domingo, 19 de junio de 2016

DÍA DEL PADRE - POR DANILO SÁNCHEZ LIHÓN



CAPULÍ, VALLEJO Y SU TIERRA
Construcción y forja de la utopía andina
   
JUNIO, MES DE LOS NIÑOS,
DEL MEDIO AMBIENTE, DE LA GLORIA
DE ARICA Y DE LA IDENTIDAD ANDINA
 
CAPULÍ ES
PODER CHUCO

 
*****
 
 
TERCER DOMINGO
DEL MES DE JUNIO
 
 
DÍA
DEL
PADRE

 
 
FOLIOS
DE LA
UTOPÍA
   
DUENDES
DE
LAS CERCAS
 
 

Danilo Sánchez Lihón
 
 
1. Coronas
de flores
 
Cuando mi padre el maestro de escuela Danilo Sánchez Gamboa murió, el cortejo fúnebre que acompañó hasta el cementerio era una columna compacta e interminable de alumnos y maestros de todos los centros educativos del pueblo, desfilando en silencio detrás de sus estandartes, que llevaban prendidos en sus astas con crespones negros.
Desde Lima fuimos sus once hijos con nuestra madre a darle cristiana sepultura, porque él nunca quiso dejar su tierra ni nosotros pudimos arrancarlo de su heredad, aferrándose a su lar nativo como las raíces de los robles a las rocas donde crecen.
Cuenta la gente que murió tocando su violín en su aula de clases. Había cumplido 46 años de servicios continuos en la misma escuela que nunca quiso dejar, siendo que a partir de los 30 años pudo haberse retirado y ganar ese mismo sueldo pero descansando en su casa. Quizá por eso, el cortejo fúnebre era de varias cuadras de personas apenadas de toda condición que caminaban silenciosas, solemnes y compungidas. Fue en mayo y la naturaleza hacía que el suelo que lo iba a acoger fuera un huerto, un vergel y un lecho primoroso.
Después de ver que se arrojaba palana tras palana de tierra humedecida que caía sobre su cajón reluciente, que fue desapareciendo a nuestra vista, y luego de colocar la cruz sobre el túmulo donde quedaron colgadas las coronas de flores, las comitivas de personas se fueron retirando; pero yo quise quedarme a solas, transido y cuantas horas fueran para llorar libre y a los cuatro vientos allí en el panteón.
 
2. Las cumbres
lejanas
 
El crepúsculo era de una belleza increíble y sorprendente. Mamá y mis hermanos fueron los últimos en salir y volteaban a cada momento llamándome y tratando de esperarme. El cementerio quedó vacío y la tarde moría espléndida perfilando sus amatistas y oros en las cumbres translúcidas de las colinas de Conra, y sus verdes dorados en los maíces, trigales y alfalfares de Yamanate y de todo el contorno.
Recostado y casi escondido en un viejo muro de piedra, entre nichos y plantas silvestres, se desbordaron libremente mis lágrimas y mi pena se ahogó en sollozos. Desde ahí veía ya lejos, por el vidrio de mis lágrimas, a mi madre y a mis hermanos, que se habían cansado de llamarme, en su lento caminar de regreso al pueblo, y a estar otra vez reunidos y desolados en nuestra casa.
Yo me consolaba mirando el perfil de los cerros y las cumbres lejanas, engarzadas de topacios, zafiros y diamantes, cuando sentí la presencia de Rosita, mi hermana, que no quiso dejarme solo y había caminado a escondidas, haciendo un rodeo para que no la viera. Se sentó a mi lado y me abrazó en silencio.
Estando así los dos sentimos que levemente se rompían unos rastrojos y caían algunas piedrecitas sobre las hojas. Y nos quedamos escuchando.
– Mira. ¡Mira! –Me dijo susurrando.
 
3. Montaraces
y silvestres
 
Cuando de repente vimos que de los muros surgían unas cabecitas y después unos cuerpos que espiaban a uno y otro lado para que nadie los viera, como duendes de las cercas. Y empezaron a saltar hacia adentro del panteón, sin querer entrar por la puerta, para que nadie los viera. Era una parvada de chiquillos desarrapados, humildes e indigentes, como se podía deducir por la ropa que llevaban puesta; las niñas con faldas de percala y franela.
Eran diez, quince, veinte y, al final, como treinta niños y niñas que tenían –¡no lo podía creer!– ¡hatos de flores en las manos! Rosas, geranios, claveles, margaritas, malvas y hasta mostazas, que seguramente habían recogido del campo, esperando escondidos la hora en que toda la multitud de gente se fuera, para ellos entrar y rendir su devoción y homenaje a alguien. ¿A quién? ¡No lo podía creer! ¡Era a mi padre que acababa de ser enterrado!
Era una escena preciosa y conmovedora, como si fuera una bandada de pajarillos montaraces y silvestres que revoloteaban en torno a la tumba recién abultada por la tierra floja y parda que se había hinchado y hecho un montículo. Esos niños habían esperado escondidos hacia un costado del cementerio, para subir por la pirca ayudándose entre ellos. Y probablemente lastimándose.
Pronto vimos que con sus manos empezaron a revolver la tierra haciendo huecos, acequias, canales; suavizando los terrones de encima. Y otros escarbando por los costados de la tumba.
 
