domingo, 20 de abril de 2014

EL CÓLERA EN LA FICCIÓN DE GARCÍA MÁRQUEZ - ESCRIBE ÁNGEL GAVIDIA RUIZ (MOLLEBAMBA, SANTIAGO DE CHUCO)




EL CÓLERA EN LA FICCIÓN DE GARCÍA MÁRQUEZ*

Escribe   Ángel Gavidia**

            -No hay en mis novelas una línea que no esté basada en la realidad- le dijo Gabriel García Márquez a su amigo y compatriota Plinio  Apuleyo Mendoza.

            -¿Estás seguro?- retrucó Plinio-. En “Cien años de soledad” ocurren cosas bastante extraordinarias. Remedios, la bella, sube al cielo. Mariposas amarillas revolotean en torno a Mauricio Babilonia…

            -Todo ello tiene base real –contestó el Nobel,  y siguió conversando (1).

            Pocos años después de esta conversación, en 1985 aparece “El amor en los tiempos del cólera”, y en esta historia de amor, de amor trascendente, aparece también, a manera de palpitantes hitos,  una (iba a decir exótica) epidemia de cólera (2).

            Muchos médicos peruanos vimos al cólera, hasta antes de ese fatídico 23 de enero de 1991,  como una patología ajena a la patria y, por extensión, a América. Una infección con connotaciones al Islam y a los ríos sagrados de la India cuya relación con nosotros escapaba, acaso ingenuamente,  a nuestra propia retina. Por eso iba a calificar de exótica a la enfermedad que García Márquez coloca desde el título en la novela que pretendemos comentar.

EL COLERA EN LOS TIEMPOS

            Sin embargo, ya en el siglo XIX, siguiendo las rutas del comercio, el cólera había desbordado varias veces sus linderos asiáticos. Seis grandes oleadas azotaron al mundo, y el coletazo de cuatro de ellas tocó trágicamente el continente americano. La Organización Panamericana de Salud refiere la ocurrencia de cólera  en la casi totalidad de países de nuestro continente (3). No se sabe, por otra parte,  cuando el cólera abandonó América. Pudo ser entre 1880 y 1895. Es decir 100 años antes de su devastador retorno y, esta vez, desde Chancay, en el Perú. Debemos anotar, sí, que desde 1973 vienen  ocurriendo casos esporádicos y muy localizados de cólera en Luisiana y Texas, al parecer, sin relación con la tragedia de 1991 (5).

*Ensayo escrito en 1994, 3 años después que la epidemia del cólera entrara por el Perú  a América del Sur y a 9 años de la sorprendente  aparición de “El amor en los tiempos del cólera”. Fue publicado en el Boletín de la Sociedad de Medicina Interna.
**Médico Internista asistente en el Hospital Belén y profesor de la Universidad Nacional de Trujillo-Perú.

            La novela de García Márquez se ubica entre las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del siglo XX. Transcurre fundamentalmente  en los tórridos parajes del caribe colombiano. La historia termina  unos años después de 1924 y termina en el mar, cerca de la desembocadura de La Magdalena. El cólera pasa, de ser el recuerdo de una hecatombe que en dos semanas llenó los cementerios y en once tenía en su haber las más grande mortandad que haya visto esa región, a ser,  durante más de 50 años de trajines de amor, más que una comprobación, una sospecha: todo cadáver, todo malestar por mínimo que fuera, convocaba relaciones con esta enfermedad. Cuando el Dr.  Juvenal Urbino, distinguido médico formado en Francia y en otras escuelas de Europa, retorna a su ciudad natal “Su padre, un médico más abnegado que eminente, había muerto en la epidemia del cólera asiático que asoló la población seis años antes”. Y  el flamante  Dr. Urbino tiene que afrontar al poco tiempo de su arribo un aumento de los casos de cólera “pero al término del año se consideró que los riesgos de una epidemia habían sido conjurados”. “Desde entonces – dice el narrador-, y hasta muy avanzado este siglo, el cólera fue endémico no sólo en la ciudad si no en casi todo el litoral del Caribe y la cuenca de La Magdalena, pero no volvió a recrudecer como epidemia”.

