sábado, 16 de mayo de 2015

RECREO BAR - POR FRANSILES GALLARDO (MAGDALENA, CAJAMARCA)

 
RECREO BAR

Por Fransiles Gallardo


Yo sabía que estaba pedido, ingeniero nos dice don Gamaliel Saboya, desde sus ochenta años y el brillo de sus ojos pardos y no me quedó otra que prepararme para lo que tendría que suceder.
Nos encontramos en Don Remigio, al costado del Wallaga, para saborear «un picuro al vino», una cerveza y algunas historias por escuchar.
Es la impotencia de ver que tu pueblo se desangra y no poder hacer nada interviene el abogado León Leónidas P. Waywa, como se lee en su tarjeta de presentación, quien ha hecho posible esta reunión.
De impotencias usted debe saber mucho, estimado doctor digo sonriendo, pretendiendo disminuir las tensiones de la presentación.
No sólo yo, ingeniero; quien está a mi costado debe saber mucho más que yo replica riendo, acomodándose el cabello negro con su mano derecha.
Ja, ja, ja reímos, haciendo un salud con una «cusqueña red lager».
Don Gamaliel y el Dr. Waywa beben agua mineral. Sus religiones no le permiten beber nada que contenga alcohol. Así dicen.
Son mundanas me dices.
Gracias –digo yo.
Es mediodía y las mesas del local se van llenado de visitantes y comensales. Las meseras aceleran su paso y sus «buenos días, ¿mesa para cuantos?», preguntan.
La vida no ha sido fácil, ingeniero nos dice don Gamaliel Saboya cerrando los ojos, luchando internamente contra las aún no cicatrizadas heridas que hay en su alma y en su corazón.
Un íntimo batallar con sus recuerdos, su nostalgia, su tragedia y su cerebro.
El local con su forma octogonal y techo de palmera tejida, en forma de maloca, tiene un atractivo especial.
La gente cree que pasábamos una vida de dioses en esos tiempos, ingeniero, pero no es verdad: plata había, dólares en costales, billetes en cantidad, pero también había violencia, muertos a cada rato y en cualquier sitio, nadie estaba seguro de nada. Amanecía, ingeniero, y sobre el Wallaga flotaban los cadáveres: tres, cuatro, diariamente su rostro se endurece con los recuerdos; fiesta en que no había muertos, no era una buena fiesta.
Miro mi vaso y está a la mitad: está medio vacío o medio lleno, pienso.
¿Sabe cuándo se jode todo esto ingeniero? pregunta don Gamaliel Saboya y yo muevo la cabeza negativamente. Cuando Sendero se une con las mafias y se vuelve guardaespaldas de los narcotraficantes; y, se empeora cuando la fuerza armada toma el control militar de la provincia.
Arreglo mis lentes, a la espera de mayores argumentos.
Vivíamos bajo tres fuegos, ingeniero nos dice con un ligero temblor de voz: Los terrucos, los narcos y los cachacos mirando a la distancia; todos éramos sospechosos de todos y por nada nos dice.
El calor comienza a hacerse sentir y los ventiladores funcionan a su máxima velocidad.
Eso no era vida, ingeniero concluye secándose la rugosa frente con su pañuelo.
Es cierto, ingeniero, que los militares trajeron la paz. Limpiaron a la zona de narcos, mafias y terrucos; pero, a costa de cuántos muertos inocentes y sacrificados sin culpa alguna.
Cuántos inocentes murieron por tener la desdicha de cruzarse entre las balas de los narcos, por el control de la coca.
Cuánta gente pobre murió por las balas y los cuchillos de los terroristas, de los narcos, las mafias y por los militares.
Todos éramos sospechosos, todos podíamos ser señalados como soplones: nadie preguntaba nada, solo te disparaban y chau. A veces solo por puro gusto.
Y encima no podías recoger los cadáveres sin autorización
de la ronda. Si lo hacías, te mataban.
Mirabas mal a un capo y un balazo te destrozaba la frente.
Le gustaba tu hija, tu mujer o tu hermana a un terruco y, simplemente, se la llevaba y no podías decir nada.
Esa era mi provincia, ingeniero.
Se le quiebra la voz. Yo siento la garganta seca.
Yo pude ser un muerto más, ingeniero me comenta bebiendo un sorbo de su agua mineral, pero Dios es muy grande y me protegió y aquí estoy para contarle, dicen que mala yerba no muere sonríe sin ganas.
Uno más en las estadísticas de la Comisión de la Verdad comento tratando de bajar la tensión del momento.
