lunes, 9 de septiembre de 2019

SEÑOR DEL FOGÓN - POR DANILO SÁNCHEZ LIHÓN



SEÑOR DEL FOGÓN

 
Por Danilo Sánchez Lihón

1. Lenguas de fuego

Todos tenemos una imagen que evocar respecto a nuestros padres. La mía, y como imagen de entrecasa en relación a mi padre, es el cuidado que él tenía respecto a la vida y milagros del fogón, al acto de encender y avivar el fuego en la cocina, pero solo de amanecida, muy temprano, a primera hora de la mañana, porque después ni entraba. Salvo que cuando mi madre le pidiera ayuda porque algo se demoraba en hervir, que era como solicitar la intervención de quien es autoridad omnipotente en esos menesteres.
– Dani. –Le dice–. No sé qué le pasa a la candela, que está lenta.

Entonces él empieza mirando la hornilla y removiendo aquí y allá los carbones; introduce uno o más pedazos de leña precisos y sopla en un lugar que solo él reconoce, que pareciera el corazón del fuego porque inmediatamente se aviva y las llamas se elevan y retozan. Es cuando las llamas antes titubeantes primero detienen su extinción y al ratito ya lamen fogosas las panzas de las ollas y empiezan luego a crecer chisporroteando en lo alto.

Son unas lenguas amarillas, ágiles, robustas y vivas que se alzan tanto que lengüetean encima ya de todo, que ocultan el borde de las ollas de barro, por donde espuma el sancochado, el chupe de papas, o bien las habas, el mote o los choclos. Es como si quisieran congraciarse con su amo, dueño y señor del universo, quien les ha concedido la fortuna de su atención, rindiéndole entonces pleitesía.

2. Un castillo vistoso

Pero la afición de mi padre por el fuego de la cocina empieza antes, desde mucho más atrás. Y es la inclinación y encanto que tiene por la leña. Un entusiasmo y una emoción muy especial lo embargan por ella. 

Participa muy de lleno en todas las actividades vinculadas con la presencia de ese recurso vital en la vida cotidiana de la casa.

Es él quien espera la aparición del pollino que voltea la esquina de arriba trayéndola con su dueño que aparece detrás pero un rato después. Mira desde la ventana del cuarto donde trabajaba cosiendo alguna prenda nuestra y sale. 

Aprecia la carga, pregunta su precio, transa, paga y hace que la leña sea descargada al borde de nuestra vereda. Entra con las primeras rajas en las manos y los brazos, y traza el cimiento de un castillo. 

Y la va apilando, calculando el sitio del corredor donde no interrumpa nuestros juegos, pero donde también no la alcancen las gotas de lluvia que salpican de las goteras que caen al patio en las tempestades, pero eso sí adonde llegue con toda su calidez los rayos esplendentes de la luz del sol.

3. El filo del hacha

Y comenta luego de todo ello con nosotros en la mesa. Le encuentra mil características a la leña que ha comprado, incluso refiere del árbol que antes ha sido y del cual hasta tiene presente a los nidos de pájaros que han estado allí sostenidos en sus ramas. 

Gusta cargar sus rajas, y arreglarla él mismo en su sitio, armando un castillo vistoso que más parece un juguete y hasta un ramillete de flores secas en el corredor.

Y, bueno, la tarea que él escoge hacer siempre es rajar esa leña en trozos delgados para hacer arder el fogón. Para eso, al amanecer coge un hacha y se dedica a partirla en pedazos pequeños a fin de mantener viva la candela. 

Para lo cual cruza un leño a modo de cabecera, acomoda el trozo por rajar, mira a su alrededor, como apartando con la vista lo que pudiera correr peligro de ser golpeado, y da el primer hachazo al pedazo de madera.

Ella se parte dejando una abertura como si quisiera ofrecer la esencia de su cuerpo o de su entraña recién desflorada. Pero otras veces, al dar un mal golpe, hace que la raja salte en el aire peligrosamente.

4. Acunar a un niño

– ¡Ajá! –Exclama, profiriendo la interjección como si supiera con qué índole y temperamento de madera está pugnando.

En este caso mira el filo del hacha, pasa los dedos por sus bordes, como si le dijese algo, y vuelve a dejarla caer con una precisión que hace que el leño se abra y queden rendidas sin apelación sus dos partes ante tal varón insigne.

Rajar leña es una tarea que él hace en el callejón de abajo, que permanece casi siempre desierto. Su piso es de tierra y no hay peligro de que un impacto mal dado acabe abollándose el filo del hacha en alguna piedra.