            Según la OPS, Colombia fue visitada por el cólera en varias oportunidades a partir de 1848. Parece ser que el último caso aconteció en 1859 (6). Es decir, la tierra de la cumbia soportó algo más de una década la presencia de esta enfermedad. Todos coinciden, por lo demás,  que América inicia el siglo XX sin cólera. Sin embargo, en la obra del Gabo aparecen, de trecho en trecho, a lo largo de más de 50 años, cadáveres o vomitadores agonizantes o simplemente temores cuyo origen es el cólera. El autor costarricense Leonardo Mata, comentando la epidemia que asoló su país en 1856, dice: “La experiencia debió dejar profundas huellas en la salud, bienestar, estructura poblacional e incluso estilo de vida, afectándose  el contrato social las uniones matrimoniales,  la relación entre padres e hijos, y la percepción del cólera y de la muerte que a ella se asocia. Su huella es el terror trasmitido de abuelos a nietos hasta nuestros días…” (7). El amor en los tiempos del cólera no podía esquivar esa huella. Esa huella de miedo.

LA CIUDAD

            Gabriel García Márquez se detiene en varias oportunidades a describir las condiciones sanitarias de “la ciudad”: En invierno-dice- , unos aguaceros instantáneos y arrasadores desbordaban las letrinas y convertían las calles en lodazales nauseabundos”. “Al anochecer,  en el instante opresivo del tránsito,  se alzaba de las ciénagas una tormenta de zancudos carniceros, y una tierna vaharada de mierda humana, cálida y triste, revolvía en el fondo del alma la certidumbre de la muerte”. “Las casas coloniales bien dotadas tenían letrinas con pozas sépticas, pero los dos terceras partes de la población hacinada en barracas a la orilla de las ciénagas hacía sus necesidades al aire libre”, el mercado “Estaba  asentado en su propio muladar,  merced de las veleidades de mar de leva, y era ahí donde los eructos de la bahía devolvían  a la tierra las inmundicias  de los albañales”.  Por otra parte, el agua que bebían las personas más acomodadas provenía de “aljibes subterráneos donde se almacenaban bajo una espesa nata de verdín las aguas llovidas durante años”. El escritor revela con precisión el deplorable estado de salubridad que, dígase de paso,  era común en la mayoría de ciudades del mundo durante el siglo XIX. El Vibrio cholerae tenía, pues aquí, en esta ciudad hecha de  páginas, un poderoso y a su vez acogedor referente de la realidad donde vivir.

LOS SÍNTOMAS Y SIGNOS

            Los síntomas atribuidos al cólera ocupan en la novela escasas y dispersas líneas. Florentino Ariza, el gran enamorado de Fermina Daza, sufre, esperando una carta de la amada, diarrea y vómitos verdes, además de pérdida de la orientación, desmayos repentinos, “pulso tenue, respiración arenosa, y los sudores pálidos  de los moribundos”. Su madre piensa que ha contraído el cólera; pero un médico homeópata descarta esta posibilidad porque no tenía fiebre ni dolor en ninguna parte y  “le bastó un interrogatorio insidioso, para comprobar una vez más que los síntomas del amor son los mismos del cólera”. En otra oportunidad el mismo Florentino Ariza, navegando por el río La Magdalena, estuvo “tiritando de calentura” por lo que es aislado en el camarote de cuarentena por el médico de a bordo temiendo que fuera un caso de cólera. En otra parte se describe a un hombre procedente de Curazao “un enfermo de caridad que tenía coloración azul en todo el cuerpo” “el enfermo murió a los cuatro días, ahogado en un vómito blanco y granuloso”. En otro momento, Fermina Daza, probablemente la mujer más amada en la literatura mundial, encuentra cadáveres “achicharrados al sol”  con grumos blancos en la boca.

            El narrador recoge, pues,  varios síntomas compatibles con el cólera: diarrea, vómitos, respiración arenosa (¿acidótica?), cianosis, diaforesis, desmayos, pulsos tenues. Estos últimos son signos de pacientes que han  perdido grandes volúmenes de líquidos. Los vómitos son descritos como “blancos y granulosos”. Las deposiciones, sorprendentemente, son referidas en menos ocasiones que los vómitos y sólo son enunciadas sin detenerse a describir sus características, en esta enfermedad, tan llamativas como particulares. La fiebre y los dolores son referidos, en la novela,  como síntomas muy importantes a tal punto que la ausencia de fiebre aleja en una  oportunidad la posibilidad de cólera y en otra, su presencia induce a pensar en él. En realidad la fiebre es sumamente rara en esta entidad, sin embargo, entre los viejos nombres que recibió el cólera,  se halla el de “fiebre álgida grave”. Quizá la explicación que nos da el Dr. Mata con respecto a la epidemia costarricense sirva para justificar al Nobel colombiano (si es que caben justificaciones en literatura): “Es  bastante probable que la disentería precedió al cólera traslapándose ambas epidemias”. Este mismo autor, analizando la información de otro médico, testigo de la epidemia mejicana, concluye “algunas personas tuvieron diarrea con fiebre, retortijones y dolores abdominales, síntomas que son típicos de la disentería y no del cólera” (8). En efecto, los dolores abdominales son muy infrecuentes, no así los calambres que tanto,  torturan al enfermo.

