertas. Demoro en entrar.
En esa demora noto que Manuel en vez de seguir calle abajo, como sería natural, da la vuelta y regresa por donde hemos venido.
– ¡Qué extraño!, –me digo. ¿Adónde va Manuel?
Hoy
en el colegio, los tres compañeros con los que anoche hice la guardia
me preguntan qué ¡dónde me metí! Y, sobre todo, acerca de ¡cómo me vine!
Porque ellos estuvieron esperándome y después buscándome un buen rato.
– Me vine con Manuel–, digo buscando sus ojos para que les confirmara.
Los tres voltean a mirarse estupefactos. Y Manuel aclara:
– Yo me vine con ellos.
8. Las cornetas
van calladas
– Los tres nos hemos venimos juntos–, reiteran al unísono.
Siento que mi cuerpo se hiela.
¿Con quién, entonces, he caminado yo por las calles oscuras hasta mi casa esta noche?
Son las cinco de la tarde. Es día del entierro de Amílcar. Todo el colegio con brazaletes negros está aquí en los funerales.
La bandera de la escolta y los estandartes lucen cruzados de anchas cintas negras.
La banda de guerra deja colgar crespones enlutados de las cornetas y tambores.
El
director del Colegio, profesor Romeo Solís Rosas, ha ensayado en el
patio una marcha fúnebre con el redoblar espaciado de las tarolas.
– ¡Tan, tararán! ¡Tan tararán! ¡Tan, tararán!, golpean los sonidos atroces.
Esta
vez las cornetas van calladas. No lucen gallardas ni combatientes. Ni
al marchar van pegadas sus bocas a las caderas. Van de duelo, caídas y
acongojadas.
9. Al lado
del cajón
– ¡Tan, tararán! ¡Tan tararán! ¡Tan, tararán!
Ahora
bajan los tambores, tocando delante de nosotros detrás del catafalco.
Es tanta la gravedad del mundo que no solo lloramos, sino que hasta nos
castañetean los dientes.
Algo desconocido nos ha invadido el alma. Son los latidos de la muerte, si es que esa ladrona tiene latidos.
Las delegaciones de las escuelas, con las banderas enlutadas, arrastraban sus pasos en la tarde nublada.
He
sido nominado para decir unas palabras de despedida en la ceremonia que
le rendirá el colegio en el panteón de nuestro pueblo.
Pero
antes el director inicia su discurso pasando lista a nuestra sección
para lo cual nos ha hecho salir en formación hasta llegar al lado del
cajón mortuorio.
Empieza
a llamar alfabéticamente: Aguilar Luis, Angulo Manuel, Bocanegra César,
Caballero Tito...; y todos los aludidos responden: «¡Presente!».
10. Deja caer
el registro
Hasta llegar a... Gil, Amílcar.
Llama repitiendo varias veces. El intervalo es sólo mudez y silencio.
Se oye el zumbido de las abejas, el aleteo de las torcazas y el rodar del mundo.
–
Gil García Amílcar–, llama por última vez poniendo esta vez el apellido
materno, como si quisiera precisar más queriendo que el alumno
responda.
Y
entonces, al no obtener respuesta, volteando hacia el ataúd que
contiene el cuerpo yaciente, dice estas palabras que marcan un abismo
entre lo cotidiano y lo trascendente:
– «¡Ausente!».
Destapa su lapicero de tinta roja y anota en el Registro la falta con toda paciencia.
Luego
guarda parsimoniosamente el lapicero en el bolsillo del pecho, deja
caer el registro al suelo ante el estupor de toda la concurrencia y
alzando la cara de luto al cielo con sus anteojos que espejean, solloza:
– ¡Ha muerto!
11. Nacer
hacia otro universo
¡Ha muerto!
¡Qué terrible! Ante el paisaje hermoso que estalla con todas sus flores ¡y los frutos en todas las espigas!
Ante las colinas que relumbran con el agua en todas las hojas de las plantas y los árboles.
Ante el perfil translúcido de los cerros bajo el cielo arrebolado de nubes de todos los colores.
¡Ha muerto!
Dos palabras que son un golpe estremecedor. Como si recién nos acercáramos a la orilla del vacío absoluto.
No lo medito, pero al empezar a hablar yo lo hago con las últimas palabras que Amílcar me soplara en mi oído.
La primera vez lo hizo la noche en que hemos regresado de su velorio, al caminar juntos y abrazados hasta mi casa.
Y siento que en este mismo momento otra vez lo hace, susurrándome a los oídos:
– «La muerte es nacer hacia otro universo…»