Además, el lugar permite concentrarse en los golpes que se dan y, como es apartado, resulta difícil que por allí se acerque alguien. Cada golpe que da rajando la leña va acompañado con un grito gutural de afirmación de la vida:

– ¡Ajá! ¡Ajó! ¡Ajú! 

Al terminar coloca el hacha en su sitio, ordena en la grada la leña trozada y recoge hasta la más mínima astilla que se hayan esparcido. Y alza el conjunto de la leña hecha trozos en los brazos, como si acunara a un ser querido, vivo y tierno, sudoroso como está por la faena; el cuerpo erguido, la mirada luminosa, y cruza el patio con el hato contra su pecho.

5. Una lumbre de oro

Coloca el manojo de leña rajada cerca al fogón, como un conjunto de piezas de naipes dispuestas para jugar la gran partida de quemarse vivas. Y es su placer y su encanto de inmediato encender el fogón mientras una lluvia repentina oscurece el cielo y deja escuchar su rumor antiguo en el tejado que solo el fuego que él alza logrará compensar para alegrar la mañana. 

Para ello arma lo más rápido una parrilla horizontal de las astillas más consistentes que se apoyan en dos leños gruesos ya puestos dentro de la hornilla. Y encima teje un pequeño andamio o techumbre horizontal de las astillas más finas, separando carbones inertes y ceniza que quedan debajo o al pie. 

Tiene a la mano un tarro de kerosén en donde unta una pelotilla hecha de retazos de tela, amarrados con un pabilo. Lo sumerge y luego levanta encima del tarro para que escurra un breve momento, y luego la lleva a la hornilla en donde caen las últimas gotas en los leños tendidos y dispuestos a arder. 

Coloca esa mecha debajo del techo de astillas, tira un fósforo encendido y en el ambiente nublado de la madrugada en la cocina a oscuras surge una lumbre de oro y de diamantes que es el fuego.

6. Las ollas maternales

¿Qué cosa más pura y hermosa puede haber –digo yo– en el mundo que contemplar la primera llama del fondo, los bordes y el infinito interior del fuego que hemos sido y desde donde hemos nacido? Y que somos de alguna manera, y seguiremos siéndolo después, en las muchas vidas que aún nos quedan por rodar, cautivos como estamos en este girar sin descanso, sin cesar y sin confín que lo ataje, en este universo pavorido.

Pero eso de encender el fogón no ocurre todos los días, porque él también se ocupa, avanzada la noche, en apagar las últimas brasas y cuida que los miles de rubíes prendidos a los tizones, o sueltos ya de ellos como chispas escondidas en el mar de cenizas, se duerman apacibles. 

Salvo que no haya leña seca porque ha llovido todo el mes y el sol no ha salido. Entonces al apagar el fogón retirando las leñas, en los carbones deja apenas dormida y vivas unas chispas para despertarlas después rebuscándolas en el océano de limallas y ciscos que la leña ha dejado.

Para revivirlos en la mañana siguiente, con más ímpetu en la claridad del nuevo día, a fin de que restañen luego en el vientre oblongo de las ollas maternales. 

Ahora bien, toda esta actividad mi padre no la dedica exclusivamente a su hogar sino también a su escuela, donde es el más entusiasta en preparar todos los días el desayuno del Refectorio Escolar.

7. Se hincha la leche

Para cumplir con ello hay que ir muy temprano al local del centro educativo a encender el fogón, atizarlo y hacer que se inflamen las llamas como el día en que se creara el mundo, y apareciese el sol, la luna, las estrellas; y los mares estupefactos. Para ello, siempre participa junto a él un grupo de tres o cuatro alumnos entusiastas que llega hasta la casa cargando costalillos llenos de panes recién salidos del horno de doña Raquel Aguilar. 

Y que ya en la escuela es una algarabía repartirlos. Que los niños reciben con sus tazas vacías y tintineantes en la mano, hasta que llegue la leche espumante. Mientras se apura, se afana y goza mi padre avivando el fogón, ¡arrancándole a la leña no sé si notas de júbilo o feroces refunfuños que los alumnos retirados a cierta distancia celebraban!

La mayoría de niños llega a la hora en que el sol ya dora las malvas del patio, cuando ya espuma hirviendo la leche, que viene en polvo y hay que deshacerla en baldes, que es lo más trabajoso de hacer para que no queden grumos que hace que los niños en lo mejor del deleite frunzan los labios en un gesto de rechazo.

Pero ahora se hincha la leche impoluta en las inmensas ollas que al igual que en nuestra casa, constituye el ámbito donde don Danilo, mi padre, establece su señorío, su reino y hasta su imperio inconmensurable.