ENFRENTANDO AL CÓLERA

            El novelista sintetiza así la participación de los dos médicos que enfrentaron el cólera: “ Apenas terminados sus estudios de especialización en Francia, el doctor Juvenal Urbino se dio a conocer en el país por haber conjurado a tiempo, con métodos novedosos y drásticos,  la última epidemia de cólera morbo que padeció la provincia. La anterior cuando él estaba todavía en Europa, había causado la muerte de la cuarta parte de la población urbana en tres meses, inclusive a su padre, que fue también un médico muy apreciado”. “El doctor Marco Aurelio Urbino, padre de Juvenal, fue un héroe civil de aquellas jornadas infaustas, y también su víctima más notable. Por determinación oficial concibió y dirigió en persona la estrategia sanitaria, pero de su propia iniciativa acabó por intervenir en todos los asuntos del orden social, hasta el punto de que en los instantes más críticos  de la peste no parecía existir ninguna autoridad por encima de la suya”.

            No está claro qué hizo Marco Aurelio en su fallido intento por detener la epidemia. Sólo figura un “bando del cólera” en el que se imponía a la guarnición local disparar un cañonazo cada cuarto de hora, de día y de noche,  “de acuerdo a la superstición cívica de que la pólvora purificaba el ambiente”. Esta práctica es coherente con la teoría de los “miasmas” que dominó buena parte del siglo XIX. La teoría de los miasmas  sostenía que el contagio se daba por el aire. Era este el que transportaba descargas de contagio desde los cadáveres y  las materias putrefactas. No obstante que ya 1849 el médico inglés John Snow publica su clásica obra “Sobre el método de trasmisión del cólera”  en la que establece el papel protagónico del agua, un grupo importante de autoridades médicas seguía sosteniendo que el cólera era una materia que se difundía por el aire y también era distribuida y diseminada  por la interacción humana (9). Volviendo a la novela: “Años después, revisando la crónica de aquellos días, el doctor Juvenal Urbino comprobó que el método de su padre había sido más caritativo que científico, y que de muchos modos era contrario a la razón, así que había favorecido en gran medida la voracidad de la peste”.

            En cambio Juvenal Urbino, que citaba a Charcot y a Trusseau “como si fueran sus compañeros de cuarto” y que “mandó para el desván los tratados de ciencia virreinal y de la ciencia romántica” de su padre y puso en los “anaqueles vidriados los de la nueva escuela de Francia” se movía por los tiempos del cólera con pasos firmes y precisos:

1.      Apeló a las instancias más altas para que cegaran los albañales españoles y construyeran  en su lugar alcantarillas cerradas cuyos desechos no desembocaran en la ensenada del mercado, si no en algún vertedero distante.
2.      Trató de imponer en el cabildo un curso obligatorio de capacitación para que los pobres aprendieran a construir sus propias letrinas.

3.      Luchó para que la basura no se botara en los manglares y para que se recogiera por lo menos dos veces por semana y se incinerara en despoblados.

4.      Consciente de la acechanza mortal de las aguas de beber y de la falsa seguridad que daban los filtros de piedra de los aljibes,  pensó en construir un acueducto e inclusive en mineralizar el agua de dichos depósitos, aunque para ello tuvo que luchar con enraizadas supersticiones.

5.      Cambió de lugar el mercado y lo construyó cerrado y lejos del muladar en el que estaba.

6.      Alertó a sus colegas y a las autoridades de los puertos vecinos a fin de poner en cuarentena a las embarcaciones contaminadas.

7.      Sometió, igualmente, a cuarentena individual y barrial a las personas de los lugares donde se presentaran casos de cólera.