Nadie sabe, exactamente, cuántos muertos hubo en esos años, ingeniero me contesta rascándose la barbilla. Nadie reportaba nada, nadie recogía a los cadáveres; cuántos aventureros y forasteros quedaron flotando sobre el Wallaga o en los pozos de agua de las casas.
Así de terrible era nuestra vida, ingeniero.
Una pareja de esposos, ya mayores, se acercan a nuestra mesa y lo saludan con sorpresa y cariño; le preguntan por su esposa, por su familia, por sus hijos.
Yo saludo cortésmente, con un movimiento de cabeza.
La gente cree que vivir en medio del dineral te volvías millonario, que por estar rodeado de toneladas de coca te hacías narcotraficante y que por vivir cercado por senderistas te volvías terruco.
Los tocachinos estábamos cagados, ingeniero: éramos millonarios, narcos o terrucos.
De las mesas vecinas, una que otra mirada se extravía hacia nosotros. Yo sólo muevo la cabeza.
Es cierto, ingeniero, mucha gente que supo pensar hizo su platita y la invirtió bien: compró terrenos, casas en Lima o puso su negocio propio; es decir, guardó pan para mayo.
El tocachino común y corriente fue un cojudo.
Creyeron que el negocio de la coca iba a ser eterno y cuando llegaron los toco tocos con los milicos dentro, se quedaron sin nada.  Se fueron a la misma mierda, ingeniero.
Lo veo sonreír y también sonrío. El Dr. Waywa escucha en silencio.
Yo tenía un recreo bar, modestamente, el mejor de Tocache. Me saqué el alma para construirlo y empeñé lo poco que tenía.
Traje por primera vez a Los Mirlos de Tarapoto cuando eran sensación en Lima, y el difunto Juaneco estuvo dos veces en mi local, con lleno total.
Éramos un pueblo tranquilo, todos nos conocíamos y nos saludábamos e íbamos a misa los domingos; hasta que llegaron los narcos y se desató la guerra entre los grupos de peruanos y colombianos.
Llegaban los narcos con su metralleta al hombro, alquilaban mi local y yo tenía que darles, no me quedaba otra. Traían bailarinas de Tarapoto, Trujillo, Chiclayo y de Lima y armaban fiestas de tres días, con sus noches respectivas.
Luego vinieron los senderistas y a punta de bala, exigían mi local para sus festejos personales y fiestas de apoyo popular.
Consumían lo que querían y encima no pagaban. Si no lo les daba lo que querían, me mataban.
No había chicas, iban de casa en casa y requisaban a toda escoba con falda que encontraran; después las llevaban al monte, para adoctrinarlas y que sean sus mujeres y sus cuadros.
Hasta que llegaron los toco tocos y las fuerzas combinadas del ejército y la Guardia Civil. Entraron a las casas de los narcos. Requisaron todo lo que había. Los dejaron jodidos y calatos.
Los terroristas desaparecieron como por arte de birlibirloque.
Yo estaba en Lima. Cuando regreso de viaje, un viejo amigo guardia civil, me
dice:
Amigo Gamaliel, está en la lista de los pedidos, usted verá que hace.
Mi nombre estaba en la relación de requisitoriados, iban a capturarme en cualquier momento y donde sea.
Así que me resigné. Mi mujer y mis hijos estaban viviendo en Lima hacía años. Yo, aquí estaba solo.
Decidí que lo mejor era presentarme: «Gamaliel, estás jodido; lo que tenga que suceder, que suceda», y me preparé.
En tres días me presentaría en la comisaría.
Fui al notario y dejé todas mis cosas en orden. Mi casita en Tocache, en Lima; lo poco que tenía.
Me preparé físicamente, hice ejercicios y caminatas. Fortifiqué mi cuerpo. Me alimenté bien, comí carne de todo tipo para tener proteínas; arroz, plátano, para tener reservas.
Fortifiqué mi alma. Me mentalicé para no sentir dolor. Sabía que me iban a sacar la mierda, que me iban a hacer cantar en todos los idiomas. Aunque no tenía nada que declarar en contra de nada ni de nadie, no quería que el dolor me quebrara.
La noche anterior, solito me emborraché hasta donde pude, en mi casa. Me bebí todos los tragos que tenía en mi bar.
Al siguiente día fui a la Iglesia, confesé todos mis pecados, y los que no tenía, también, por si acaso. Comulgué y quedé en paz con el de arriba. Me mentalicé. No me quedaba otra y me presenté.