4. Algarabía
de chiquillos
 
¡No eran entonces ramos de flores, sino plantas cargadas de capullos pero con sus raíces que empezaron a sembrar!, haciendo un cerco y trazando figuras como una flor con sus pétalos. Y las regaban con el agua que habían traído en botellas y recipientes de plástico.
Me conmovió tanto ver aquello que sentí un infinito consuelo, ya que si era así y de ese modo ¡aquel maestro estaba definitivamente salvado! Y en paz consigo mismo, en el lugar donde él estuviera.
Se esfumó entonces la horrible pena que me afligía de haberlo todos nosotros dejado solo, porque si alguien es capaz de producir esa adhesión sincera, oculta y espontánea de seres tan tiernos y desprovistos de toda formalidad, como hombre entonces había cumplido con un destino superior sobre la faz de la tierra y estaría definitivamente salvado.
Sentí, por primera vez, en muchos y prolongados días de pesar, honda y hasta feliz serenidad. Y supe en ese momento que él estaba contento, dos o tres metros más abajo en el suelo; o arriba, muy lejos, en el firmamento.
En el cielo adonde había viajado, o en el fondo conmovedor de las almas de aquella algarabía de chiquillos que ahí, en ese momento, yo presenciaba. Se me aclararon entonces los ojos, enjugué mis lágrimas y salí a agradecerles.
 
5. Para
eso
 
– ¡Hola, niños! –Dije, cuando avancé hacia ellos.
De inmediato, raudos y fugaces, igual que al principio, se escuchó el mismo ruido de pajas que se quiebran, de piedrecillas que golpean y el aleteo de los gorriones cuando asustados surcan el aire y alzan el vuelo. Y desaparecieron por sobre los muros por donde habían entrado, cual duendecillos huraños de las pircas, los bosques, los ríos y las praderas.
¿Entonces, quiénes eran?
No eran alumnos de su aula ni su escuela, porque todos ellos habían asistido rigurosamente uniformados junto a sus profesores y los habíamos visto desaparecer de regreso al pueblo, detrás de sus estandartes.
¡No había dura!, eran niños de la calle, aquellos que no van a la escuela porque mendigan, muchos de ellos sin hogares, con quien él sabía congeniar y consolaba cuando los hallaba tristes, donde quiera que los encontrara.
A quienes lo primero que hacía era curarles las heridas. Para eso sus ternos antes de buen corte, y él luciéndolos con la fina estampa que tenía, se fueron abultando en los bolsillos, porque allí cargaba su equipo para curar, como sus atavíos de maestro, principalmente tizas de colores, pero igual, allí se podía localizar trompos, pajaritas de arcilla que eran silbatos, y hasta boliches y guirguires.
 
6. Gorriones
asustadizos
 
Pero también cargaba allí sus implementos para hacer música: su solfeador de notas, su traste para el diapasón de su guitarra, púas de diferentes materiales y colores, cuerdas de distinto grosor y calibre, de la primera a la sexta, para guitarra y mandolina.
Pero sobre todo cargaba allí un botiquín permanente, compuesto de aseptil rojo, sulfanil, agua oxigenada, algodón, gasas, esparadrapos. Y los utensilios para operar curando heridas donde quiera que fuera, sobre todo pinzas y tijeras.
Su especialidad era extirpar verrugas, que son granos ásperos y oscuros que crecen en las manos y brazos de los niños, que todos temen por ser contagiosas. Él sabía cómo extirparlas, e iniciado el proceso averiguaba dónde vivía o permanecía el niño e iba a buscarlo para culminar el tratamiento.
Son ellos los gorriones asustadizos o pájaros fruteros que hace un momento han escapado y estuvieron antes esperado que todos nos fuéramos, para entrar por el cerco de piedras, las mujercitas portando recipientes y botellas con agua para hacer el jardín que aquí han dejado como un paraíso multicolor de flores.
Son ellos. Porque no hace mucho visitó a mi hermano Juvenal, en el Hospital de Neoplásicas donde él es médico, un señor que le habló de este modo:
 
7. Una niña
que vela
 
– Usted no me conoce, doctor, pero yo soy Mardonio de Santiago de Chuco. ¿No se acordará usted? Yo recuerdo mucho a su papacito. Le voy a contar algo, que usted no conoce. Yo era un niño pobre y de la calle. Un día su papacito me vio por la plaza caminando sobre las piedras, sin zapatos. Me cogió de la mano, hizo que me siente en la vereda, me limpió los pies con su pañuelo y me hizo entrar a la tienda del señor Quezada y me compró los primeros zapatos que yo usé en mi vida. Fíjese, ¡los compró fiados!, porque plata no tenía, pero sí un corazón de oro, o de diamante. Porque ustedes, ¿cuántos eran, o son?
– Somos once hermanos de padre y madre.
– ¡Ya ve! Y no le sobraba la plata, para criar a once con el sueldo de maestro. Pero es que a él ¡jamás se le vio tomando un vaso de cerveza! ¡Jamás! Esos zapatos los amiguitos de la calle quisieron quitármelos. Y yo me puse a llorar. Me dijeron: A ver entonces dinos: ¡De dónde los has robado! Y yo dije la verdad: ¡Me los ha comprado don Danilo! Cuando dije eso todos callaron reverentes. Y dejaron de fastidiarme. Y respetaron mis zapatos. Y, al contrario, lo cuidaban que no los pierda.
¡Era entonces esa parvada de niños!
Y quizá también por eso, siempre que volví a Santiago de Chuco, y visité la tumba de mi padre, la encontré perennemente cubierta de flores. Y se cuenta y dice la leyenda que al borde de su sepulcro hay siempre una niña que vela.
 
 
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