8.      Consiguió imponer la cátedra obligatoria de cólera y de fiebre amarilla en la escuela de medicina.

Casi la totalidad de sus propuestas, más temprano que tarde se llevaron a cabo. En menos  de un año los riesgos de la epidemia fueron conjurados y “Nadie puso en duda que el rigor sanitario del Dr. Juvenal Urbino, más que la suficiencia de sus pregones había hecho posible el prodigio”.  Desde nuestro escritorio y en los albores del siglo XXI, imaginando a Juvenal Urbino y con él  a la formidable ficción del escritor de Aracataca, decimos: Efectivamente, fue el rigor sanitario, pero fue también la inmunidad que 6 años atrás había dejado el cólera en la población sobreviviente.

LA TERAPÉUTICA

            Al contrario de la enérgicas y variadas medidas de prevención, nada hay en la novela  de la terapéutica en los casos de cólera. El pasaje aquel cuando enferma el Dr. Marco Aurelio ilustra esta ausencia: “Cuando reconoció en sí mismo los trastornos irreparables que había visto y compadecido en los otros, no intentó siquiera una batalla inútil, sino que se apartó del mundo para no contaminar a nadie”.  Tampoco se dice nada nada del enfermo cianótico que venía de Curazao pese a que permaneció cuatro días en el  Hospital de la Misericordia en donde laboraba Juvenal Urbino. Hay escondida en una línea, la referencia a una “buena carga de bromuro” en una persona sospechosa de cólera que presentaba fiebre y escalofríos. Y nada más.

            Llama la atención que el autor haya omitido, casi desperdiciado,  este “suculento” aspecto que en la historia de esta enfermedad es frondoso y hasta estrambótico. En el año 1832, por ejemplo, el presidente de la Sociedad Médica del Estado de Nueva York, al parecer muy frustrado por los resultados, aconsejó el taponamiento del recto de los enfermos con linóleo y cera de abeja. En Costa Rica, en la epidemia de 1856, el Dr. Carl Hoffman recomienda  utilizar  en los pacientes que presentan enfriamiento, frotaciones con sustancias irritantes y si esto no fuera suficiente, aplicación de ladrillos calientes o “paños de agua hirviendo hasta levantar ampollas”. Otro intento por calentar el cuerpo era tomar “de media a media hora una cucharada de aguardiente alcanforado hasta que se desvanezca el hielo del cutis y se produzca un sudor caliente” (10). En otros lugares, comentaba el profesor Carpenter,  se aconsejaba transfusiones de leche para combatir la cianosis. Con razón Bushman se queja desde Londres, en 1850,  que en los dos brotes epidémicos de los que fue testigo, los médicos no hayan reducido un ápice la  mortalidad. “La mortalidad en cualquier parte de Europa y bajo cualquier variedad de tratamiento médico,  de empleo común, ha sido la misma”-decía (11). Y es que la solución de Perogrullo de reponer líquidos a quienes los están perdiendo no halló en el siglo pasado el camino correcto. O, si es que lo encontró, sólo fue para extraviarse rápidamente de él. Porque Latta en 1932 introduce  el empleo de líquidos intravenosos, pero los pacientes que al principio experimentaban mejoría terminaban siempre sucumbiendo. “un caso de demasiado poco, demasiado tarde” dice Gerald Keusch, tratando de encontrar una explicación (12). La rehidratación oral también fue intentada (Marsde, 1834) con éxitos modestos y abundantes fracasos. Por lo tanto,  estos procedimientos fueron desalentados hasta su “redescubrimiento” un poco más allá de mediados de este siglo. El conocimiento de la composición de la diarrea que en el cólera es muy semejante  al del plasma sanguíneo y la observación trascendental de Phillips y sus colaboradores que la adición de glucosa en la solución hidratante aumenta la absorción de agua y electrolitos en quienes la beben, permitieron establecer conductas terapéuticas de cuyo éxito todos somos testigos, todos menos los abnegados médicos del “Amor en los tiempos del cólera” que no tuvieron la vida suficiente para conocerlo.

LA EPIDEMIA

            En la historia del cólera a nivel mundial se tienen registradas siete pandemias que se iniciaron en los años 1816, 1829,  1852,  1863, 1881, 1889 y la actual iniciada en 1961 (14).