Llegué a la Comisaría y pedí hablar con el Comandante. Me hicieron sentar en la recepción con dos guardias civiles a mi costado, hasta que uno de ellos me acompañó hasta su despacho.
Soy Gamaniel Saboya, jefe le dije mirándolo a la cara, y antes que me capturen vengo a entregarme, señor.
El Comandante me miró sorprendido.
Alférez, tráigame la lista de erre qus ordenó y el susodicho le alcanzó un folder lleno de papeles.
Los revisó y mirándome a la cara me preguntó:
¿De qué delitos se acusa? ¿Y por qué ha venido a entregarse?
Con toda serenidad y parado frente a su escritorio, le contesté:
No he cometido ningún delito, Comandante. Yo tengo un recreo bar, el cual era tomado, bajo amenazas de matarme, por narcotraficantes y terroristas. Allí han bailado, emborrachado, mujereado y mozarendeado las veces que han querido y no podía negarme le expliqué.
Estuve media hora contándole lo que pasaba en mi recreo bar y el Comandante me interrumpía a cada rato, para preguntarme:
¿Conoce a fulano? ¿Qué sabe de zutano? ¿Es cierto que mengano...? ¡Nombres, quiero nombres, deme nombres!
Yo negaba con la cabeza. Claro que los conocía. En pueblo chico todos nos conocemos, ingeniero. Yo no iba a echar a nadie. Yo iba a defenderme sólo. A eso había ido yo.
Ordenó que me llevaran a la celda. Allí comenzó mi calvario. Ya había algunos presos y diariamente llegaban cuatro o cinco más.
Los más jodidos estaban amarrados de manos y pies y no podían ni siquiera comer; se orinaban y se cagaban en su pantalón y el cuarto apestaba a pura mierda. Y con este calor, debe imaginarse. Las moscas se metían hasta en nuestras narices. Yo, haciendo ascos del asco, les daba de comer en sus bocas.
En las noches nos sacaban de dos en dos a otra celda y allí nos sacaban la mierda, para que hablemos, para que inculpemos a otros.
Nos calateaban, ingeniero. Y, con toalla mojada, para no dejar huellas en nuestros cuerpos, nos pegaban hasta cansarse.
Luego nos metían de cabeza en baldes con mierda y orines hasta casi ahogarnos.
        - ¡Esto se llama orinoterapia! decían y se reían.
A varios se les pasó la mano y murieron ahogados en mierda.
A la cinco de la mañana nos baldeaban y con esa agua nos lavábamos la cara y la juntábamos en lo que podíamos, y como la sed nos mataba por el tremendo calorazo de Tocache, de esa agua tomábamos.
A otros les disparaban con balas de fogueo, para aterrorizarlos.
Las noches eran insoportables. Las torturas, con fiscal o sin fiscal, duraban quince noches. Los gritos de dolor y de desesperación quebraban al más fuerte.
Cuántos habrán muerto en esa comisaría, no lo sé, ingeniero.
Mira su vaso y se toma un trago. Tiene la voz quebrada y los ojos pardos humedecidos.
Lo miro con el alma constreñida y la garganta seca. Creo que el Dr. Waywa, también.
Yo contaba los días, uno a uno; quería saber cuánto resistiría mi cuerpo. Los primeros días no podía ni moverme, hasta que mi cuerpo se fue habituando. Ya no sentía dolor.
Al vigesimotercer día vino un guardia con un papel en la mano.
¡Ese Gamaliel Saboya, con sus cosas, afuera! gritó.
Cosas de la vida, ingeniero nos dice con una mueca de sonrisa, sino había llevado nada.
Se toma otro sorbo, hasta dejar el vaso vacío.
—Miré a mis compañeros de desgracia y se me arrugó el corazón. Me abracé con los que conocía. Tampoco estaba seguro si saldría libre.
Decían los presos que se llevaban a los cumpas y terrucos para fondearlos en el Wallaga. No lo sé, ingeniero.
En la puerta me esperaban mi mujer y mis hijos.
Me abracé de ellos y lloré como nunca, como lloran los hombres de verdad, ingeniero.
Había vuelto a vivir.
Gruesas lágrimas discurren por las trajinadas mejillas de don Gamaliel Saboya.
Bebo un trago largo de cerveza y su líquido abre surcos en mi reseca garganta.
Como las cristalinas aguas de los puquios, sobre la resquebrajada arcilla de los campos de mi tierra, en los veranos intensos de julio.
También estoy llorando.
De: Puka Yaku, Ríos de Sangre