            Teniendo en cuenta la edad de los protagonistas y otros acontecimientos que,  en la ficción, les tocó vivir la epidemia de “El amor en los tiempos del cólera” sería parte de la cuarta pandemia. Es decir de  aquella   que se inicia en 1863 y que se extiende por el mundo, sea  por tierra o por mar, durante 10 años. El Boletín Epidemiológico de la OPS no se refiere explícitamente a Colombia como país involucrado en esta cuarta pandemia como si lo hace  en las dos anteriores;  sin embargo por lo extenso del territorio americano EEUU, Canadá,  Nicaragua, Belice,  Paraguay, Argentina, Brasil, Bolivia e incluso Perú, es probable que Colombia también hay sido tocada.

            El cólera en la novela, se presenta en dos ondas claramente establecidas. La primera, se produce seis años antes que el Dr.  Juvenal retornara de Europa. Y fue la más grande: “había causado la muerte a la cuarta parte de la población urbana en menos de tres meses”, las  “primeras víctimas cayeron  fulminadas  en los charcos del mercado” y “en once semanas había causado la más grande  mortandad de nuestra historia”. Por otra parte, “El cólera fue más encarnizada en la población negra, por ser la más numerosa y pobre, pero en realidad no hubo miramientos de colores ni linajes”. Hay otra curiosa característica: “Cesó de pronto como había empezado”

            En la ficción, la segunda onda aconteció seis años después de la primera. Una persona que había llegado aparentemente sana de Curazao falleció en el hospital de la ciudad. Después de varias semanas unos niños hicieron cólera y hubo once casos más en tres meses. En  el quinto mes se presentó “un recrudecimiento alarmante, pero al término del año se consideró que los riesgos de una epidemia habían sido conjurados”. Por lo demás “todos los casos habían sido en  los barrios marginales, y casi todos en la población negra”. Dice la novela también que “desde entonces y hasta muy avanzado este siglo el cólera fue endémico en casi todo el litoral del Caribe y en la cuenca de La Magdalena”.

            A esta altura del camino yo no sé si es el zapato de la ficción el que calza mejor  en el pie de la realidad  o viceversa; pues el comportamiento de una epidemia de cólera  es así:  su primer ingreso es devastador y compromete preferentemente a la población expuesta,  ¡y qué mejor lugar de comienzo que el mercado! (¡y  ese mercado!). El segundo  episodio es más atenuado y esto tiene que ver con el grado de inmunidad que alcanzan las personas ya que no todas las que hacen contacto con el Vibrio cholerae hacen la enfermedad y no todos los que hacen la enfermedad mueren; pero, sí, adquieren un grado de  respuesta inmune protectora; sin desmerecer, obviamente,  los denodados esfuerzos de Juvenal Urbino. Por otra parte, son los niños los que inician  el segundo episodio en la novela, como si se hubiera tratado de una infección intradomiciliaria, aunque era una pequeña de cinco años y su hermano que, acaso,  ya podían salir de su casa y jugar en los charcos de la calle. Sin embargo, la presencia de niños  en el segundo episodio es una anotación muy interesante. Por lo demás, en el cólera, los sectores más pobres son  los mayormente afectados por el hacinamiento y la ausencia de agua y desagüe que propician una cohabitación mayor entre el ser humano y sus excretas.

            El brusco final del primer episodio no es infrecuente: “duran varios años y luego desaparecen inexplicablemente”, dice Wallace (15). Mucho más si el Vibrio cholerae de esa pandemia fue el biotipo clásico que tiene menos capacidad de adaptación al medio y por lo tanto de sobrevivencia que el biotipo El Tor responsable de la pandemia actual.

            El cólera se hizo endémico en el litoral del Caribe y en la cueca de La Magdalena permaneciendo así hasta muy entrado el siglo XX, dice el narrador. El continente americano quedó libre de cólera a fines del siglo XIX dicen los textos que tratan el tema. He ahí una controversia. Punto.

LOS DOS MÉDICOS

            -¿Es cierto que ella descubre fácilmente la clave de tus novelas?- preguntó Plinio Apuleyo Mendoza, refiriéndose a doña Luisa Santiaga, la madre del escritor, en la misma conversación  con la que iniciamos este ensayo.

            -Sí- contestó el Gabo-,  de todos mis lectores, ella es la que en realidad tiene más instinto, y desde luego mejores datos para identificar en la vida real a los personajes de mis libros. No es fácil, porque casi todos mis personajes son como  rompecabezas armados con piezas de muchas personas distintas y por su puesto con piezas de mí mismo. El mérito de mi madre es que ella tiene en este terreno la misma destreza que tiene un arqueólogo cuando logra reconstruir un animal prehistórico completo a partir de una vértebra encontrada en una excavación… (16).

            El cólera era, en los tiempos que de la novela,  una enfermedad mortal en alto grado. El cólera era en el mundo, en esos mismos tiempos,  escenario de grandezas y mezquindades, territorio de sacrificios y renuncias, privilegiado espacio de pasiones, de muchas pasiones, en fin, campo de batalla de inteligencias lúcidas y obnubiladas. Por esos tiempos, John Snow, el primero en administrar anestesia a la reina de Inglaterra, logra,  en base a cuidadosas observaciones, concebir y postular que el cólera se trasmitía por el agua contaminada (17), pero el prestigioso Colegio Real de Cirujanos rechazó esta afirmación. Unos años más tarde, Koch consigue en Egipto, examinando el contenido intestinal de personas que habían muerto por cólera, visualizar por primera vez el inimaginable Vibrio; poco después, su obstinado opositor y coterráneo von Petterkofer se traga temerariamente, y previo bicarbonato, el cultivo fresco y letal de esta bacteria… ¡y no le pasó nada! . Los caricaturistas, también en estos tiempos, ilustran jocosas fugas de médicos dejando tras ellos a multitudes reclamantes de enfermos de cólera. Pero, por este tiempo, también,  y aún más atrás, aparecieron médicos como el guatemalteco Nazario Toledo batiéndose en el estado de Chapas, sí, el mismo estado de los zapatistas con su subcomandante Marcos de hoy, entonces azotado por la peste; el mismo doctor Toledo aparece, luego, asesorando al gobierno de Costa Rica en la confección  de los decretos “para preservar al país de los estragos del cólera” poniendo énfasis especial en la higiene personal, de la vivienda y de los alimentos (y esto ¡en 1836!).

            Gabriel García Márquez construye, para esos tiempos, dos personajes a la altura de las circunstancias. Aurelio y Juvenal son médicos, para decirlo en una palabra, dignos.

            Aurelio, limitado por los conocimientos de la época, lucha y muere por sus enfermos. Es más, muere “Encerrado solo en un cuarto de servicio del Hospital de la Misericordia, sordo al llamado de sus colegas y a la súplica de los suyos”. Muere escribiendo “ para la esposa y los hijos una carta de amor febril, de gratitud por haber existido, en la cual se rebelaba cuánto y con cuánta avidez había amado la vida”. Su mujer no perdonaba el hecho que “se hubiera sacrificado a conciencia por una montonera de negros”. Aurelio es un médico de su tiempo ante el que no puedo evitar  un sentimiento de admiración pero también de solidaria congoja.

            Juvenal, por otra parte, constituye la llegada a esta provincia del Caribe de lo más adelantado del conocimiento europeo de la segunda mitad del siglo XIX. No solo en el campo médico sino también en la literatura, la música, el teatro, etc. Juvenal llega, además,  poseído de un gran amor por su ciudad natal y una obsesión por la epidemia del cólera, cuya inminencia pronostica. Pronostica y enfrenta lúcida y responsablemente, saliendo victorioso.

            Un comentario aparte merece la relación de estos dos médicos con el poder político. Juvenal Urbino, como su padre,  tiene acceso directo al poder. Acceso logrado en función a su prestigio y ascendencia. Es una relación que va más allá de la asesoría, es  capaz de cambiar el rumbo de los acontecimientos. De otro modo no podría explicarse las obras de infraestructura sanitaria, entre otras, en su lucha contra el cólera.

            En resumen, “las vértebras” que encontramos sugieren pertenecer a excelentes especímenes de la familia humana y por ende de la profesión médica.

LA COINCIDENCIA

            En ‘Funerales de Mamá Grande’ -dice García Márquez a su amigo Plinio Apuleyo Mendoza- cuento un inimaginable viaje del Papa a una aldea colombiana. Recuerdo haber descrito al presidente como calvo y rechoncho, a fin de que no se pareciera al que entonces gobernaba el país, que era alto y óseo. Once años después de escrito este cuento, el Papa fue a Colombia y el presidente que lo recibió era calvo y rechoncho. Después de escrito ‘Cien años de soledad’, apareció en Barranquilla un muchacho confesando que tiene una cola de cerdo” (19).

            “El amor en los tiempos del cólera”  fue publicada por primera vez en 1985. En la novela, cuando Juvenal Urbino volvió a su tierra “sintió desde el mar la pestilencia del mercado, y vio las ratas en los albañales y los niños revolcándose desnudos en los charcos de las calles”, entonces “no sólo compendió que la desgracia hubiera ocurrido, sino tuvo la certeza que iba a repetirse en cualquier momento”. Pero estos sucesos que en la ficción ocurren  en las últimas décadas del siglo XIX, volvieron a repetirse más de un siglo después. La certeza de  Juvenal Urbino, a manera de un extraño anfibio, vivió oculta en el tiempo de la ficción y la realidad hasta el 1º de marzo de 1991 en que saca la cabeza con el primer caso de cólera que aparece en Colombia, el mismo que un mes después asciende a 112 (20) y en seis meses a 5477 casos con 115 fallecimientos.

            Transcurridos los años, la convicción de Juvenal Urbino nos sorprende mucho menos. Es el huevo de Colón que nadie (o muy pocos) imaginó; pero huevio de Colón al fin y al cabo: la extrema pobreza, la educación precaria, la ausencia o mala  calidad de los servicios básicos hacían previsible por no decir inevitable el retorno del cólera. Y aquí está ahora entre nosotros, poniendo el dedo en la llaga, evidenciando la desidia del pasado, la baja prioridad concedida a la salud y al saneamiento y  la gestión deficiente de los escasos recursos existentes” (21). El pronóstico de Juvenal Urbino mantiene su vigencia terrible, porque está vigente también, esa “deuda social” impaga desde siempre a nuestros pueblos.

COLOFON

            “El amor en los tiempos del cólera” es, repitámoslo,  una larga historia de amor donde el cólera es  apenas una sucesión de hitos espaciados.

            Quise confrontar la huella de esos hitos con la que dejó la realidad o lago oficialmente parecido a ella (para ser más exactos).

            Y he constatado que la mayoría de veces el cólera pasó dejando por la realidad y la ficción un rastro semejante.

            Sin embargo hay detalles que hacen pequeñas diferencias. Los hemos señalado.

            Por lo demás, creo que he concluido a tiempo. Justo en el momento donde aparece el riesgo a las complicidades.

 
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

1.      García Márquez G, Mendoza Apuleyo P. El olor de la guayaba. Editorial La Oveja Negra, Perú, 1982, p 37.
2.      García Márquez G. El amor en los tiempos del cólera. Editorial La Oveja Negra, 1ª Ed., Colombia, 1985.
3.      OPS. Antecedentes  históricos del cólera en las Américas. Boletón Epidemiológico, 1991; 12(1): 10-12.
4.      Gonzales SN, Saltigeral SP. Cólera Conceptos Actuales. Interamericana. Mc Graw-Hill. México, 1992, p 2.
5.      Benenson AS. El control de las enfermedades trasmisibles en el hombre. OPS, 14ª Ed. Washington, 1987, p 48.
6.      OPS. Op. cit. p 11.
7.      Mata L. El cólera historia, prevención y control. Editorial de la Universidad de Costa Rica. Costa Rica. 1992, p. 55.
8.      Mata L. Op. cit. p. 60.
9.      Mata l: Op. cit. p. 9.
10.  Mata L. Op. cit. p 77
11.  Keusch GT. Cólera en Feigin RD, Cherry JD eds. Tratado de enfermedades infecciosas pediátricas. W. B. Sauders Company. España, 1981, p. 500.
12.  Keusch GT. Op. cit. p. 501.
13.  Mata L. Op. Cit. p. 13.
14.  Kumate J, Gutiérrez G, Muñoz O. Manual de Infectología. Méndez Editores. México, 1992, p.76
15.  Wallance CK. Cólera en Braude AI. Enfermedades Infecciosas. Editorial Médica Panamericana. Bs Ac 1984, p. 288.
16.  García Márquez G, Apuleyo Mendoza P. Op. cit. p.36
17.  Guerreo R, Mendoza G, Medina E. Epidemiología. Editorial Addison-Wesley Iberoamericana. México. 1986. p. V.
18.  Mata L. Op. cit. p. 12-17.
19.  García Márquez G. Apuleyo Mendoza P. Op. cit. p. 36
20.  OPS. Casos de cólera en Colombia. Boletin Epidemiológico, 1991; 12 (1): 9-10.
21.  Bol Of Sanit Panam 110 (6), 1991, p.i.